Antes de que hiele (36 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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Aquélla era la segunda parte de la ceremonia. Tenían que estar cerca del agua. En una ocasión se habían encontrado en el lago Erie. Desde entonces, cuando tenían entre manos algún preparativo importante, siempre buscaban alguna playa.

—Las jaulas están bastante próximas unas a otras —constató Torgeir—. De modo que rociaré con las dos manos hacia todos lados, arrojaré una cerilla encendida sobre ellas y todo arderá en pocos segundos.

—¿Y después?

—He de gritar:
Gud krevet
[12]
.

—¿Y después?

—Saldré de la tienda y torceré primero a la derecha, luego a la izquierda, ni demasiado aprisa ni demasiado despacio. Me detendré en la plaza y me aseguraré de que nadie me sigue. Entonces me dirigiré al quiosco que hay frente al hospital, donde tú estarás esperándome.

Interrumpieron la conversación y contemplaron una barcaza de madera que estaba a punto de entrar a puerto. El motor, estrepitoso, se atascaba continuamente.

Torgeir Langaas hizo ademán de arrodillarse allí mismo, en medio del muelle, pero él, con la rapidez del rayo, lo tomó del brazo y lo hizo levantar.

—Nunca si hay gente mirando.

—¡Lo siento!, se me olvidó.

—Pero ¿estás tranquilo?

—Sí, sí.

—¿Quién soy yo?

—Mi padre, mi pastor, mi salvador, mi dios.

—¿Y quién eres tú?

—El primer discípulo, hallado en una calle de Cleveland, redimido y devuelto a la vida. Soy tu primer discípulo.

—¿Y qué más?

—El primer pastor.

«Hubo un tiempo en que yo confeccionaba sandalias», se dijo. «Soñé con algo distinto y opté por huir de la vergüenza, de la sensación de ser un perdedor, de haber malogrado todos mis sueños por mi incapacidad de llevarlos a cabo. Ahora me dedico a formar personas, igual que entonces daba forma a las suelas, a las plantillas y a las correas.»

Habían dado las cuatro. Estuvieron dando vueltas por la ciudad y a veces se sentaban a descansar en un banco, siempre en silencio. Ya no había más que decir. De vez en cuando miraba a Torgeir de reojo. Parecía sosegado, concentrado en su misión.

«Estoy haciendo feliz a un ser humano», se felicitó. «Un hombre que creció como un niño rico y consentido pero también atosigado y desesperado. Y ahora lo hago feliz demostrándole mi confianza.»

Deambularon por entre los bancos del puerto hasta que dieron las siete. La tienda de animales cerraba a las seis. Siguió a Torgeir hasta la esquina de la oficina de Correos. Hacía una tarde agradable, por lo que había mucha gente en la calle. Y eso constituía una ventaja. En el caos que se ocasionaría tras el incendio, nadie recordaría sus caras.

Se separaron. Él se apresuró a subir hasta la plaza y se dio la vuelta. En su cerebro, su plan se ponía en marcha y el cronómetro emitía su tictac.

En aquel momento, Torgeir forzaba la puerta de un fuerte tirón con la palanca. Ya estaba dentro, cerraba la puerta dañada y aplicaba el oído por si había alguien. Dejaba el maletín en el suelo, sacaba los sprays con la gasolina, después la caja de cerillas.

Salió. Oyó el fragor del fuego y le pareció ver reflejadas las llamaradas en los edificios situados frente a la tienda de animales. Después surgió la columna de humo. Se dio media vuelta y se marchó de allí. Apenas si había tenido tiempo de llegar al punto de encuentro cuando ya empezaron a oírse las sirenas.

«Ya está hecho», se dijo. «Ahora daremos nueva vida a la fe cristiana, a la exigencia cristiana de cómo debe vivir un ser humano. El largo periodo en el desierto ha terminado.

»Ahora dejaremos a los animales, porque ellos sólo sienten un dolor que no son capaces de comprender.

»Ha llegado la hora del hombre.»

31

Cuando Linda salió del coche en la calle de Mariagatan, percibió un olor que la hizo pensar en Marruecos. Herman Mboya y ella habían viajado allí, en un vuelo chárter, para pasar una semana. Había elegido la alternativa más económica, el hotel estaba lleno de cucarachas, y precisamente durante aquella semana Linda comenzó a comprender que tal vez el futuro en común no fuese tan evidente como ella había imaginado. Al año siguiente, Herman y ella emprendieron diferentes caminos; en efecto, él empezó a prepararse para volver a África y ella tomó el tortuoso camino que, con el tiempo, la llevó hasta la Escuela Superior de Policía.

El olor suscitó el recuerdo. El olor que despedía el humo de un incendio. Recordó los montones de basura que ardían en las noches marroquíes. «Pero en Ystad nadie se dedica a quemar basura», se dijo.

Después oyó las sirenas de los bomberos y de los coches de policía, y comprendió que se había declarado un incendio en algún lugar del centro de la ciudad, de modo que echó a correr.

