El sueño había sido muy claro. Entre él y Torgeir no mediaba ya distancia alguna. Cuando lo deseara, podía tomar la identidad de Torgeir sin que éste lo notase.
Torgeir debía recoger a Anna a primera hora de la tarde ante la pizzería de Sandskogen, por esas fechas cerrada a cal y canto. En un principio, Erik Westin había pensado ir a buscarla él mismo, para asegurarse de que la joven iba con ellos. Pero, tras pensarlo detenidamente, estimó que ella dependía ya de él hasta tal punto que no opondría la menor resistencia. Era imposible que ella supiese cuál era su plan. Tampoco sabía lo que le había ocurrido a Harriet Bolson, pues había dado a Torgeir órdenes tajantes de que no revelase el menor detalle al respecto. Así pues, la joven no tenía motivo alguno para desear escapar. Sólo lo inquietaba la intuición de la muchacha. Había llegado a la conclusión de que Anna poseía una intuición tan privilegiada como la suya. «Es mi hija», se decía. «Es cauta, atenta, y receptiva a lo que le dice su intuición»
Torgeir la recogería en el Saab azul que habían robado en un aparcamiento situado en las cercanías de Sturup. Unos días antes del robo, Torgeir había anotado una decena de números de matrícula y había llamado al registro de tráfico para preguntar por los propietarios. Después, averiguó sus números de teléfono, llamó casa por casa y, como una burla a su propio pasado, fingió ser un armador en busca de capital sueco para invertir en nuevos hoteles en los que se alojarían pasajeros de vuelos chárter. Eligió los dos coches cuyos propietarios se encontrarían fuera por motivos de trabajo por un periodo más largo de tiempo, así como el de un director de minas jubilado que pasaría en Tailandia tres semanas de vacaciones.
Erik Westin le había dado a Torgeir instrucciones precisas. Aunque no era muy verosímil, Anna podía haberse asustado al enterarse de la desaparición de Zebran. Existía entonces el riesgo de que Anna comentase algo con Linda, a la que Erik tenía por su más íntima amiga. Erik advirtió a Anna del peligro que entrañaba hablar con Linda, y después incluso le prohibió hablar con cualquier persona, salvo con él mismo. Aquello podía desorientarla, le había repetido una y otra vez, precisamente ahora que había vuelto al buen camino. Cierto, él había estado desaparecido durante muchos años, pero aun así, era ella el hijo pródigo de que habla la Biblia. Era ella quien había vuelto a casa, no él. Lo que ahora estaba ocurriendo era necesario, ella tenía un padre que debía pedir responsabilidades a la gente, a todos aquellos que habían abandonado a Dios y erigido templos en los que, llevados por su soberbia, se ensalzaban a sí mismos, en lugar de, con toda humildad, ensalzar a Dios. Erik había detectado el reflejo hechizado de sus ojos y sabía que, con un poco de tiempo, podría borrar todas las dudas que aún se escondían en su mente. Sin embargo, no disponía de todo el tiempo que eso requería. En aquel asunto, había cometido un error, lo reconocía. Debió haber buscado a su hija mucho antes, haberse mostrado ante ella mucho antes, y no haber esperado a aquel día, en la calle de Malmö. Pero tenía que encargarse también de todos los demás, de todos aquellos que abrirían las puertas a la hora y en el lugar que él había decidido.
Algún día, en el futuro, contaría cómo había sucedido todo, ésa sería su herencia. Sería el quinto evangelio. En él dejaría escrito cómo había fraguado su plan, después de horas, días y meses de reflexión. En realidad, había hecho creer a los demás que habían sido revelaciones. Fue una mentira necesaria para que estuviesen dispuestos a seguirlo. La voz y el espíritu de Dios constituían la confirmación última de que lo que iba a producirse era un sacrificio insoslayable gracias al cual gozarían de una vida eterna en el paraíso, al lado de Dios. «Viviréis en sus dominios», les decía. «Dios vive en un castillo construido no con muros, sino con un manto tejido con lana de las ovejas sagradas. Ese castillo tiene un ala que será vuestra morada.»
En sus prédicas, en sus «campañas divinas de convicción», hablaba siempre de lo que los aguardaba. El sacrificio no era más que una breve despedida, sólo eso. Su martirio era un privilegio en el que todos desearían participar en cuanto conocieran la verdad de la guerra contra la impiedad que él acababa de declarar.
La muerte de Harriet Bolson había sido su mayor prueba hasta el momento. Había ordenado a Torgeir que vigilase las reacciones de todos. Que lo informase si alguno empezaba a flaquear, a distanciarse o a venirse abajo. Él se había mantenido a distancia: como le había explicado a Torgeir, debía purificarse después de lo ocurrido. Tenía que estar solo, lavarse bien tres veces cada día y otras tres cada noche, afeitarse cada siete horas y permanecer horas y horas en silencio, hasta que se hubiese liberado por completo de las fuerzas malignas que se habían alojado en Harriet Bolson. Torgeir lo había llamado dos veces al día, desde diversos móviles robados, pero no había indicios de que nadie hubiese empezado a flaquear. Al contrario, Torgeir creía advertir una creciente impaciencia, como si no viesen la hora de proceder a su último sacrificio.
