—Has hablado de cierta «lógica» —intervino Kurt Wallander—. Pero ¿qué lógica puede haber en algo tan absurdo?
—Bueno, verás, no todo es absurdo. Hay fragmentos que son sencillos y claros. —La joven hojeó su bloc—. De hecho, el texto manuscrito no sólo aporta enmiendas o modificaciones —explicó—. Los textos son, a veces, totalmente nuevos, como esta anotación que hallé al margen: «Toda la sabiduría que me ha enseñado la vida se resume en estas palabras: aquel a quien Dios ama, halla la felicidad».
Linda vio que su padre empezaba a impacientarse.
—A ver, ¿por qué haría alguien una cosa así? ¿Por qué encontramos una Biblia en una cabaña donde una mujer ha sido brutalmente asesinada?
—Naturalmente, puede tratarse de fanatismo religioso —apuntó Sofía Hanke.
Él no dejó escapar la oportunidad de aprovechar ese filón.
—¿Sí?, explícate.
—Veamos, yo suelo hablar de la tradición de Lena «la Predicadora», una sirvienta que vivió, hace ya muchos años, en Östergötland; la mujer, que tenía revelaciones y empezó a predicar, acabó encerrada en un manicomio. Como ella, siempre ha habido fanáticos religiosos; unos optan por vivir como ermitaños, y otros intentan atraer a grupos de leales seguidores. La mayor parte de esos fanáticos son honrados y actúan de buena fe, convencidos de que siguen los designios de Dios. Por supuesto, también hay impostores que adoptan una fe religiosa «aparente» y que, por lo general, persiguen obtener dinero o favores sexuales de sus adeptos. En esos casos puede decirse, en verdad, que la religión es el instrumento, la trampa utilizada para cazar a las presas. Pero los impostores son minoría. En cambio, los fanáticos, por locos que estén o hayan estado, dan testimonio de su fe y creen fundar sus sectas con buena voluntad y honradez. Si cometen algún crimen, siempre encuentran un modo de defenderlo ante Dios, por lo general en virtud de ciertas interpretaciones de la Biblia…
—¿Hay algún ejemplo de ello en esa Biblia? —quiso saber Kurt Wallander.
—Eso es precisamente lo que he intentado explicar.
La conversación con Sofía Hanke se prolongó algo más, pero Linda intuyó que su padre tenía ya la mente ocupada en otros asuntos. Tampoco los textos manuscritos de la Biblia hallada en la cabaña de Rannesholm proporcionaron ninguna aclaración inmediata. ¿O quizá sí? Ella intentaba leerle el pensamiento, tal y como venía haciendo desde niña. Sin embargo, existía una clara diferencia entre estar a solas con él y, como ahora, rodeados de otras personas en una sala de reuniones de la comisaría.
Nyberg acompañó a Sofía Hanke hasta la salida. Lisa Holgersson abrió una ventana. Las cajas de pizza empezaron a vaciarse. Nyberg volvió tras haber despedido a la doctora en teología. La gente entraba y salía, hablaba por teléfono, iba a buscar tazas de café… Tan sólo Linda y su padre permanecían sentados a la mesa. Él la miró ausente antes de ensimismarse por completo.
«“Apagada” es, desde luego, la mejor palabra que he podido encontrar para describir su actitud. Pero ¿cómo me describiría él a mí? ¿Cómo es mi actitud?» Linda no halló respuesta a su pregunta.
De nuevo se reunieron en torno a la mesa, cerraron las ventanas y, al final, también la puerta. A Linda aquello le recordó el ambiente que precede a un concierto. De adolescente, su padre la llevó varias veces a algún concierto en Copenhague. En una ocasión, fueron a Helsingborg. El silencio desciende despacio sobre la sala mientras se espera la aparición del director. Después, cuando entra, el silencio no reina de inmediato, sino que va haciéndose lentamente, hasta que sobreviene la quietud.
