Como movida por una intuición, levantó la colcha y halló una camiseta de la talla XXL, de color azul marino, con publicidad de la compañía aérea británica Virgin. La olió, pero no estaba impregnada del perfume de Anna, sino de un fuerte olor a detergente o a loción para después del afeitado. Extendió la camiseta sobre la cama. Sabía que Anna solía dormir en camisón. Además, era bastante exigente y no se la imaginaba usando una camiseta con publicidad de una compañía aérea inglesa ni una sola noche.
Se sentó en el borde de la cama y se quedó mirando la camiseta. «En la Escuela de Policía no aprendimos nada acerca de camisetas de otros halladas en la cama de una amiga desaparecida», se dijo. Empezó a cavilar sobre qué habría hecho su padre en su lugar. Durante el tiempo en que ella asistía a las clases en la Escuela, él solía contestar con prolijidad a sus preguntas, cada vez más complejas, cuando se veían durante las vacaciones. Él le había hablado sobre diversos casos de investigación y ahora sabía que solía tener un punto de partida al que siempre retornaba y que solía repetir como un mantra antes de comenzar la investigación del escenario de un crimen. «Siempre hay algo que se nos pasa por alto», solía decirle. «Y hay que intentar dar con el detalle que no detectamos de inmediato» La muchacha echó una ojeada al dormitorio. «¿Qué es lo que no veo? Lo que me preocupa no es lo invisible, sino lo que se ve. Una colcha que no está bien estirada, una camiseta que aparece donde debería haber un camisón…»
De pronto, el teléfono sonó en la sala de estar y la sobresaltó. Se puso de pie, fue a la sala y se quedó mirando el contestador. ¿Debía responder? Alargó el brazo, pero lo retiró enseguida. Después de la quinta señal, saltó el contestador. Era Henrietta.
Soy yo. Sólo quería decirte que tú amiga Linda, esa que, curiosamente, ha decidido hacerse policía, ha estado aquí preguntando dónde te metías. Sólo eso. Llámame cuando tengas tiempo. Adiós
.
Linda volvió a escuchar el mensaje. La voz de Henrietta, muy tranquila, ningún mensaje entre líneas, ninguna preocupación, nada fuera de lo normal… La crítica, tal vez incluso el desprecio por que su hija tuviese una amiga tan estúpida como para querer ponerse un uniforme… Notó que aquello la irritaba. Tal vez Anna pensaba lo mismo. Quizá le disgustaba e incluso despreciaba la profesión elegida por Linda. «Me da igual», resolvió. «Por mí, Anna puede estar ausente todo el tiempo que quiera.» Fue a la cocina, llenó una jarra con agua del grifo y regó las plantas antes de abandonar el apartamento para ir al de la calle de Mariagatan.
A eso de las siete, cuando su padre cruzó la puerta, Linda ya se había preparado la cena y había terminado de comer. Calentó la comida que le había guardado mientras él se cambiaba. Ella le hizo compañía en la cocina mientras cenaba.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Linda.
—¿Con la mujer desaparecida?
—¿Con qué, si no?
—La tienda de pinturas lleva ese tema.
Linda lo miró perpleja.
—¿La tienda de pinturas?
—Pues sí. Tenemos un policía judicial que se llama Svartman. Y otro que se llama Grönkvist
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. Son relativamente nuevos aquí y suelen trabajar juntos. Negro y Verde forman la Tienda de Pinturas en nuestra jerga. El hecho de que la mujer de Svartman se llame Rosa completa el cuadro. El caso es que ellos dos van a intentar averiguar dónde se ha metido Birgitta Medberg. Nyberg iba a echarle una ojeada a su apartamento. Hemos decidido que hay que tomarse en serio esta desaparición, así que ya veremos.
—¿Y tú qué crees?
Él apartó el plato.
—Hay algo que resulta inquietante. Pero, claro, puedo estar equivocado.
—En concreto, ¿qué es lo que te inquieta?
—Algunas personas, simplemente, no desaparecen. Y si lo hacen, es porque ha ocurrido algo. Lo sé, supongo, por experiencia. —Se levantó para preparar el café—. Hace casi diez años desapareció una comercial de una inmobiliaria. Me figuro que lo recuerdas, ¿no? Lo que quizá no sepas es que era muy creyente, pertenecía a una Iglesia libre, y tenía hijos pequeños. En aquel caso, cuando el marido denunció su desaparición, comprendí enseguida que algo había sucedido. Y acerté. La habían asesinado.
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—Birgitta Medberg es viuda, no tiene hijos pequeños y tampoco pertenece a ninguna Iglesia. ¿Te imaginas a esa monumental hija suya acudiendo a la iglesia?
—Cualquiera puede ser religioso, creo yo. Incluso tú. Pero no se trata de eso. Estoy hablándote de lo inesperado, de lo intangible.
Linda le contó su segunda visita al apartamento de Anna, con todo lujo de detalles, mientras su padre la observaba cada vez más desabrido.
—No deberías meterte en eso. Si ha sucedido algo, es cosa de la policía y del fiscal.
—Ya, pero yo soy policía, ¿no?
