—Así que vino aquí —observó el padre—. Pero es una zona muy extensa.
Examinó el suelo alrededor del roble y de los arbustos entre los que estaba oculta la Vespa.
Linda lo observaba, intentando seguir su razonamiento. De repente, la miró.
—¿Cuál es la primera pregunta a la que debemos hallar respuesta?
—Si escondió la moto o si la dejó aquí sólo para que no se la robaran —contestó Linda.
Él asintió.
—Hay una tercera posibilidad.
Linda cayó en la cuenta enseguida. En realidad, debió haber pensado en ello desde el principio.
—Que la haya escondido otra persona.
Él volvió a asentir.
Un perro apareció corriendo por uno de los senderos. Era blanco con manchas negras. Linda no lograba recordar el nombre de aquella raza. Poco después, llegó otro perro igual y, después, un tercero, seguido de una mujer que llevaba un chubasquero y avanzaba con paso rápido. La mujer llamó a los perros y les puso la correa tan pronto como vio a Linda y a su padre. Tendría unos cuarenta años de edad, era alta, rubia y atractiva. Linda observó la transformación que solía sufrir su padre cuando una mujer guapa se cruzaba en su camino: ponía la espalda recta, alzaba la cabeza para que no se le notaran las arrugas del cuello y metía el estómago.
—Siento molestarla. Me llamo Wallander, de la comisaría de Ystad.
La mujer lo miró con desconfianza.
—¿Puedo ver la placa?
Él rebuscó hasta dar con su cartera y le mostró la identificación, que la mujer estudió con detenimiento.
—¿Ha ocurrido algo?
—No. ¿Sueles pasear a los perros por aquí?
—Dos veces al día.
—Lo que significa que conoces bien los senderos de la zona, ¿no?
—Pues sí, bastante bien. ¿Por qué?
Él hizo caso omiso de su pregunta.
—¿Sueles ver gente por aquí?
—Cuando se acerca el otoño, no es muy frecuente. En verano y en primavera sí. Pero dentro de poco sólo frecuentarán estos parajes un puñado de personas con sus perros. Es una zona muy agradable, y los perros pueden andar sueltos.
—Se supone que deben ir atados, ¿no? Lo dice el cartel.
Él señaló el indicador y ella lo miró inquisitiva.
—¿Y por eso has venido hasta aquí? ¿Para atrapar a damas solitarias que pasean a perros sin correa?
—No. Quiero que veas algo.
Los perros tironeaban de las correas. Wallander apartó algunos de los arbustos tras los que se ocultaba la Vespa.
—¿La has visto con anterioridad? Es propiedad de una mujer de unos sesenta años llamada Birgitta Medberg.
Los perros querían acercarse a husmear, pero la mujer parecía fuerte y logró sujetarlos. Su respuesta fue decidida.
—Sí —declaró—. He visto tanto la moto como a la mujer. Varias veces.
—¿Cuándo la viste por última vez?
La mujer rebuscó en su memoria.
—Ayer.
Él lanzó una mirada fugaz a Linda, que escuchaba algo apartada.
—¿Estás segura?
—No. Creo que fue ayer.
—¿Cómo es que no estás segura?
—Es que últimamente la he visto a menudo.
—¿Desde cuándo?
De nuevo, la mujer reflexionó unos segundos antes de contestar.
—Desde julio, quizá la última semana de junio. Entonces la vi por primera vez, paseando por un sendero al otro lado del lago. Incluso charlamos un rato. Me contó que estaba descubriendo y cartografiando viejos senderos ya en desuso en los terrenos de Rannesholm. Después de ese día me la encontraba de vez en cuando. La mujer contaba muchas cosas interesantes. Por ejemplo, ni mi marido ni yo sabíamos que por nuestra propiedad cruzaba una antigua vía de peregrinos. Es que nosotros vivimos en el castillo. Mi marido es administrador de fondos. Me llamo Anita Tademan. —La mujer miró la Vespa entre los arbustos. De repente, su rostro adoptó una expresión grave—. ¿Qué ha ocurrido?
—No lo sabemos. Sólo me queda una pregunta importante que hacerte. La última vez que la viste, ¿dónde fue? ¿En qué sendero?
La mujer señaló por encima de su hombro.
—Por el que yo he salido hoy. Es el mejor cuando llueve mucho. Me contó que había encontrado un sendero totalmente oculto bajo la maleza a unos quinientos metros hacia el interior del bosque. Junto a un tronco de haya caído, allí la vi.
—Bien, pues ya no te molesto más —aseguró él—. Anita Tademan, ¿verdad?
—Exacto. Pero ¿qué ha pasado?
—No es seguro, pero cabe la posibilidad de que Birgitta Medberg haya desaparecido.
—¡Qué horror! ¡Una mujer tan amable!
—¿Iba siempre sola? —quiso saber Linda.
No había preparado aquella pregunta; simplemente, se le escapó de los labios antes de que ella pudiera reaccionar. Su padre la miró perplejo, pero no se molestó.
—Yo nunca la vi acompañada —aseguró la mujer—, y la verdad es que eso me sorprende.