Él había hablado a conciencia con Torgeir antes de que éste partiese en busca de Anna. A la menor señal de que ella se negase a subir al coche, él debía obligarla. De ahí que hubiese elegido el apartado rincón de la pizzería. Clavó la mirada en Torgeir cuando le dijo que, si lo consideraba necesario, recurriera a la violencia. Torgeir vaciló, el temor y la inseguridad asomaron como un pobre destello en sus ojos. Erik Westin suavizó su voz y se inclinó hacia él al tiempo que posaba la mano sobre su hombro. ¿Por qué se inquietaba? ¿Acaso había establecido él alguna diferencia entre sus seguidores? ¿No lo había recogido a él del arroyo? ¿Por qué razón había de recibir su hija un trato distinto al de los demás? ¿No había creado Dios un mundo en el que todos eran iguales, un mundo que los hombres habían negado y destruido? ¿No era su deseo lograr que los hombres regresaran a ese mundo?
No dejó marchar a Torgeir hasta estar seguro de que éste no dudaría en utilizar la fuerza contra Anna si era necesario. Si todo iba como él esperaba, si su hija se mostraba digna de ello, la convertiría en su heredera. El nuevo reino de Dios en la Tierra no podía quedar abandonado, como había sucedido con anterioridad. Siempre tenía que haber un guía; y el propio Dios había dicho que su reino era hereditario.
Desde luego que él había sopesado la posibilidad de que Anna no fuese la persona adecuada. En tal caso, procuraría engendrar más hijos y elegir de entre ellos a aquel que, un día, lo sucedería.
A lo largo de aquellos últimos días anteriores a la realización del gran plan, tuvieron tres centros de operaciones. Erik había elegido para sí mismo un chalé en Sandhammaren, completamente aislado, propiedad de un capitán de marina jubilado que había ingresado en el hospital tras haberse fracturado el fémur. El otro era una finca abandonada que estaba en venta, a las afueras de Tomelilla, y el tercero, la casa que Torgeir había comprado detrás de la iglesia de Lestarp y que decidieron abandonar cuando la hija del policía empezó a mostrar excesivo interés en ella.
Erik ignoraba cómo Torgeir lograba localizar casas vacías y solitarias. Y Erik le demostraba así su confianza; sabía que no cometería ningún error.
Cuando Torgeir se marchó para ir a recoger a Anna, Erik Westin bajó al sótano. Pensó que Torgeir había evolucionado hasta convertirse en un excelente perro de presa cuando se trataba de encontrar buenos escondites, escondites que cumplían todos sus requisitos, siempre diferentes. Precisamente aquella casa disponía de un espacio bien insonorizado en el que una persona podía permanecer encerrada varios días. El viejo capitán había hecho construir su casa con gruesos muros y, en una de las habitaciones del sótano, había una puerta provista de un Pequeño ventanuco. Cuando Torgeir se la mostró, comentaron que esa habitación parecía una celda. No lograban explicarse para qué quería el capitán esa especie de celda privada en su propia casa. Torgeir sugirió que tal vez estuviese destinada a servir de refugio en caso de que estallara una guerra nuclear. Pero, en ese caso, ¿cómo explicar el ventanuco de la puerta?
Se detuvo a escuchar. Al principio, cuando pasaron los efectos del somnífero, la joven se puso a gritar y a golpear las paredes con los puños y a dar patadas hasta volcar el cubo que estaba destinado a hacer las veces de retrete. Cuando ya llevaba un buen rato en silencio, él se acercó con cautela para mirar por el ventanuco. La joven estaba sentada y encogida sobre la cama. En la mesa había agua, pan y embutidos que ella no había tocado siquiera, aunque él tampoco esperaba que lo hiciese.
Ahora, de nuevo en el sótano, todo parecía en calma. Él avanzó con sigilo por el pasillo y miró por el ventanuco. La muchacha, echada boca abajo en la cama, dormía. La observó largamente hasta estar seguro de que respiraba. Entonces, volvió a subir y se sentó en el porche, en espera de que llegaran Torgeir y Anna. Persistía un problema que no había logrado resolver. Pronto, muy pronto, se vería obligado a decidir qué haría con Henrietta. Hasta el momento, tanto Torgeir como Anna habían conseguido convencerla de que todo estaba en orden. Sin embargo, no había que confiar en la temperamental Henrietta. Si podía, le perdonaría la vida, pero, si era necesario, no dudaría en acabar con ella.
