Antes de que hiele (57 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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Bruscamente, guardó silencio para ver cómo reaccionaba ella. Sabía que el estado de indefensión era el más propicio para interpretar y adivinar el pensamiento de los demás.

—Hubo un tiempo en el que te dedicabas a hacer sandalias, a ser mi padre. Entonces llevabas una vida sencilla y modesta.

—Sí, pero me vi obligado a seguir mi vocación.

—Y me abandonaste a mí, a tu hija.

—Tuve que hacerlo. Pero nunca te abandoné en mi corazón. Y, además, he vuelto.

Erik la notaba tensa y, pese a todo, su reacción lo sorprendió, pues de improviso ella le gritó a la cara:

—¡He oído a Zebran! Sé que está aquí, en el sótano. Fue ella la que gritó. Y ella no ha hecho nada.

—Sabes muy bien lo que ha hecho. Tú misma me lo contaste.

—Pues me arrepiento de habértelo contado.

—Quien peca y mata a otro ser humano debe aceptar su castigo. No existe más que una justicia, la que hallamos en la Biblia.

—Zebran no ha matado a nadie. Sólo tenía quince años. ¿Cómo iba a hacerse cargo de un niño?

—No debió haberse expuesto a la tentación.

Pese a todo, no lograba calmarla, y sintió cómo una tumultuosa oleada de impaciencia avanzaba por su interior. «Es Henrietta», concluyó. «Anna se le parece demasiado y ha heredado todas sus debilidades.»

Decidió presionarla un poco más. Anna había comprendido cuanto él acababa de decirle. Ahora tenía que explicarle qué opciones tenía ella. Nada era infundado. Tampoco el desasosiego que en Anna provocaba la hija del policía. Ese desasosiego le permitiría a Erik probar la fortaleza de Anna, su capacidad para tomar decisiones y llevar a cabo las acciones que él le imponía.

—A Zebran no le ocurrirá nada —la tranquilizó.

—Entonces, ¿qué hace en el sótano?

—Está esperando tu resolución. Tu decisión.

Erik vio que Anna quedaba desconcertada. En silencio, dio gracias a la providencia, que, durante los años transcurridos en Cleveland, le había permitido estudiar la teoría y la práctica de la guerra. Siempre tenía libros de la historia de la guerra sobre el escritorio, pues, en efecto, había comprendido que contenían enseñanzas útiles también para un predicador. Así, en la conversación con su hija, sabía cómo transformar una posición neutral, o incluso defensiva, en una ofensiva inesperada. Ahora era ella la que estaba sitiada: la decisión más importante debía tomarla ella, no él.

—No te entiendo y estoy asustada.

Anna empezó a llorar convulsamente; le temblaba todo el cuerpo. Erik sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Recordó cómo, de niña, lloraba y cómo la consolaba él. Pero se obligó a reprimir todo sentimiento y le ordenó que se serenase.

—¿De qué tienes miedo?

—De ti.

—Tú sabes bien que yo te quiero. Y también quiero a Zebran. He venido para sentar las bases de la fusión del amor humano y el amor divino.

—¡No sé de qué hablas! —volvió a gritar Anna.

Ya se disponía a contestarle cuando, desde el sótano, les llegó un nuevo grito de socorro de Zebran. Anna saltó de la silla y gritó: «¡Ya voy!». Pero antes de que ella hubiese logrado salir del porche, Erik ya la había agarrado. Ella intentó zafarse, pero él era fuerte, no en vano se había entrenado en Cleveland. Como Anna se resistía, Erik la golpeó con fuerza, con la mano abierta. Una segunda vez, y una tercera. Anna cayó al suelo. Le sangraba la nariz. Torgeir abrió la puerta con cautela. Con un gesto, Erik le indicó que bajase al sótano; Torgeir lo comprendió y volvió a marcharse. Erik levantó a Anna y la obligó a sentarse en la silla. Empezó a acariciarle la frente con las yemas de los dedos. El pulso le latía acelerado. Después, se dio la vuelta y se tomó su propio pulso. Algo más alterado de lo normal, pero perceptible sólo para él mismo. Se sentó en su silla y aguardó. Pronto habría doblegado la voluntad de Anna, sus últimas resistencias estaban cediendo ya. Erik la tenía sitiada, la atacaba desde todas partes. Aguardó un poco más.

—No quiero golpearte —confesó al cabo—. Sólo hago lo que debo. En esta guerra que hemos de librar contra el vacío, no siempre nos será posible ser compasivos. Estoy rodeado de personas dispuestas a ofrecer sus vidas. Quizá yo también tenga que sacrificar la mía.

Anna no respondía.

—A Zebran no le ocurrirá nada —repitió—. Pero todo tiene su precio en esta vida.

Esta vez, ella lo miró con una mezcla de timidez y cólera. La sangre había empezado a secarse bajo su nariz. Erik le explicó lo que quería que hiciese y ella le clavó una mirada atónita, con los ojos desorbitados. Él cambió de silla y fue a sentarse en otra más cercana a la de ella. Anna se estremeció cuando él posó la mano sobre la suya, pero no la retiró.