—¿Qué quieres decir? —intervino entonces su padre.
—Pues que en estos tiempos las mujeres no van solas por ahí, campo a través o por los bosques. Yo no salgo nunca si no voy con los perros. Hay mucha gente rara vagando por todo el país. El año pasado tuvimos por aquí a un exhibicionista. Y creo que la policía nunca llegó a echarle el guante. En fin, desde luego, me gustaría saber qué le ha pasado a Birgitta Medberg.
La mujer soltó a los perros y tomó un camino que conducía hasta el castillo. Linda y su padre se quedaron mirándola mientras se alejaba.
—Muy guapa —comentó el padre.
—Rica y esnob —observó Linda—. Me temo que no es tu tipo.
—No te creas —replicó él—. Sé comportarme. Tanto Kristina como Mona se dedicaron a educarme. —Miró el reloj y después al cielo—. Quinientos metros… Está bien, iremos hasta allí y veremos qué encontramos.
Enfiló hacia el sendero a buen ritmo. Linda se vio obligada a apretar el paso para no quedarse atrás. Allí, bajo los árboles, olía intensamente a tierra mojada. El sendero serpenteaba entre rocas y raíces. Una paloma torcaz levantó el vuelo desde la copa de un árbol y, al poco, otra más.
Fue Linda quien descubrió el sendero. Su padre iba tan rápido que no se percató de que se bifurcaba. Ella lo llamó y él se detuvo, dio media vuelta y comprendió que su hija tenía razón.
—Fui contando —explicó ella—. Hasta aquí hay algo más de cuatrocientos cincuenta metros.
—Anita Tademan dijo quinientos.
—Si no cuentas cada paso, quinientos metros es lo mismo que cuatrocientos o que seiscientos.
—Te aseguro que sé cómo calcular distancias —replicó su padre, que parecía enojado.
Siguieron el nuevo sendero, no sin dificultades. Pero los dos descubrieron las leves huellas de unas botas. «Un par de botas», precisó Linda para sí. «O sea, una sola persona.»
El sendero los condujo hasta el interior de un bosque virgen que no parecía haber sido limpiado nunca. Después el bosque finalizaba bruscamente, al borde de un barranco, una especie de quebrada que dividía el bosque en dos. El padre se acuclilló y removió el musgo con un dedo. A Linda se le ocurrió que parecía un obeso y vigoroso indio sueco que había conservado intacta su perspicacia para descubrir senderos. A punto estuvo de echarse a reír.
Bajaron por el barranco con suma precaución. Linda se enredó el pie en unas ramas y cayó al suelo. Una rama, al quebrarse, sonó como un disparo que retumbó en el bosque. Los pájaros, asustados, alzaron el vuelo.
—¿Estás bien?
Linda se sacudió la ropa.
—Sí.
Kurt fue apartando los matorrales. Linda estaba justo detrás de él. Y entonces vieron una cabaña, parecida a la casa de la bruja de los cuentos, con la parte posterior apoyada en un sillar de piedra. Los dos aguzaron el oído. Todo estaba en silencio. Tan sólo unas cuantas gotas de lluvia tardías que caían sobre las hojas.
—Espérame aquí —le dijo Wallander al tiempo que se encaminaba hacia la puerta.
Al principio Linda obedeció, pero, cuando él echó mano del picaporte, se le acercó. Él abrió y se llevó un sobresalto. Resbaló y cayó hacia atrás. Linda se hizo a un lado de un brinco y, desde donde estaba, a través de la puerta abierta, atisbó el interior de la cabaña. En un primer momento, no supo qué era lo que entreveía.
Después, comprendió que habían encontrado a Birgitta Medberg. O, al menos, parte de ella.
El vacío
Aquello que vio a través de la puerta, lo que hizo que su padre retrocediese de un salto y cayese boca arriba, era algo que ella ya había visto antes, cuando era niña. Una imagen centelleó en su memoria. La había visto en un libro que Mona había heredado de su madre, la abuela a la que Linda jamás llegó a conocer. Era un volumen grueso y pesado, con caligrafía antigua; un libro con relatos de la Biblia. Recordaba las ilustraciones que había tras las finas páginas sedosas. Una de las imágenes representaba la misma escena que ahora veía, con la única diferencia de que, en el libro, la ilustración mostraba la cabeza de un hombre con barba y los ojos cerrados colocada encima de una bandeja reluciente y, al fondo, una mujer, Salomé, envuelta en velos. Aquella imagen le había causado una honda impresión.
Ahora, cuando la imagen había escapado del libro o de su memoria para encarnarse en la cabeza de una mujer, aquella tremenda experiencia de la niñez desapareció. Linda miraba fijamente la cabeza seccionada de Birgitta Medberg que yacía a un lado, en el suelo. Muy cerca estaban sus manos, entrelazadas. Y eso era todo. Faltaba el resto del cuerpo. Linda oyó gritar a su padre a sus espaldas al tiempo que sentía su mano apartándola de allí.
—¡No mires eso! —exclamó—. Vete a casa ahora mismo. No tienes por qué ver estas cosas.