Durante aquella larga reunión, Linda no intervino en ningún momento; tampoco se lo pidieron. Simplemente, permaneció sentada, asistiendo como una invitada. En un par de ocasiones, su padre le dirigió la mirada. Birgitta Medberg se había dedicado a cartografiar senderos abandonados; su padre, en cambio, era un hombre que buscaba caminos accesibles. Parecía estar dotado de una paciencia inagotable, pese a que su reloj interior lo acuciaba con su acelerado y estrepitoso tictac. Eso fue, precisamente, lo que dijo en una ocasión en que viajó a Estocolmo para ver a Linda y a algunos de sus compañeros de clase y les estuvo hablando de su trabajo. Cuando se encontraba sometido a una gran presión, en particular si sabía que alguien se hallaba en grave peligro, experimentaba la sensación de que un pequeño reloj incrustado en el lado izquierdo del pecho, aproximadamente a la altura del corazón, emitía su incesante tictac. De modo que dio muestras de una paciencia inagotable que sólo le fallaba cuando alguien se apartaba del objetivo: ¿dónde estaba Zebran? La reunión proseguía sin interrupciones, aunque de vez en cuando alguien hacía o recibía una llamada telefónica o salía para volver enseguida con algún documento o con fotografías que incorporaban de inmediato al material de trabajo.
—Esto es como un descenso por las aguas de un torrente —opinó Stefan Lindman hacia las ocho, cuando, por casualidad, sólo estaban en la sala él, Linda y su padre—. Hemos de atravesarlas sin volcar y, si alguno se cae por el camino, tenemos que ayudarle a volver a bordo.
Aquéllas fueron las únicas palabras que alguien le dirigió a ella personalmente en toda la tarde. Y ella, ¿intervino en algún momento? Por supuesto que no. Simplemente, asistió sentada ante la mesa como simple oyente y no como participante activa.
A las ocho y cuarto, Lisa Holgersson entró y cerró la puerta después de una pausa. Nada ni nadie debía perturbar el trabajo en que estaban enfrascados. Linda vio que su padre se quitaba la chaqueta, se arremangaba la camisa de color azul marino y se colocaba ante una página en blanco del gran bloc que colgaba en la pared. Después escribió en el centro de la hoja el nombre de Zebran y lo rodeó con un círculo.
—Veamos… Por el momento, vamos a olvidarnos de Birgitta Medberg —comenzó—. Sé que puede ser fatal pero, con lo que tenemos, no podemos establecer ninguna relación lógica entre ella y Harriet Bolson. Es posible que se trate del mismo asesino o asesinos, pero no lo sabemos. En cualquier caso, parto de la hipótesis de que ambos asesinatos obedecen a móviles distintos. Si dejamos a un lado a Birgitta Medberg, hasta nueva orden, comprobaremos que resulta mucho más fácil encontrar una conexión entre Zebran y Harriet Bolson: el aborto. Supongamos que nos enfrentamos a una serie de personas, ignoramos cuántas, que, por algún tipo de motivación religiosa, enjuician a mujeres que han abortado. Digo que lo «supongamos», puesto que no lo sabemos a ciencia cierta. Lo único de lo que tenemos certeza es de que han muerto varias personas y han prendido fuego a animales e iglesias. Todo ello apunta a una serie de acciones planeadas. Harriet Bolson fue conducida a la iglesia de Frennestad para, primero, ser asesinada, y después, calcinada. El incendio de la iglesia de Hurup se provocó para despistar, para generar desconcierto, objetivo que consiguieron por completo. A mí mismo me llevó un buen rato comprender que eran dos las iglesias que estaban en llamas. De modo que, quienquiera que sea el responsable de todo esto, es bastante habilidoso a la hora de pergeñar un plan. —Dicho esto, miró a los demás y fue a sentarse en su sitio—. También podría tratarse de una especie de ceremonia —prosiguió—. El fuego es un símbolo omnipresente. La quema de animales tal vez fuese algún tipo de sacrificio. Y Harriet Bolson fue ejecutada ante el altar en una especie de asesinato ritual. En torno a su garganta, hallamos un colgante en forma de sandalia…
Stefan Lindman lo interrumpió alzando la mano.