—Te dejaré sola durante una hora. No voy a echar la llave de las puertas ni pienso cerrar las ventanas. Tampoco te vigilaré. Reflexiona sobre lo que te he dicho, toma una decisión. Sé que, si permites que Dios gobierne tu corazón y tu mente, tu decisión será la correcta. No olvides que yo te quiero.

Pensó que tal vez ella creyese que, durante ese tiempo, encontraría el modo de escapar de allí. Pero su hija tenía que aprender que sólo había un tiempo, y ese tiempo le pertenecía a Dios. Únicamente él podía determinar si un minuto iba a ser largo o breve. Después, se levantó, le pasó los dedos por la frente con gesto rápido, le trazó sobre ella la señal de la cruz y abandonó el porche sin hacer ruido.

Torgeir aguardaba en el pasillo.

—Con sólo verme, guardó silencio —explicó—. Ya no volverá a gritar.

Los dos salieron de la casa y atravesaron el jardín en dirección a un gran cobertizo que se había utilizado para guardar las artes de pesca. Se detuvieron ante la puerta.

—¿Todo listo?

—Todo listo —aseguró Torgeir.

Él señaló las cuatro tiendas que habían levantado junto al cobertizo y abrió una de ellas. Erik miró en el interior. Allí estaban las cajas, amontonadas unas sobre otras. Asintió y Torgeir cerró la tienda.

—¿Y los coches?

—Los que van a recorrer los trayectos más largos están ya en la carretera. Los demás están colocados donde habíamos acordado. Erik Westin miró su reloj. Durante los largos y, por lo general, oscuros años, con los molestos y pesados preparativos, el tiempo había transcurrido lento. Ahora, de pronto, todo se precipitaba. A partir de aquel momento, no podían permitirse ningún fallo.

—Ha llegado la hora de empezar la cuenta atrás —advirtió.

Dicho esto, echó una ojeada al cielo. Siempre que soñaba con aquel instante, imaginaba que el tiempo subrayaría el dramatismo de lo que iba a suceder. Sin embargo, el cielo de Sandhammaren aquel 7 de septiembre de 2001 aparecía despejado y apenas si soplaba el viento.

—¿Qué temperatura hace? —preguntó.

Torgeir miró su reloj que, además de cuentapasos y brújula, llevaba un termómetro incorporado.

—Ocho grados.

Entraron en el cobertizo, cuyas paredes aún estaban impregnadas del viejo olor a brea. Aquellos que lo aguardaban lo hacían sentados en bancos de madera no muy altos, dispuestos en semicírculo. Había pensado celebrar también aquel día la ceremonia de las máscaras blancas, pero, cuando entró, decidió esperar. Aún ignoraba si quien moriría sería Zebran o la hija del policía. Entonces utilizarían las máscaras. No debía desaprovechar el poco tiempo de que disponía. Dios no aceptaría que nadie se retrasase en el cumplimiento de su misión. No administrar bien el tiempo concedido era como negar que el tiempo era un don de Dios y que no podía interrumpirse, prolongarse ni abreviarse. Quienes tenían que realizar el trayecto más largo debían salir en breve. Habían calculado las horas que necesitaban. Lo habían estudiado todo de forma exhaustiva; habían hecho cuanto estaba en su mano, lo habían preparado todo y ya no podían hacer más. Pero allá fuera siempre acechaba el peligro: las fuerzas oscuras que pugnarían para impedirles que saliesen victoriosos.

Siguieron el ritual de la ceremonia que él había dado en llamar «La Determinación». Rezaron sus oraciones, meditaron en silencio durante los siete minutos sagrados y se sentaron después en semicírculo, todos de la mano. Acto seguido, predicó ante ellos y su sermón fue una réplica del que había dirigido a su hija hacía una hora.

Toca a su fin el tiempo que precede a la guerra sagrada. Nosotros continuamos allí donde ésta se abandonó, hace casi dos mil años. Tomamos el relevo en el punto en que la Iglesia se convirtió en lo que es, un recinto formado por muros en vez de una fe que libera a los hombres. Ha llegado la hora de dejar de otear las cuatro puntos cardinales en busca de señales que indaguen que el Día del Juicio está próximo. Ahora miramos nuestro interior y escuchamos la voz de Dios, que nos ha elegido para llevar a cabo su misión. Decimos que estamos preparados, gritamos que ya estamos dispuestos a cruzar los ríos que separan la era pretérita de la nueva. Toda esa falsedad, toda esa traición a lo que era el plan de Dios con nuestras vidas, quedará ahora erradicada, aniquilada, convertida en cenizas que caerán sobre la tierra. Lo que vemos a nuestro alrededor es la ruptura inminente. Hemos sido designados por Dios para allanar el camino del futuro. Nada tememos, estamos prestos a exponernos al mayor de las sacrificios. No dudaremos un instante cuando, por medio de la violencia, debamos confirmar que somos los enviados de Dios y no los de un falso emisario. No tardaremos en separarnos. Varios de nosotros nunca regresaremos. Y sólo nos reencontraremos cuando accedamos al otro mundo, a la eternidad, al paraíso. Lo más importante en estos momentos es que ninguno de nosotros sienta miedo, que todos sepamos qué se nos exige y que nos infundemos valor unos a otros
.