—Tú eres policía en prácticas y vas a trabajar en seguridad ciudadana, procurando que en las calles y plazas de los pueblecitos de Escania haya un poco de paz.
—Pues, la verdad, a mí me extraña mucho que haya desaparecido.
Kurt Wallander dejó el plato y la taza en el fregadero.
—Si de verdad crees que ha pasado algo, te sugiero que pongas una denuncia.
Salió de la cocina. Linda, que se había quedado allí sentada, oyó que encendía el televisor. Su ironía la irritó. Sobre todo porque, en el fondo, sabía que tenía razón.
Permaneció, pues, sentada y enfurruñada en la cocina hasta que se sintió con fuerzas para enfrentarse de nuevo a su padre. Él estaba sentado en la sala de estar y se había quedado dormido en el sillón. Cuando empezó a roncar, Linda lo zarandeó un poco para que se despertara. Él se sobresaltó y alzó las manos, como si lo estuvieran atacando. «Exactamente así habría reaccionado yo», constató Linda. «Otro punto en común.» Él entró en el cuarto de baño antes de irse a la cama. Linda se quedó viendo una película en la que, por más que lo intentó, no pudo concentrarse. Poco antes de la medianoche, también ella se fue a dormir. Soñó con Herman Mboya, el joven que había vuelto a Kenia y había abierto su propia consulta en Nairobi.
De repente, el móvil la despertó. El aparato empezó a vibrar junto a la lámpara de la mesilla de noche. Ella respondió y, al hacerlo, vio que eran las tres y cuarto. Al otro lado de la línea no se oía nada salvo la respiración de alguien. Después interrumpieron la llamada. Linda estaba segura. Quienquiera que hubiese llamado, aquello tenía que ver con Anna. Estaba segura de que acababa de recibir un mensaje sin palabras, tan sólo una respiración, pero un mensaje importante.
Fue incapaz de volver a conciliar el sueño. Su padre se levantó a las seis y cuarto. Ella esperó a que él se duchase y se vistiese tranquilamente. Cuando lo oyó trastear en la cocina, también ella se levantó. Su padre se sorprendió al verla en pie y vestida tan temprano.
—Me voy contigo a la comisaría.
—¿Y eso?
—He estado pensando en lo que dijiste ayer. Eso de que, si estaba preocupada, debía poner una denuncia. Y eso voy a hacer. Así que iré contigo para denunciar la desaparición de Anna Westin. Y para decir que creo que le ha sucedido algo grave.
Linda no pudo adivinar que su padre iba a sufrir uno de sus insoportables accesos de furia. Recordaba el miedo que sentía en su niñez, el miedo que sentían tanto ella como su madre, al contrario de lo que hacía su abuelo, que simplemente se encogía de hombros o le respondía con un rugido. Se acordó de cómo, de niña, buscaba desesperada algún indicio que revelase que uno de aquellos ataques estaba a punto de estallar. Una mancha roja en la frente, justo en el entrecejo, solía ser la señal, aunque, por lo general, aparecía cuando el acceso ya había comenzado.
Y aquella mañana en la que Linda decidió transformar la desaparición de Anna en un asunto policial, no se esperaba la reacción de su padre. El caso es que, de pronto, éste arrojó un montón de servilletas de papel contra el suelo. Fue algo cómico, pues su padre esperaba provocar un gran estrépito, pero todo quedó en la caída libre de una montaña de servilletas sobre el suelo de la cocina. Pero Linda volvió a sentir aquel temor de la niñez. Al instante desfilaron por su mente todas las ocasiones en que, de pequeña, se había despertado, empapada en un sudor frío, tras tener pesadillas en las que su padre pasaba de una amabilidad sonriente a un repentino acceso de ira. Recordaba también qué le había dicho Mona, su madre, en alguna ocasión, ya después de separarse.
Él no lo entiende. Él no comprende el terror que desencadena el tener que enfrentarse a un ataque de cólera inmotivado e imprevisto
. Linda recordaba la continuación
: Yo creo que sólo le dan aquí, en casa. Seguro que los demás lo ven como un gigantón sin mala fe, como un buen policía, aunque un tanto extraño. Si se pone furioso en el trabajo, está justificado, pero aquí, en casa, es como si dejase suelto a un salvaje, a un terrorista por el que siento tanto temor como odio
.
Linda pensaba en las palabras de Mona sin dejar de observar a su padre, tan alto. Aún estaba indignado y había empezado a desparramar aún más las servilletas.
—¿Por qué no me escuchas cuando te hablo? ¿Cómo piensas llegar a ser una buena policía si crees que se ha cometido un crimen cada vez que una de tus amigas no contesta al teléfono?
—No es eso.
Él tiró al suelo el resto de las servilletas. «Como un niño», sentenció Linda. «Un niño que tira al suelo la comida porque no le gusta.»
—No me interrumpas. ¿Es que no habéis aprendido nada en la Escuela de Policía?
—Yo aprendí a tomarme las cosas en serio. De lo que aprendieron los demás, no sé nada.
—Serás el hazmerreír.
—Bueno, pues seré el hazmerreír. Pero Anna ha desaparecido.