—También encontramos el papel con su nombre. Tal vez iba dirigido a nosotros… Pero, en ese caso, ¿por qué?
—No lo sé.
—¿No será que, pese a todo, se trata de un loco que intenta provocarnos para que le demos caza?
—Puede ser. Pero, en este momento, eso carece de importancia. Yo creo que estas personas tienen la intención de aplicar a Zebran el mismo castigo que a Harriet Bolson. —Un profundo silencio reinaba en la sala—. Y en ese punto nos encontramos ahora —concluyó—. No tenemos a ningún sospechoso, ningún móvil claro, ninguna dirección en que movernos. De modo que, a mi juicio, nos hemos estancado.
Nadie elevó la menor protesta.
Disolvieron la reunión y todos se marcharon, cada uno a sus asuntos. Linda, pese a que se sentía como un estorbo, no tenía la menor intención de marcharse de la comisaría. Dentro de tres días, el lunes 10 de septiembre, empezaría a trabajar en serio. Sin embargo, lo más importante en aquel momento era Zebran. Fue a los servicios y, cuando volvía, sonó su móvil. Era Anna.
—¿Dónde estás?
—En la comisaría.
—¿Ha vuelto Zebran? La he llamado a su casa, pero no contesta.
Linda se puso en guardia.
—No, aún sigue desaparecida.
—Estoy muy preocupada…
—Sí, yo también lo estoy.
Linda pensó que la voz de Anna sonaba totalmente sincera. Era imposible que pudiese fingir tan bien.
—Necesito hablar con alguien —confesó Anna.
—Lo siento, ahora no —se excusó Linda—. No puedo irme de aquí.
—¿Ni un momento? ¿Y si yo voy a la comisaría?
—No puedes andar por aquí así como así.
—Pero tú podrías salir unos minutos, ¿no?
—¿No puede esperar?
—Sí, claro —contestó, abatida. Linda se arrepintió al instante.
—Bueno, está bien, un momento.
—¡Gracias! Estaré ahí en diez minutos.
Linda atravesó el pasillo hasta llegar al despacho de su padre. De repente, todos habían desaparecido, de modo que tomó un folio y garabateó: «He salido a tomar el aire y a hablar con Anna. Vuelvo enseguida. Linda».
Fue a buscar su cazadora. El pasillo estaba desierto. Cuando salía, la única persona con la que se cruzó fue la mujer de la limpieza del turno de noche, que llegaba arrastrando su carrito. Los agentes de la central de alarmas estaban ocupados atendiendo llamadas telefónicas. Cuando pasó por recepción, nadie la vio.
La mujer de la limpieza, que se llamaba Lija y era oriunda de Letonia, solía comenzar su trabajo por el final del pasillo, donde se encontraban los despachos de los agentes del grupo de homicidios. Puesto que varias de las dependencias estaban ocupadas, empezó por limpiar el despacho de Kurt Wallander. Debajo de su silla había un montón de pequeñas notas que el inspector no había logrado encestar en la papelera. La mujer recogió todo lo que había esparcido por el suelo antes de abandonar el despacho.
Linda aguardaba a la puerta de la comisaría. Tenía frío y se arrebujó en la cazadora. Bajó hasta el pobremente iluminado aparcamiento, donde estaba el coche de su padre. Rebuscó en su bolsillo y comprobó que aún tenía una copia de la llave. Miró el reloj: ya habían pasado más de diez minutos y la calle seguía desierta. Tampoco se veían las luces de ningún coche. Para no quedarse helada, apretó el paso, cruzó la calle hasta el depósito de agua y volvió corriendo. ¿Por qué no venía Anna? Ya habían pasado cerca de quince minutos.
Se colocó ante la entrada de la comisaría y echó un vistazo a su alrededor. No se veía a nadie. En los edificios de enfrente, se recortaban sombras sobre las ventanas iluminadas. Volvió al aparcamiento y, de repente, una sensación desagradable la invadió. Se paró en seco, miró a su alrededor, aguzó el oído. El viento arrancaba un susurro de las copas de los árboles, como para impedirle oír nada más. Se dio la vuelta rápidamente al tiempo que se agachaba. Allí estaba Anna.