Así terminó la ceremonia. Erik pensó que era como si aquel templo hubiese quedado convertido en una base militar. Torgeir dispuso una mesa, donde dejó un montón de sobres. Eran las últimas instrucciones, las últimas directrices de cómo debían comportarse. Los tres grupos que tenían ante sí el trayecto más largo saldrían en poco más de una hora, de modo que ellos no participarían en la última ceremonia, la última inmolación. El grupo que partiría en barco también debía marcharse en breve. Erik les entregó los sobres, les pasó los dedos sobre la frente y clavó en sus ojos su penetrante mirada. Todos ellos abandonaron el cobertizo sin pronunciar palabra. Fuera los esperaba Torgeir con las cajas y el equipamiento que debían llevar consigo. A las cinco menos cuarto en punto, esa tarde del 7 de septiembre, partieron los cuatro primeros grupos. Tres de ellos habían de dirigirse hacia el norte; el cuarto pondría rumbo al este, desde Sandhammaren.

Cuando perdieron de vista los coches, y los demás partieron hacia sus respectivos escondites, Erik quedó solo en el cobertizo. Permaneció sentado, inmóvil en la penumbra, con la gargantilla en la mano, la sandalia dorada que, para él, era ya tan importante como la cruz. ¿Se arrepentía de algo? Eso sería tanto como negar a Dios. Él no era más que un instrumento, si bien había gozado de la libertad para comprender que era un elegido, para abrazar ese designio y entregarse a él. Pensó en lo que lo distinguía de Jim. En los años que siguieron a la catástrofe en la selva, no había sido capaz de analizar y discernir todos los sentimientos encontrados que despertaban en él tanto la persona de Jim como la suya propia. Fue un tiempo en el que todo giraba en su interior, lo que le impedía por completo explicarse qué había sucedido en realidad. No había logrado entender la naturaleza de su relación con Jim. Después, gracias a la paciencia y a la ayuda de Sue-Mary, consiguió discernir la diferencia entre Jim y él; una diferencia muy simple pero, al mismo tiempo, indignante. El pastor Jim Jones había sido un traidor, una de las apariencias con que se mostraba el diablo, mientras que él era un hombre que buscaba la verdad y que había sido elegido por Dios para desatar una guerra necesaria contra un mundo del que Dios había sido relegado a templos sin vida, ceremonias sin vida, una fe que no era ya capaz de infundir en los hombres respeto y alegría por la vida.

Cerró los ojos y aspiró el olor a brea. De niño, pasó un verano en la isla de Öland, en casa de un familiar aficionado a la pesca. El recuerdo de aquel verano, uno de los más felices de su infancia, quedó por siempre envuelto en el olor a brea. Recordaba cómo, por las noches, salía furtivamente para cruzar a la carrera la clara noche estival y alcanzar la caseta donde las artes de pesca despedían un olor intensísimo y donde se sentaba simplemente para dejar que sus pulmones se llenasen del aroma a brea. Abrió los ojos. No había vuelta atrás, y tampoco lo deseaba. Había llegado la hora. Salió del cobertizo y dio un rodeo hasta la fachada principal de la casa. Al abrigo de un árbol, miró hacia el porche. Anna seguía allí, sentada en la misma silla donde él la había dejado. Intentó averiguar, por su postura, cuál había sido la decisión que había adoptado, pero los separaba una distancia demasiado grande.

Oyó un crujido a sus espaldas que lo sobresaltó. Era Torgeir.

—¿Por qué caminas a hurtadillas? —se encolerizó Erik.

—No era mi intención.

Erik le dio un guantazo justo debajo del ojo. Torgeir no se defendió e inclinó la cabeza. Erik le pasó fugazmente una mano por el cabello y entró en la casa. Sigiloso, alcanzó el porche hasta colocarse detrás de su hija. Anna sólo notó su presencia cuando él se inclinó sobre su cabeza y pudo sentir su aliento en la nuca. Se sentó frente a Anna y arrastró la silla para acercarse más a ella. Sus rodillas se tocaban.

—¿Has tomado alguna determinación?

—Haré lo que tú quieres.

Aunque él ya intuía que ésa sería la decisión de Anna, se sintió aliviado.

Se levantó y fue a buscar una pequeña bolsa de asas largas que había colgada en la pared. Sacó de ella un cuchillo de hoja delgada y muy afilada, que dejó con cuidado, como si se tratase de un cachorrillo, sobre las rodillas de Anna.

—En el instante en que te des cuenta de que ella conoce hechos de los que nada debería saber, se lo clavarás no una vez, sino tres, cuatro veces. Húndeselo en el pecho y, cuando saques el cuchillo, hazlo cortando hacia arriba. Después, llama a Torgeir y mantente apartada hasta que vayamos a buscarte. Tienes seis horas, ni un minuto más. Ya sabes que confío en ti. Y sabes que te quiero. ¿Quién te quiere más que yo?

Anna estaba a punto de decir algo, cuando cambió de idea. Erik adivinó que ella iba a responder «Henrietta».

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