Linda negó enfurecida con un gesto y regresó al dormitorio. Abrió el diario que había comenzado a leer, pidió mentalmente perdón por su indiscreción y buscó en el mes de agosto. Nada. Lo más llamativo era que, los días 7 y 8 de ese mes, Anna había tenido dolor de muelas y había acudido a la consulta del doctor Sivertsson. Linda recordó los días y frunció el entrecejo. El día 8 de agosto, Zebran, Anna y ella habían dado un largo paseo por Kåseberga. Fueron hasta allí en el coche de Anna; el hijo de Zebran se portó, por una vez, estupendamente, y las tres se turnaron para llevarlo en brazos cuando el pequeño se cansaba de caminar.
¿Dolor de muelas? Linda no lo recordaba.
De nuevo la invadió la sensación de que en el diario de Anna había cosas de lo más extrañas, como escritas en un código secreto. En primer lugar, ¿por qué? Y después, ¿qué podía significar una anotación sobre un dolor de muelas, sino, simplemente, eso? Siguió leyendo al tiempo que se esforzaba por detectar alguna alteración en el estilo. Anna cambiaba de bolígrafo constantemente, con frecuencia en mitad de un renglón. Linda dejó el diario y fue a la cocina para beber agua. Volvió de nuevo al diario y, de pronto, al pasar una página, contuvo la respiración. Al principio creyó que se había confundido, que no recordaba bien el nombre. Pero después comprendió que no, que era cierto. El día 13 de agosto, Anna había anotado en el diario: «Carta de Birgitta Medberg».
Volvió a leer aquellas líneas junto a la ventana, para ver mejor. El de Birgitta Medberg no era un nombre corriente. Dejó el diario en la repisa de la ventana y fue a buscar en la guía telefónica. No le llevó más que unos minutos comprobar que sólo había una Birgitta Medberg en la zona de Escania que recogía la guía. Llamó al servicio de información telefónica y preguntó por el nombre de Birgitta Medberg en todo el país. Había un puñado de personas llamadas así. Y sólo una geógrafa en Escania.
Linda siguió leyendo, ya excitada e impaciente, hasta la última y enigmática anotación sobre «las bombas, los peligros». Pero no había nada más sobre Birgitta Medberg.
«Una carta», reflexionó. «Anna desaparece. Y un par de semanas antes, recibe una carta de Birgitta Medberg, que también ha desaparecido. Y, en medio de todo esto, Anna cree haber visto a su padre en una calle de Malmö, después de una ausencia de veinticuatro años.»
Linda rebuscó por todo el apartamento. Aquella carta debía de estar en algún lugar. Mientras miraba en todos los cajones de Anna, ya no se sentía culpable. La carta, sin embargo, no estaba allí. Encontró otras cartas. Pero ninguna de Birgitta Medberg.
Cuando Linda salió del apartamento, llevaba consigo las llaves del coche de Anna. Fue en él hasta el café Hamncaféet y se tomó un bocadillo, que acompañó de una taza de té. Cuando salió del local, un joven de su misma edad le dedicó una sonrisa al verla. El tipo llevaba puesto un mono grasiento. A Linda le llevó un rato reconocer en él a uno de sus compañeros de clase de secundaria. Se pararon a charlar mientras Linda rebuscaba en su memoria en un esfuerzo vano por recordar su nombre. Él le tendió la mano, después de limpiársela en un pañuelo.
—Hago vela —explicó el joven—. Un viejo cascarón con un motor que se resiste, por eso estoy lleno de grasa.
—Te he reconocido enseguida —aseguró ella—. He vuelto a la ciudad.
—¿Y qué piensas hacer aquí?
Linda dudó un instante. Se preguntó por qué le vinieron a la mente las historias que solía contar su padre sobre las ocasiones en que, a lo largo de su vida, había decidido presentarse con otra profesión que la de policía.
Todos los policías tienen una puerta secreta, aseguraba. En ocasiones, eligen otra identidad en que enfundarse. Martinson suele decir que es agente inmobiliario y Svedberg el que murió, decía que era conductor de grúas en una empresa. Mi otro yo trabaja en una bolera inexistente de Eslöv
.
—He estudiado para ser policía —respondió Linda.
Y, en ese momento, recordó el nombre del compañero. Aquel hombre grasiento, que la miró con una sonrisa, se llamaba Torbjörn.
—¡Y yo que creí que querías dedicarte al tapizado de muebles!
—Sí, yo también. Pero cambié de opinión.
Ella ya se disponía a seguir su camino cuando él le tendió la mano.
—Ystad es una ciudad pequeña. Seguro que nos veremos por ahí.
Linda se apresuró a volver al coche, que había aparcado detrás del viejo teatro. «¿Qué pensarán de mí?», se dijo. «¿Se preguntarán por qué vuelvo a la ciudad como poli?» No halló ninguna respuesta. Como tampoco había hallado ninguna carta de Birgitta Medberg.