—¿Por qué te escondes? —le preguntó, enderezándose.
—Lo siento, no era mi intención asustarte.
—¿Por dónde has venido?
Anna señaló vagamente la entrada de la comisaría.
—No he oído tu coche —comentó Linda.
—Porque he venido a pie.
Linda estaba cada vez más alerta. Anna parecía tensa y mostraba una expresión aturdida a la par que atormentada.
—¿Qué es eso tan importante de lo que quieres hablar?
—Es sobre Zebran, quiero saber qué ocurre.
—Pero si ya hemos hablado de eso por teléfono…
Linda señaló hacia las ventanas de la comisaría, todas ellas iluminadas.
—¿Sabes cuánta gente está trabajando en estos momentos? —continuó—. Y lo único que tienen en la cabeza es encontrar a Zebran. Puedes creértelo o no, pero yo estoy participando en esta investigación, así que no tengo tiempo de quedarme aquí charlando contigo.
—Vaya, perdona. Ya me voy.
«Esto no es normal», reaccionó Linda. Todo su sistema de alarma interior se activó. Esa mirada de Arma, como desorientada, esa manera silenciosa de acercarse hasta donde ella estaba y esa pésima excusa para venir a molestarla… No, ahí había gato encerrado.
—No, tú no vas a ninguna parte —replicó Linda con firmeza—. Ya que has venido hasta aquí, al menos puedes decirme para qué.
—Pero si ya te lo he dicho.
—Si sabes dónde puede estar Zebran, tienes que decírmelo. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?
—Yo no sé dónde está. Precisamente he venido para preguntar si la habéis encontrado o si tenéis alguna pista.
—Estás mintiendo.
La respuesta de Anna fue tan inesperada que Linda no tuvo tiempo de reaccionar. Fue como si su amiga hubiese sufrido una profunda metamorfosis. En efecto, al tiempo que le daba a Linda varios empujones en el pecho, gritó:
—¡Yo nunca miento! ¡Pero es que tú no comprendes lo que está pasando!
Dicho esto, se dio la vuelta y se marchó de allí. Linda permaneció muda, viendo cómo se alejaba. «Anna no ha sacado la mano derecha del bolsillo», observó. «De modo que lleva algo guardado allí. Algo a lo que intenta aferrarse, como un salvavidas en miniatura que puede llevarse en el bolsillo del abrigo. Pero ¿por qué se habrá enfadado?» Linda pensó que debería ir tras ella, pero Anna estaba ya muy lejos.
Dirigía ya sus pasos hacia la puerta de la comisaría cuando algo la hizo detenerse. Empezó a pensar a toda velocidad. No tendría que haber dejado irse a Anna. Si ella no había malinterpretado su actitud y ésta se comportaba, en efecto, de un modo desequilibrado y extraño, debería haberla hecho entrar en la comisaría y haberle pedido a alguien que hablase con ella. De hecho, le habían encomendado la tarea de mantenerse cerca de Anna, de modo que acababa de cometer un error y la había despedido demasiado a la ligera.
Linda intentaba tomar una decisión. Se debatía entre dos alternativas: volver a la comisaría o ir en busca de Anna. Al final, optó por la segunda y decidió tomar prestado el coche de su padre, pues así iría más rápido. Eligió el camino que suponía que Anna habría tomado, pero no la encontró. Retrocedió y volvió a hacer el mismo recorrido: ni rastro de ella. Regresó y tomó un camino alternativo, pero tampoco la halló. ¿Habría desaparecido una vez más? Linda llegó a la casa de su amiga y paró el coche. Había luz en las ventanas. Camino del portal vio una bicicleta. Las ruedas y el cuadro estaban mojados. Aunque no llovía, había charcos en las calles. Linda movió la cabeza, pensativa. Algo le advertía que no debía llamar a la puerta, de modo que se sentó en el coche y dio marcha atrás hasta que el vehículo quedó camuflado entre las sombras.