El ataque pasó con la misma rapidez con que había estallado. Sobre una de sus mejillas se veían unas gotas de sudor. «Un acceso de ira breve», consideró Linda. «Extraordinariamente breve, y no tan intenso como los de antes. O no se atreve a emprenderla conmigo o está haciéndose viejo. Y seguro que ahora me pedirá perdón.»
—Espero que me disculpes.
Linda no respondió. En cambio, se puso a recoger las servilletas del suelo. Las arrojó al cubo de la basura y, en ese preciso instante, se dio cuenta de que tenía palpitaciones. «Siempre me asustarán sus ataques», constató.
Su padre, que se había sentado en una silla, parecía abochornado.
—Te aseguro que no sé qué me pasa.
Linda lo miró fijamente y esperó a que sus miradas se encontrasen para decirle lo que pensaba.
—No conozco a nadie que necesite follar tanto como tú.
Él dio un salto en la silla, como si lo hubiesen golpeado, al tiempo que se ruborizaba.
Linda le dio una palmada en la mejilla con toda la amabilidad de que fue capaz.
—Sabes que tengo razón. Pero, para que no tengas que pasar vergüenza, iré a pie a la comisaría. Tú puedes ir solo en el coche.
—Precisamente hoy había pensado ir dando un paseo.
—Pues hazlo mañana. No me gusta que grites. Ahora quiero estar sola.
El padre se marchó con la cabeza gacha. Linda se cambió de blusa, pues había sudado mucho, al tiempo que sopesaba la posibilidad de no denunciar la desaparición de Anna, y salió del apartamento sin haber conseguido decidirse.
Brillaba el sol, el viento soplaba a rachas. Linda permaneció un rato de pie en medio de la calle de Mariagatan, sin saber qué hacer. Ella solía ufanarse de ser capaz de tomar resoluciones con facilidad. Pero, cuando estaba con su padre, aquella capacidad la abandonaba. Pensó indignada que no podían tardar ya más en darle el apartamento que había solicitado en uno de los edificios situados a la espalda de la iglesia de Mariakyrkan. No podía vivir eternamente en casa de su padre.
Dejó de cavilar y puso rumbo a la comisaría. Si algo le hubiese sucedido a Anna, jamás podría perdonarse el no haber reaccionado ante sus sospechas. Y, en tal caso, su carrera como policía habría terminado antes de empezar.
De camino, pasó por Folkparken. En una ocasión, siendo todavía una niña, había ido a ese parque con su padre. Fue un domingo, tal vez a principios del verano, y vieron a un mago que sacaba monedas de oro de detrás de las orejas de los niños que lo rodeaban. Pero el recuerdo quedaba empañado por algo que había sucedido poco antes. Lo recordaba con claridad. Se había despertado en su dormitorio a causa de la discusión que sus padres mantenían en la sala de estar. Las voces se elevaban y bajaban de volumen, pero ella oyó que discutían por algo relacionado con el dinero, con un dinero que no había, o que faltaba, o que se había malgastado. De repente, oyó que su madre lanzaba un grito y se echaba a llorar. Cuando Linda se levantó de puntillas, y entornó la puerta de la sala de estar, vio que su madre sangraba por la nariz. Su padre estaba de pie, junto a la ventana, con el rostro enrojecido. Comprendió enseguida que él había golpeado a su madre. Sólo porque faltaba dinero.
Se detuvo sobre la acera y el sol la obligó a entornar los ojos. Al recordarlo, se le hizo un nudo en la garganta. Volvía a sentirse allí, en la puerta de la sala de estar, mirando a sus padres y pensando que sólo ella podía resolver aquel problema. Pensando que ella no quería que Mona sangrase por la nariz. De modo que regresó a su habitación para buscar su hucha. Después, entró en la sala de estar y la colocó sobre la mesa. Se hizo un silencio absoluto. Sus pasos hasta la mesa fueron como un deambular solitario por el desierto, con una pequeña hucha en la mano.
No pudo contener el llanto. Se frotó los ojos y se dio la vuelta, como si quisiera despistar a su memoria. Torció para tomar la calle de Industrigatan y decidió que esperaría un día más, antes de denunciar la desaparición de Anna; además, en lugar de ir a la comisaría, iría al apartamento de su amiga. «Una vez más», se animó. «Si alguien ha estado allí desde ayer tarde, lo notaré enseguida.» Llamó al timbre de la puerta, pero nadie respondió. Cuando hubo abierto la puerta, volvió a permanecer unos minutos en el vestíbulo, alerta. Dejó que su mirada vagase a su alrededor, con todas sus antenas listas para captar la menor señal. Pero fue inútil.
Siguió hasta la sala de estar. «El correo», pensó de pronto. «Aunque Anna no escriba nunca cartas ni postales, tienen que llegarle cosas por correo: publicidad, comunicados del ayuntamiento, algo. Pero aquí no hay nada.»
Por enésima vez, recorrió el apartamento. La cama estaba tal y como ella la había dejado el día anterior. Se sentó en la sala de estar y trató de recapitular. Anna llevaba tres días desaparecida. Si es que había desaparecido.