Cuando, jadeante, llegó al lugar del incendio, aún no se había extinguido el fuego. ¿Adónde había ido a parar su buena forma física? Se sentía como un vejestorio que hubiese dejado de moverse hacía siglos. Vio que las altas llamas habían alcanzado el tejado y que los bomberos habían evacuado a algunas de las familias que vivían en las plantas superiores. Un cochecito de niño, medio quemado, había quedado abandonado sobre la acera. Los bomberos se afanaban en proteger los edificios colindantes. Linda se acercó a los cordones.

Su padre estaba discutiendo con Svartman sobre un testigo al que no habían interrogado con el suficiente detalle y al que, además, habían dejado ir.

—Jamás lograremos atrapar a este desquiciado si no somos capaces de seguir los procedimientos rutinarios más elementales.

—Era Martinson el responsable.

—Ya, pero él sostiene que te dejó a ti al cargo por dos veces. Así que ya puedes ponerte a localizar a ese testigo.

Svartman se marchó, no menos enojado. «Son como búfalos en estampida», concluyó Linda. «¡Cuánto tiempo malgastan en marcar sus respectivos territorios!»

Un coche de bomberos se acercó marcha atrás hasta el punto de origen del fuego, y de repente una de las mangueras se soltó y salpicó de agua todo y a todos cuantos había por allí. Kurt Wallander se hizo a un lado de un salto y, en ese momento, descubrió la presencia de Linda.

—¿Qué ha pasado?

—Parece que han estallado varios explosivos en el interior de la tienda. Y, una vez más, han rociado con gasolina, igual que en el caso de los cisnes y del ternero.

—¿Alguna pista?

—Pues teníamos un testigo, pero lo han dejado escapar.

Linda notó que su padre temblaba de rabia. «Así es como se morirá», adivinó de pronto. «Agotado, indignado por alguna negligencia cometida en la investigación de algún crimen de consecuencias trágicas.

»Así será, si, en efecto, como dice a veces Zebran, todos buscamos la manera más hermosa de dejar esta vida como en una carrera.»

—Tenemos que atrapar a los que están haciendo esto —dijo su padre, interrumpiendo sus pensamientos.

—No sé… A mí me da la sensación de que esto es algo distinto, especial…

—¿Qué quieres decir? —La miró como si ella tuviese la obligación de conocer la respuesta.

—No lo sé. Es como si todo esto tuviese otra finalidad.

En ese momento oyeron que Ann-Britt Höglund llamaba a Wallander.

Linda lo vio marcharse: corpulento, la cabeza hundida entre los hombros, cruzaba con paso atento por entre las mangueras y los restos humeantes de lo que había sido una tienda de animales. Observó a una chica que, con los ojos enrojecidos por el llanto, observaba el comercio incendiado. «Será la propietaria», razonó Linda. «O quizá simplemente una amante de los animales.» Linda recordó una pequeña casa de madera que había ardido en un incendio cuando ella era niña. Fue una mañana de domingo, y en la casa había una relojería. Aún tenía grabado en su memoria el pesar que sintió por todos aquellos relojes cuyo corazón, manecillas y engranaje se habían derretido hasta morir.

Deambuló de un lado a otro de los cordones policiales, junto a los cuales se habían agolpado ya muchas personas que contemplaban el espectáculo en silencio. «Los edificios en llamas siempre despiertan un callado terror», pensó. «Porque cuando vemos arder una casa, recordamos que otro tanto puede sucederle a la que nosotros habitamos.»

—La verdad, no comprendo por qué no me preguntan a mí —oyó que decía alguien.

Cuando se volvió a mirar, vio que se trataba de una joven de unos veinte años que, con una amiga, estaba pegada a una de las fachadas de un edificio. Una nube de humo les pasó por delante y las dos se abrazaron.

—Sólo tienes que acercarte y contarles lo que has visto —la animó la amiga.

—No pienso andar pidiendo audiencia entre los policías.

«El testigo», adivinó Linda, «el testigo que desapareció.» Se acercó hasta la muchacha y le preguntó:

—¿Y qué es lo que viste?

La joven la miró con interés y Linda vio que era bizca.

—¿Quién eres tú?

—Soy policía. Me llamo Linda Wallander.

«Es casi verdad», se consoló. «No es una mentira que pueda arruinarme la carrera.»

—¿Cómo puede nadie matar a esos pobres animales? ¿Es verdad que incluso tenían un caballo ahí dentro?

—No —la tranquilizó Linda—. No está permitido vender caballos en las tiendas de animales que no tengan establos. Los caballos no se guardan en jaulas, sino en caballerizas. Pero ¿qué fue lo que viste?

—A un hombre.

—¿Qué hizo ese hombre?

—Prendió fuego a la tienda para que ardiesen todos los animales. Yo venía caminando desde el teatro para echar unas cartas al correo. Cuando ya estaba a medio camino, más o menos una manzana antes de llegar a la tienda de animales, me llevé un buen susto, porque de repente noté que alguien venía detrás de mí; me volví y era un hombre que caminaba sin hacer el menor ruido. Me aparté y lo dejé pasar. Después, seguí andando tras él. Por alguna extraña razón, intenté caminar tan silenciosa como él. Pero, a los pocos metros, recordé que me había olvidado una de las cartas en el coche, de modo que volví a buscarla. Y después fui directamente a Correos.