Ya en el coche, puso rumbo a Skurup, aparcó en la plaza y subió la calle hasta la casa en la que vivía Birgitta Medberg. En el rellano olía a guiso. Llamó a la puerta, pero nadie le abrió. Aplicó el oído y llamó a través de la ranura del correo. Cuando se hubo asegurado de que no había nadie en el apartamento, sacó su juego de ganzúas. «Vaya manera de empezar mi carrera policial, forzando puertas», se dijo al tiempo que notaba que comenzaba a sudar. Finalmente, se escurrió al interior del apartamento. El corazón le latía con fuerza. Registró el apartamento sin hacer ruido. Miró por todas partes, temerosa de que entrase alguien en cualquier momento. Ignoraba qué buscaba en realidad, quizá algo que le confirmase que había habido algún contacto, algún eslabón que uniese a Anna y a Birgitta Medberg.
A punto estaba de darse por vencida cuando halló un papel que había bajo el cartapacio verde del escritorio. No era una carta, sino el fragmento de un mapa. Una fotocopia de un antiguo mapa de agrimensor en la que ni la leyenda ni las cifras se distinguían con claridad.
Linda encendió la lámpara del escritorio. Con gran dificultad, logró descifrar parte de la leyenda: «Fincas de las inmediaciones de Rannesholm». Era un castillo, pero ¿dónde se encontraba exactamente? Había visto un mapa de Escania en la estantería. Lo desplegó y vio que Rannesholm estaba a tan sólo unas decenas de kilómetros al norte de Skurup. Volvió a observar el otro mapa. Pese a que la copia era bastante mala, creyó distinguir en ella algunas anotaciones y unas flechas que indicaban una dirección. Se guardó ambos mapas en el bolsillo de la cazadora, apagó la luz y estuvo escuchando un buen rato por la ranura del correo antes de, con suma precaución, abandonar el apartamento.
Habían dado las cuatro de la tarde cuando entró en la zona de recreo que rodeaba Rannesholm y dos lagos menores que había en la finca. «¿Qué estoy haciendo?», se preguntó. «¿Estoy inventándome una aventura, o un cuento, para que el tiempo pase más rápido?» Cerró el coche y pensó que empezaba a hartarse de aquel uniforme invisible. Bajó hasta la orilla. Una pareja de cisnes nadaba sobre la superficie del agua rizada por el viento. Por el oeste se acercaban nubes que amenazaban lluvia. Se subió la cremallera de la cazadora, aterida de frío. Aún era verano, pero se respiraba ya el otoño, inminente. Echó una ojeada al aparcamiento, que estaba vacío. El único coche que había allí era el de Anna. Al llegar a la orilla, se puso a lanzar piedras al agua. Había una conexión entre Anna y Birgitta Medberg, se decía, pero ignoraba qué era.
Lanzó otra piedra al agua. «Hay otra circunstancia que las une», siguió razonando. «Ambas están desaparecidas. Es posible que en la comisaría se tomen en serio una de las desapariciones; la otra, no.»
Los nubarrones se habían acercado más rápido de lo que ella había imaginado. Empezó a llover, y fue a buscar cobijo bajo un gran roble que se alzaba junto al aparcamiento. De repente, la situación se le antojó absurda. Ya se disponía a echar a correr bajo la lluvia en dirección al coche cuando descubrió algo que brillaba entre los arbustos mojados. Al principio pensó que sería una lata o un objeto de plástico. Apartó las ramas de los arbustos y vio la goma negra de un neumático. Le llevó un instante comprender qué era exactamente lo que veía. Apartó un poco más los arbustos. El corazón le latió acelerado. Echó a correr hasta el coche y marcó un número en el móvil. Por una vez, su padre llevaba su móvil encima, y, además, lo tenía encendido.
—¿Dónde estás? —le preguntó él.
Linda lo notó más cariñoso de lo normal. La explosión de la mañana había surtido efecto.
—Estoy en el castillo de Rannesholm. En el aparcamiento.
—¿Y qué haces ahí?
—Creo que deberías venir.
—No tengo tiempo. Estamos a punto de empezar una reunión en la que vamos a discutir algunas de las nuevas e insensatas consignas de la Dirección General de Policía.
—Pues sáltatela y ven aquí. He encontrado algo interesante.
—¿Qué?
—La Vespa de Birgitta Medberg.
Linda oyó la respiración de su padre.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Y cómo la has encontrado?
—Te lo contaré cuando llegues.
Linda oyó un ruido en la línea telefónica y se interrumpió la comunicación. Pero no volvió a llamar. Sabía que su padre acudiría.
La lluvia arreció. Linda aguardaba sentada en el coche. Alguien hablaba por la radio sobre el té chino de rosas. Linda pensó en todas las ocasiones en que había esperado a su padre. Todas las veces que había llegado tarde cuando tenía que ir a recogerla al aeropuerto o a la estación de tren de Malmö. Todas las veces que no llegó a presentarse y en que intentó disculparse con una sarta de excusas, a cual peor. Había intentado explicarle que se sentía humillada porque siempre hubiese algo que era más importante que ella. Su padre siempre decía que la comprendía, que iba a cambiar y que nunca más tendría que esperarlo. Pero, apenas pasaban unos meses, la situación volvía a repetirse.