Sentado en el porche, contempló el mar. Hubo un tiempo en el que él amó a Henrietta. Aunque envuelto en un resplandor de irrealidad y tan lejano que, más que como algo que hubiese vivido él mismo, lo sentía como algo que le hubiesen contado, el amor nunca llegó a destruirse por completo. Fue al nacer Anna cuando experimentó el sentimiento de un gran amor, pero, pese a que amó a su hija desde el primer instante y nunca se cansaba de tenerla en sus brazos, de mirarla mientras dormía o jugaba, aquel amor contenía también un gran vacío. El vacío que, finalmente, lo obligó a romper con todo y abandonarlas a las dos. Cuando se marchó, tenía pensado no tardar demasiado en volver, quizá no más de un par de semanas, un mes como máximo. Pero, una vez en Malmö, comprendió que el viaje que acababa de emprender sería mucho más largo, tal vez incluso para siempre. Hubo un instante en que, en la estación de tren, casi dudó y sopesó la posibilidad de dar media vuelta. Pero no pudo. La vida tenía que consistir en algo más, en algo distinto de lo que había experimentado hasta entonces.
Rememoró aquellos años en que le parecía que había deambulado por el corazón del desierto. El primer paso había sido la huida, la atribulada peregrinación sin rumbo. Y precisamente entonces, cuando él tenía casi decidido abandonar, se cruzó en su camino el pastor Jim Jones. Fue como un oasis en el desierto. Al principio creyó que era un espejismo, después sintió cómo el agua de un manantial corría fresca por su garganta. Jim siempre hablaba del agua, era la más sagrada de todas las bebidas, más que el vino. Y después resultó que, pese a todo, había sido un espejismo.
Algunas personas caminaban por la orilla. Una de ellas paseaba a un perro; otra llevaba un niño sobre los hombros. «Todo lo que hago es por vosotros, sí», se dijo. «Por vosotros he reunido a todos aquellos que están dispuestos a convertirse en mártires. Lo he hecho por vuestra libertad, para llenar el vacío que lleváis en vuestro interior y que vosotros ni siquiera imagináis en toda su profundidad.»
Los paseantes desaparecieron. Contempló el agua. Una suave brisa procedente del sureste levantaba olas casi imperceptibles… Fue a la cocina por un vaso de agua. Aún faltaba una hora, como mínimo, para que Torgeir llegase con Anna. A lo lejos, en la línea del horizonte, creyó ver una embarcación. Hasta la llegada de Anna, pensaba resolver un problema bastante molesto cuyas consecuencias era incapaz de prever del todo. En la actualidad había muy pocos mártires cristianos, y apenas nadie los conocía. Durante la segunda guerra mundial, algunos sacerdotes dieron sus vidas por los demás en los campos de concentración; y sí, había hombres santos y mujeres santas. Pero el martirio, al igual que todo lo demás, ya no era algo preminentemente cristiano. Ahora, en efecto, eran los musulmanes los que no dudaban en llamar a los suyos para inmolarse. Él había estudiado cintas de vídeo en las que mostraban cómo se preparaban y en las que documentaban su decisión de morir como mártires. En otras palabras, se había dedicado a aprender cuanto tenían que enseñarle aquellos que practicaban la religión que él más odiaba en el mundo, la del mayor enemigo, aquel al que no pensaba otorgar ningún lugar en el Reino de Dios que estaba por venir. Sin duda, eso conllevaba un peligro: los hombres del mundo cristiano, o del mundo que, en su día, lo fue y que ahora volvería a serlo, atribuirían a los musulmanes la autoría de los dramáticos sucesos que estaban a punto de acontecer. Existía en esta confusión un aspecto positivo y otro negativo. El positivo era el hecho de que nacería así un odio renovado hacia los musulmanes; el negativo, que a los hombres les llevaría mucho tiempo comprender que los mártires cristianos habían vuelto. No se trataba de un pequeño movimiento religioso, no; no era un simple Maranata, sino una gran transformación que se perpetuaría hasta que se restableciese el Reino de Dios en la Tierra.
Se miró las manos. A veces, cuando pensaba en lo que le aguardaba, le temblaban. Pero ahora estaban serenas. «Durante un breve periodo de tiempo, me tomarán por un loco», se advertía. «Pero cuando los mártires empiecen a surgir en interminables filas, los hombres comprenderán que soy el apóstol de la razón que han estado esperando durante miles de años. Sin Jim Jones, no lo habría conseguido. De él aprendí a dominar mi debilidad, a no abrigar ningún temor cuando debo incitar a otros a morir por un objetivo superior. Aprendí que la libertad y la salvación sólo se consiguen con sangre, con la muerte, no existen otros caminos, y siempre tiene que haber alguien que vaya el primero.»
Siempre tiene que haber alguien que vaya el primero
. Es lo que había hecho Jesús. Sin embargo, Dios lo abandonó, puesto que no llegó hasta donde debía. «Jesús tenía una debilidad», observó para sí. «Jesús carecía de la fortaleza que yo poseo. Lo que él dejó inacabado hemos de concluirlo nosotros. En el Reino de Dios en la Tierra todo debe estar supeditado a los mandamientos. En la Biblia se recogen todas las reglas que los hombres necesitan para vivir. Entraremos en una era de guerras santas, pero venceremos, puesto que el mundo cristiano cuenta con un arma poderosa que nadie puede vencer.»