Dicho esto, cerró la puerta con decisión. Linda estaba tan asustada que no cesaba de temblar. Trepó por el repecho del barranco y, en la subida, se rasgó los pantalones. Su padre la seguía a muy pocos pasos. Corrieron hasta que ganaron el sendero más grande y transitado.
—¿Qué ha pasado? —chilló Linda—. ¿Qué era eso?
Su padre llamó a la comisaría y pidió una intervención masiva. Ella lo oyó pronunciar las palabras del código que utilizaba para, por lo menos, mantener alejados a algunos de los periodistas y curiosos que siempre trataban de sintonizar la emisora de la policía. Luego regresó al aparcamiento, dispuesto a aguardar. Catorce minutos después, se oyeron las primeras sirenas, todavía lejanas. Mientras esperaban, ninguno de los dos pronunció palabra. Linda, conmocionada, quería estar cerca de su padre. Pero él iba y venía, y se apartaba de ella, que seguía sin comprender. Al mismo tiempo, otro miedo empezó a abrirse paso en su conciencia: el miedo por Anna. «Tiene que haber una relación entre los dos casos» , se decía. «Y ahora una de las dos está muerta, descuartizada.» Interrumpió su reflexión y se puso en cuclillas; comprendió que no era nada, tan sólo un pequeño mareo que no tardaría en pasar.
Ahora era ella la que le daba la espalda a su padre. Intentaba pensar; pensar con claridad, despacio y con decisión, pero sobre todo con claridad. Aquélla había sido una máxima recurrente en la Escuela Superior de Policía. En cada situación, ya se tratase de separar a unos borrachos enzarzados o de impedir que alguien cometiese un aparatoso suicidio, siempre había que tener presente aquel requisito: pensar con serenidad. Un policía que no piensa con serenidades un mal policía. Aquellas palabras las tenía escritas y fijadas al espejo del cuarto de baño y junto a la cama, en la Escuela. Esa exigencia le imponía su ingreso en el Cuerpo: tratar de pensar con serenidad en todo momento. Pero ¿cómo coño iba a pensar con serenidad cuando lo que más le apetecía hacer era ponerse a llorar? No existía el menor asomo de serenidad en su cabeza, ofuscada por el terrible descubrimiento de aquella cabeza seccionada y aquellas manos entrelazadas. Y, peor aún, también por algo que se le imponía despacio, en silencio, como un río a punto de desbordarse de su lecho: ¿qué le había sucedido a Anna? Nuevas imágenes, que de buen grado habría deseado poder desechar, surgían en su mente. La cabeza de Anna, las manos de Anna, la cabeza de Juan Bautista y las manos de Anna, la cabeza de ésta y las manos de Birgitta Medberg.
Había empezado a llover de nuevo. Echó a correr hasta donde estaba su padre y le tiró de la cazadora.
—¿Comprendes ahora que a Anna ha podido ocurrirle algo?
Él la tomó por los brazos intentando mantenerla apartada.
—Cálmate. La persona que estaba dentro era Birgitta Medberg, no Anna.
—Anna escribió en su diario que conocía a Birgitta Medberg. Y Anna también ha desaparecido. ¿No lo comprendes?
—Tranquilízate. Es lo mejor que puedes hacer.
Linda se quedó tranquila. O, más bien, como paralizada, pero al fin y al cabo, quieta y en silencio. Inmediatamente después, se oyeron más próximos los aullidos de las sirenas, la manada de policías estaba en camino; no tardaron en entrar derrapando en el aparcamiento. Salieron y se situaron alrededor de su padre, no sin antes calzarse las botas de goma y ponerse los chubasqueros, que todos parecían llevar preparados en el maletero de los coches. Linda se mantenía fuera del círculo. Pero nadie opuso objeción alguna cuando se les acercó y se incorporó a él. Martinson fue el único que le hizo una señal de asentimiento. Tampoco él cuestionaba su presencia allí. Y fue allí, en aquel instante, en aquel aparcamiento del castillo de Rannesholm, donde cortó, definitivamente, el cordón umbilical que la unía a la Escuela de Policía. Ella los siguió, en un extremo de la fila que fue avanzando hasta desaparecer en el interior del bosque. Se percató de la autoridad de su padre, pero también de lo desagradable que a éste le resultó ordenar que acordonasen todo el aparcamiento para evitar que se agolpasen allí los curiosos. Empleó justamente aquella palabra, «los curiosos», como si pertenecieran a una clase especial de personas.
Linda los seguía como el último eslabón de la larga cadena. Cuando, al pasar por su lado, a uno de los técnicos criminalistas se le cayó un trípode para los focos, ella lo recogió y lo llevó el resto del camino.
No dejaba de pensar en Anna. El miedo le martilleaba con fuerza la conciencia. Aún no era capaz de pensar con serenidad. Pero sabía que debía mantenerse en aquella larga cadena, aunque ella fuera el último eslabón. Al final, alguien, tal vez incluso su propio padre, comprendería que no se trataba sólo de Birgitta Medberg, sino también, y en la misma medida, de su amiga Anna.