En una ocasión, sólo en una, se vengó. Tenía veintiún años y era la época alocada y romántica en la que ella creía que tenía talento para el teatro; un sueño irrealizable que no tardó en enfriarse. Pero esa vez elaboró un plan con absoluta premeditación. Acordó con su padre que celebrarían juntos el día de Navidad en Ystad. Los dos solos. Ni siquiera estaría el abuelo, que llevaba poco tiempo viviendo con Gertrud. Hablaron largo rato por teléfono, planearon que comerían pavo para cenar y quién iba a prepararlo, puesto que ella estaba en Estocolmo y no era buena cocinera o, al menos, la cocina no le interesaba lo más mínimo.
Pasarían juntos tres días de aquella Navidad, con el árbol y los regalos y largos paseos por los alrededores, que, esperaban, estarían cubiertos de nieve. Él iría a buscarla al aeropuerto de Skurup la mañana del 24 de diciembre. Pero, el día anterior, Linda se fue a las islas Canarias con Timmy, su novio de entonces, que era hijo de padre argentino y madre sueco-finlandesa. Hasta la mañana del día de Navidad no lo llamó desde una cabina telefónica de Las Palmas para preguntarle si comprendía cómo solía sentirse ella. Su padre estaba fuera de sí, por la preocupación, sobre todo, pero también porque no podía comprender ni aceptar que ella hubiese sido capaz de actuar así. De repente, Linda empezó a llorar al teléfono. Todo su plan, su venganza, se volvía contra ella con toda su fuerza. ¿Qué había conseguido imitando a su padre? Nada. Se reconciliaron. Él estaba destrozado y le pidió perdón y le juró que no volvería a hacerle esperar. Después, cuando ella y Timmy regresaron de Las Palmas, acudió al aeropuerto de Kastrup, con infalible precisión, con dos horas de retraso.
Distinguió una luz al otro lado de la ventanilla. Puso en marcha el limpiaparabrisas para poder ver a través de la lluvia y comprobó que era su padre. Aparcó el coche ante ella y salió corriendo bajo la lluvia, entró en el coche y se sentó a su lado. Tenía prisa.
—Bien, explícate.
Linda le contó lo sucedido. Notó que la impaciencia de su padre la ponía nerviosa.
—¿Tienes aquí el diario? —la interrumpió él.
—¿Para qué iba a traérmelo? Ponía exactamente lo que acabo de decirte.
Él no hizo más preguntas. Linda continuó y, cuando hubo terminado, su padre tenía la mirada clavada en la abundante lluvia.
—Suena muy extraño —opinó él.
—Tú sueles decir que uno debe estar preparado para que se produzca lo inesperado.
Él asintió y la miró, antes de preguntar:
—¿Tienes impermeable?
—No.
—Yo tengo uno de reserva en el maletero.
Abrió la puerta y corrió de nuevo hacia su coche. A Linda no dejaba de sorprenderle el hecho de que la corpulencia de su padre le permitiese ser tan ágil y rápido. Ella lo siguió bajo la lluvia mientras él, ante el maletero, se ponía un impermeable y le tendía a ella otro que le llegaba casi por los tobillos. Después sacó una gorra con visera, con publicidad de un taller de reparación de vehículos, y se la encajó a la joven en la cabeza. Miró al cielo. El agua le corría por la cara.
—Esto debe de ser el Diluvio Universal —comentó—. No recuerdo que lloviese con tanta intensidad cuando yo era niño.
—Pues cuando yo era niña, llovía muchísimo —repuso Linda.
Kurt la animó a encabezar la marcha, y ella lo guió hasta el roble y apartó los arbustos. Su padre llevaba el móvil en el bolsillo del impermeable. Ella oyó cómo llamaba a la comisaría y lanzó un gruñido al ver que Svartman no acudía al teléfono con la diligencia suficiente. Quería comprobar el número de matrícula. Fue diciendo las cifras en voz alta, mientras Linda miraba la matrícula de la Vespa. El número coincidía. Terminada la conversación, volvió a guardar el móvil en el bolsillo.
En ese momento, la lluvia cesó. Sucedió tan rápido que no comprendieron lo que pasaba. Fue como la lluvia de una película, como si, después de una toma, hubiesen cortado el grifo.
—El Diluvio Universal se toma una pausa —observó él—. En efecto, has encontrado la Vespa de Birgitta Medberg. —Miró a su alrededor—. La Vespa de Birgitta Medberg. Pero no a la propietaria.
Tras titubear unos segundos, Linda sacó la fotocopia del mapa que había encontrado en la casa de Birgitta. En aquel preciso momento comprendió que había cometido un error. Pero él ya había visto que llevaba algo en la mano.
—¿Qué es eso?
—Un mapa de la zona.
—¿Dónde lo encontraste?
—Estaba aquí, en el suelo.
Él tomó el papel seco y la miró inquisitivo. «La pregunta que va a hacerme ahora no podré contestarla», se dijo.
Pero él no le preguntó cómo era que el papel estaba seco, cuando el suelo estaba empapado. Estudió el mapa, miró hacia el lago, hacia la carretera, hacia el aparcamiento y hacia los senderos que se adentraban en el bosque.