Linda alzó la mano para hacer una pregunta.

—¿Cuánto tiempo tardaste en volver al coche a buscar la carta?

—Tres o cuatro minutos. Lo tenía aparcado ante la puerta de carga y descarga del teatro.

—¿Y qué sucedió cuando fuiste a Correos? ¿Volviste a ver al hombre?

—No.

—Y cuando pasaste por la tienda de animales, ¿qué hiciste?

—Tal vez eché una ojeada al escaparate, no sé. La verdad es que las tortugas y los hámsters no me interesan demasiado.

—¿Y qué viste?

—Pues una luz azulada en el interior de la tienda. Siempre la tienen encendida.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque suelo ir a Correos varias veces por semana, y siempre aparco junto al teatro y paso por la tienda de animales y veo la misma luz. Supongo que es una especie de calefacción. Uno de mis mayores placeres en esta vida es pertenecer a la liga antielectrónica que escribe sin cesar cartas a mano, por supuesto.

—Ya. ¿Y qué pasó después?

—Pues que eché las cartas al buzón y regresé al coche. Tardé unos tres minutos más, tal vez.

—¿Y después?

—Después explotó la tienda. Al menos, ésa fue la sensación. Acababa de pasar ante la puerta cuando oí el estallido. Me sobresalté, y me vi rodeada de un intenso resplandor. Me eché al suelo y vi que la tienda estaba en llamas. Allí mismo, donde estaba tumbada, me pasó por delante a la carrera algún animal con la piel ardiendo. Fue terrible.

—¿Qué pasó después?

—Todo sucedió tan deprisa… Y, de repente, descubrí a un hombre al otro lado de la calle. La luz era tan intensa que no me cupo la menor duda: era el mismo que me había adelantado minutos antes. Además, llevaba un maletín en la mano.

—¿Lo llevaba ya cuando lo dejaste pasar?

—Sí. Se me olvidó decirlo. Parecía uno de esos maletines que llevaban antes los médicos.

Linda sabía perfectamente cómo eran.

—¿Qué sucedió después?

—Le grité que me ayudase.

—¿Estabas herida?

—Bueno, eso pensé. El estallido y esa luz tan intensa…, fue horrible.

—¿Y te ayudó?

—No. Simplemente, me miró y se dio media vuelta.

—¿Adónde se dirigió?

—A la plaza.

—¿Lo habías visto con anterioridad?

—No, nunca.

—¿Podrías describirlo?

—Era alto y fuerte. Además, estaba calvo, o, al menos, llevaba el pelo al rape.

—¿Cómo iba vestido?

—Llevaba un chaquetón azul marino, pantalones oscuros y en los zapatos ya me había fijado cuando me extrañó que caminase de forma tan silenciosa. Eran marrones y tenían una gruesa suela de goma, pero no eran zapatillas de deporte.

—¿Recuerdas algo más?

—Pues sí, que gritó algo.

—¿A quién le gritó?

—No lo sé.

—¿Y qué fue lo que gritó?

—Algo así como «Dios lo exige»
[13]
.

—¿Dios lo exige?

—Estoy segura de que la primera palabra era «Dios». Además creo que dijo «exige», pero sonó como si lo hubiese pronunciado en otro idioma.

—¿Podrías imitarlo?

—Pues sonó algo así como
krevet
.

—¿
Krevet
?

—Sí, como en danés. O más bien noruego. Sí, tiene que ser eso. El que pronunció aquellas palabras y prendió fuego a la tienda hablaba noruego.

Linda sintió que se le aceleraba el pulso. «Tiene que tratarse del mismo noruego», concluyó. «Si no estamos ante una conspiración maquinada por una serie de personas procedentes todas ellas de Noruega, claro, pero eso no parece verosímil.»

—¿Dijo algo más?

—No.

—¿Cómo te llamas?

—Amy Lindberg.

Linda rebuscó en sus bolsillos hasta hallar un bolígrafo y se anotó el nombre y el número de teléfono en la muñeca.

Después estrechó la mano de la joven.

—Gracias por escucharme —dijo Amy Lindberg antes de marcharse hacia el centro de Ystad.

«Es decir, que existe un hombre llamado Torgeir Langaas», reflexionó Linda. «Y ese hombre se mueve en torno a mí como una misteriosa sombra.»

Comprobó que los trabajos de extinción habían entrado en una nueva fase; los movimientos eran más lentos, lo que confirmaba que el incendio no tardaría en quedar controlado. Vio a su padre hablando con el jefe de bomberos. Cuando se volvió hacia donde ella se encontraba, Linda se agachó, pese a que era imposible que él la distinguiese en la oscuridad. Stefan Lindman apareció caminando al lado de la joven a la que ella había visto llorando junto a la tienda en llamas. «Stefan Lindman sabe tratar con mujeres desoladas», se dijo. «Pero yo no suelo llorar; lo dejé cuando me hice mayor.» Los siguió con la mirada y vio que Stefan llevaba a la joven hasta un coche de policía y cruzaba con ella unas palabras antes de abrirle la puerta para que entrase.

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