Siguió la operación mientras el día cedía poco a poco al atardecer y, finalmente, a la noche. Los nubarrones iban y venían, la tierra estaba empapada, y los focos que habían instalado proyectaban su juego de luces y sombras sobre el barranco. Los técnicos criminalistas habían trazado un pequeño sendero de acceso a la cabaña. Linda procuraba no estorbar y, a cada paso que daba, se aseguraba de que pisaba sobre la huella de otro agente. A veces su mirada se cruzaba con la de su padre, pero era como si éste no la viera. Ann-Britt Höglund estaba siempre junto a él. Linda la había visto alguna que otra vez desde que regresó a Ystad. No le gustaba, y tenía la sensación de que su padre debería andarse con cuidado con ella. Ese día, Ann-Britt apenas había saludado a Linda, y ésta sospechaba que no sería fácil trabajar con ella. Ann-Britt Höglund era agente de la brigada judicial y ella una simple policía en prácticas que no había empezado siquiera a trabajar y que tendría que vérselas mucho tiempo con el jaleo de las calles y las plazas antes de poder especializarse.
Observaba el trabajo que realizaban: en todo momento, el orden y la disciplina, las rutinas y los procedimientos exhaustivos, parecían rozar el caos. De vez en cuando, alguien alzaba la voz, las más de las veces el irascible Nyberg, que maldecía sin parar porque los policías no vigilaban dónde ponían el pie. Tres horas después de que se hubiese iniciado el trabajo, se llevaron la cabeza y las manos de Birgitta Medberg metidas en bolsas de plástico. Toda actividad cesó al paso de los miembros seccionados. Pese a que el plástico era muy grueso, Linda intuyó la silueta del rostro y las manos de Birgitta Medberg.
Reanudaron la tarea. Nyberg y sus hombres recorrían la zona gateando, alguien aserraba las ramas o limpiaba el terreno de lodo, otros instalaban focos o reparaban generadores que no terminaban de funcionar bien. Todos iban y venían, sonaban los móviles y, en medio de aquel trajín, su padre se mantenía inmóvil, como si unas cuerdas invisibles le mantuviesen las manos atadas a la espalda. Linda sintió lástima, la conmovió su soledad y la exigencia de estar siempre preparado para contestar al incesante fluir de preguntas que le hacían y, por si fuera poco, tomar las decisiones necesarias para que la inspección del lugar del crimen no se detuviese. «Un equilibrista inseguro», concluyó Linda, «así es como lo veo. Un policía en la cuerda floja, que debería perder peso y hacer algo por remediar su soledad.»
Kurt Wallander descubrió su presencia cuando ya era muy tarde. Concluyó una conversación telefónica y se volvió enseguida hacia Nyberg, que sostenía un objeto en sus manos a la luz de una de las linternas contra las que chocaban y quedaban achicharrados los insectos nocturnos. Linda dio un paso adelante para verlo ella también. Nyberg le dio a su padre un par de guantes de goma que él se enfundó con dificultad en las gruesas manos.
—¿Qué es? —lo oyó preguntar.
—A menos que estés totalmente ciego, deberías ver que se trata de una Biblia.
A él no pareció importunarlo aquel hombre airado de cabello escaso y crespo.
—Una Biblia —prosiguió Nyberg—. Estaba en el suelo, junto a las manos. De hecho, hay en ella huellas digitales impresas en sangre. Pero pueden ser de otra persona, claro.
—¿Del asesino?
—Es posible. Todo es posible. En la cabaña hay sangre por todas partes. Debe de haber sido una escena atroz. Quien lo hizo, fuera quien fuese, quedó empapado en sangre.
—¿Hay armas, blancas o de fuego?
—No, nada. Pero esta Biblia es, aparte de por las manchas de sangre, muy extraña.
Linda dio un paso más hacia el grupo, y vio que su padre se ponía las gafas.
—El Libro de las Revelaciones está lleno de tachaduras y de notas —declaró Nyberg.
—Bueno, a ver, yo no me sé la Biblia, así que dime qué tiene de extraño.
Nyberg hizo una mueca, pero no cedió a la tentación de enzarzarse en una pelea.
—¿Y quién conoce la Biblia? Pero el Libro de las Revelaciones es un capítulo, o como quiera que se llame, muy importante. —Lanzó entonces una mirada rápida hacia Linda—. ¿Sabes tú si se llama capítulo?
Linda se estremeció.
—Ni idea.
—Ya lo ves, tampoco la juventud lo sabe. Pero, como quiera que se llame, alguien ha escrito algo entre los renglones de éste, ¿lo ves? —dijo Nyberg, y señaló una página.
Kurt Wallander se acercó el libro a las gafas.
—Veo algo entre los renglones que parecen patitas de color gris.
Nyberg llamó a un agente que se llamaba Rosén. Un hombre, embarrado hasta la cintura, apareció al cabo de un instante agitando una lupa. Kurt Wallander volvió a intentarlo.
—Sí, alguien ha escrito algo entre los renglones. ¿Qué es lo que dice?
—Verás, yo he logrado descifrar dos líneas —adelantó Nyberg—. Y parece que la persona que ha añadido el texto no está satisfecha con lo que dice el original. Vamos, que se ha dedicado a corregir la palabra de Dios.
Kurt Wallander se quitó las gafas.
—¿A qué te refieres con la «palabra de Dios»? ¿Es que no puedes hablar de un modo comprensible?
—Pues yo creía que la Biblia era la palabra de Dios. ¿Cómo quieres que me exprese, a ver? De todos modos, yo creo que el hecho de que alguien se dedique a corregir los textos de la Biblia es muy interesante. ¿Acaso una persona en su sano juicio haría algo así?
—Vamos, un chiflado. ¿Qué es esta cabaña exactamente? ¿Una vivienda o un escondite?
Nyberg negó con un gesto.
—Es demasiado pronto para saberlo. Pero, por otro lado, la vivienda y el escondite suelen ser una sola cosa para la gente que quiere mantenerse apartada, ¿no es cierto? —Hizo un gesto hacia el bosque que se extendía en completa oscuridad detrás de los focos—. Los perros han rastreado todo el terreno. Aún siguen por ahí. Los guías dicen que es un terreno casi impenetrable. Si lo que uno busca es esconderse, nada mejor que esta zona.
—¿Tenéis alguna idea de quién puede ser?
Nyberg negó con un gesto.
—No hay ropa. Ningún objeto personal. Ni siquiera sabríamos decir si quien ha vivido aquí es hombre o mujer.
Un perro ladró en la oscuridad. Empezó a caer una fina lluvia, y Ann-Britt Höglund, Martinson y Svartman acudieron desde distintos puntos y se reunieron en torno a Kurt Wallander. Linda estaba algo apartada, justo en la línea que delimitaba la condición de participante de la del simple espectador.
—A ver —pidió su padre—, ¿qué creéis que ha ocurrido en este lugar? Sabemos que se ha producido un crimen espeluznante. Pero ¿por qué? ¿Quién ha podido hacer tal cosa? ¿Por qué vino hasta aquí Birgitta Medberg? ¿Habría acordado verse aquí con alguien? ¿La mataron aquí? ¿Dónde está el resto del cuerpo? Venga, hacedme un resumen de lo que puede haber sucedido.
La lluvia persistía. Nyberg estornudó. Uno de los focos se apagó y Nyberg, presa de gran enojo, propinó una patada al trípode que lo sujetaba antes de volver a colocarlo en su sitio.
—A ver, decidme —insistió Wallander.
—Yo he visto muchas cosas desagradables —comenzó Martinson—, pero nada que se parezca a esto. Quien lo haya hecho debe de ser un completo chiflado. ¿Y dónde estará el resto del cuerpo? ¿Y quién habrá estado utilizando esta cabaña? No sabemos nada de nada.
—Nyberg ha encontrado una Biblia —recordó Kurt Wallander—. Intentaremos detectar huellas dactilares en todo lo que encontremos. Y alguien se ha entretenido en garabatear añadidos entre los renglones. ¿Qué nos dice eso? Hemos de investigar si la familia Tademan ha venido a este lugar alguna vez. Y tendremos que hacer una ronda de llamadas de puerta en puerta. Una investigación exhaustiva, las veinticuatro horas del día.
Nadie hizo el menor comentario.
—Tenemos que atrapar al que hizo esto —aseguró Wallander—. Y lo antes posible. No tengo ni idea de qué significa, pero tengo miedo.
Linda entró en el haz de luz. Fue como si saliese a un escenario sin haberse preparado con antelación.
—Yo también tengo miedo.
Se vio rodeada de rostros mojados y cansados. Tan sólo su padre parecía tenso. «Se pondrá fuera de sí», barruntó Linda, pero estaba segura de que había dado un paso necesario.
—Yo también tengo miedo —repitió Linda.
Y les habló de Anna. Evitó por todos los medios mirar a su padre mientras se esforzaba por recordar todos los detalles, evitar su temor intuitivo, sólo dar cuenta de lo que sabía y dejar que las conclusiones cayesen por su propio peso.
—Claro que vamos a investigarlo —afirmó su padre con frialdad una vez que ella hubo concluido.
En aquel instante, Linda lamentó haber hablado. «No era mi intención», se dijo. «Lo hago sólo por Anna, no por provocarte.»
—Lo sé —admitió Linda—. Bien, me voy a casa. No tengo nada que hacer aquí.
—Pero fuiste tú quien encontró la Vespa, ¿no es así? —preguntó Martinson.
El padre asintió antes de dirigirse a Nyberg:
—¿Hay alguien que pueda iluminarle a Linda el camino hasta el coche?
—Yo mismo —respondió Nyberg—. Tengo que ir al baño. No puedo ponerme a cagar en medio del bosque y complicarles la tarea a esos perros de olfato tan fino.
Linda trepó por el repecho del barranco. Hasta entonces no había notado lo hambrienta y cansada que estaba. Nyberg iba iluminando el sendero que se extendía ante ella. Se toparon con un policía cuyo perro llevaba el rabo entre las piernas. Por entre las ramas de los árboles se vislumbraba la luz de los focos. «Senderismo nocturno», pensó Linda. «Policías que van a la caza del criminal entre las sombras.» Una vez en el aparcamiento, Nyberg masculló algo inaudible. Después desapareció. El flash de una cámara iluminó la oscuridad. Linda divisó a algunos policías de seguridad ciudadana junto a los cordones policiales. Entró en el coche, lo puso en marcha, alguien alzó las cintas de plástico y ella pudo salir a la carretera. Había algunos curiosos, coches aparcados, gente que esperaba saber qué había ocurrido. Sintió que se enfundaba el uniforme invisible: «Venga, váyanse de aquí; se ha cometido un atroz asesinato y nadie puede entorpecer nuestro trabajo», pensaba, como soñando despierta.
Policías de película, solían llamarse a sí mismos en la Escuela Superior de Policía. Sí, recordaba aquellas largas noches con vino y cerveza, mientras atisbaban un futuro que consistiría, principalmente, en bregar con borrachos y hacer entrar en razón a jóvenes ladronzuelos. Pero todas las profesiones tienen sus sueños, se decía. Es lo normal. Los médicos sueñan con salvarles la vida a los que han sufrido un grave accidente: batas blancas ensangrentadas, héroes portentosos. «Eso mismo nos ocurre a nosotros, la mayoría jóvenes que no tardaremos en vestir el uniforme. Rápidos, duros, fuertes e invencibles.»
Rechazó aquellas ideas con un gesto. Ella no era policía. Aún no. Notó que conducía demasiado deprisa y redujo la velocidad. En ese preciso momento, una liebre saltó a la carretera y la atravesó corriendo. Durante una milésima de segundo, el ojo del animal quedó atrapado por la luz de los faros. Ella frenó en seco. La liebre desapareció y ella prosiguió la marcha. El corazón le latía con fuerza. Respiró hondo. Las luces de los coches de la carretera principal estaban cada vez más cerca. Entró en un aparcamiento y apagó las luces y el motor. A su alrededor no había más que oscuridad. Sacó el móvil pero, antes de que hubiese marcado el número, el aparato empezó a sonar. Era su padre. Estaba enfurecido.
—¿Cómo se te ha ocurrido acusarme de no hacer bien mi trabajo?
—No te he acusado de nada. Simplemente, tengo miedo de que le haya sucedido algo a Anna.
—Es la última vez que lo haces. Nunca más. Si vuelves a hacerlo, me ocuparé personalmente de que tu estancia en Ystad sea lo más corta posible.
Linda aún no había chistado cuando él cortó la comunicación. «Tiene razón», se dijo. «Debería habérmelo pensado dos veces.» Empezó a marcar su número para disculparse o, al menos, darle una explicación. Pero cambió de idea. A buen seguro, su padre seguía enfadado; aún tardaría unas horas en ser capaz de escucharla.
Sintió que necesitaba hablar con alguien y marcó el número de Zebran. Comunicaba. Contó despacio hasta cincuenta y volvió a marcar. Seguía comunicando. Sin saber muy bien por qué, marcó el número de Anna. Comunicaba. Dio un respingo en el asiento. Intentó llamar otra vez, pero seguía ocupado. Sintió una alegría inmensa. ¡Su amiga había vuelto! Puso el motor en marcha, encendió las luces y giró para salir de nuevo a la carretera. «¡Dios santo!», se dijo. «¡Pienso contarle todo lo que ha pasado por el simple hecho de que no acudiese a la cita que teníamos!»
Linda salió del coche y miró hacia las ventanas de la casa de Anna, pero las luces estaban apagadas. El miedo volvió a apoderarse de ella. El teléfono comunicaba. Linda marcó el número de Zebran, que contestó enseguida, como si hubiese estado esperando junto al aparato. Linda tenía prisa, hablaba atropelladamente.
—Hola, soy yo. ¿Acabas de hablar con Anna?
—No.
—¿Seguro?
—Pues claro que sí. No creerás que no sé con quién acabo de hablar por teléfono. He estado discutiendo con mi hermano sobre un préstamo que no pienso hacerle. No hace más que malgastar su dinero. Y yo no tengo más que cuatro mil coronas en el banco. Ésa es toda mi fortuna. Y quiere que se lo preste para pagarse un viaje en un camión que va a Bulgaria con piezas de desguace…
—Me importa un bledo tu hermano —la interrumpió Linda—. Anna ha desaparecido. Es la primera vez que no acude a una cita.
—Pues alguna vez ha de ser la primera.
—Sí, eso mismo dice mi padre. Pero yo creo que le ha pasado algo. Anna lleva tres días desaparecida.
—A lo mejor está en Lund, ¿no?
—No. Y no importa dónde esté. No es normal en Anna desaparecer así. ¿A ti te ha pasado alguna vez con ella, cuando habéis quedado?
Zebran reflexionó un instante.
—La verdad es que no.
—Ahí lo tienes.
—¿Por qué estás tan nerviosa?
Linda estuvo a punto de contarle lo que había sucedido, de hablarle sobre la cabeza y las manos cortadas. Pero revelarle algo así a una persona ajena al Cuerpo sería un pecado capital.
—Seguro que tienes razón y que estoy preocupándome sin necesidad.
—Vente a mi casa.
—No puedo.
—Creo que la espera hasta que te incorpores al trabajo está afectándote. Si quieres, puedes venir aquí y resolver un misterio.