Notó que estaba entumeciéndose y se estiró, con gran cautela, siempre atento a los ladridos de los perros. Pero lo único que se oía era el chirrido de los saltamontes y el canto de las aves nocturnas que revoloteaban sobre su cabeza.
¿A qué conclusión había llegado
? Mientras corría por la plantación desierta, se esforzó por hacer lo que Jim solía recomendarles, lo único que brindaba al ser humano la posibilidad de hallar la gracia: poner su vida en manos de Dios. Había puesto su vida y su ruego en manos de Dios:
Sea lo que sea lo que haya ocurrido, no permitas que Maria y la niña sufran ningún daño
. Pero Dios no había escuchado su súplica. Recordaba que, en su desesperación, se le ocurrió que tal vez hubiesen sido Jim y Dios quienes hubiesen disparado el uno contra el otro, quienes hubiesen efectuado aquellos disparos cuya detonación había oído desde lo alto del barranco. Así, se precipitó en medio de la calle polvorienta de Jonestown, donde Dios y el pastor Jim Warren Jones se enfrentaban ya el uno al otro para disparar los últimos proyectiles.
Pero él no había visto a Dios. Jim Jones, en cambio, sí estaba allí, y sus perros ladraban como enloquecidos en las jaulas, y había gente echada por todas partes en el suelo, y él se dio cuenta al instante de que estaban muertos. Como si los hubiese abatido un puño airado surgido del cielo. Jim Jones y sus colaboradores más próximos, los seis hermanos que siempre lo seguían y que cumplían las funciones de sirvientes y guardaespaldas, se habían dedicado a disparar a los niños que intentaban apartarse a rastras de sus padres muertos. Él se apresuró a buscar a Maria y a la niña entre todos aquellos cadáveres, pero fue inútil.
Cuando gritó el nombre de Maria, Jim Jones lo llamó a él, también a gritos. Se dio la vuelta y vio a su pastor apuntándole con una pistola. No los separaban más de veinte metros; entre ellos, sobre el suelo árido, yacían los muertos, sus amigos, encogidos y rígidos, inmovilizados en los estertores de su agonía. Jim alzó el arma, le apuntó, agarrando la culata con las dos manos, y disparó. Pero falló. Antes de que Jim tuviese tiempo de volver a disparar, él ya había echado a correr. Oyó varios disparos a su espalda y los alaridos coléricos de Jim, pero ningún proyectil lo alcanzó mientras él, tropezando por entre los cadáveres, se alejaba a todo correr. Sólo se detuvo al anochecer, y entonces se aovilló para ocultarse bajo los restos del árbol. Seguía sin saber si era el único superviviente. ¿Dónde estarían Maria y la niña? ¿Por qué se había salvado sólo él? ¿Acaso podía sobrevivir alguien al juicio Final? No comprendía nada. Pero sabía que aquello no era un sueño.
Rayó el alba. El calor descendía, como una nube de vapor, de las copas de los árboles. Entonces comprendió que Jim no tenía intención de soltar los perros. Se arrastró con cuidado fuera del cobijo del árbol, estiró sus piernas adormecidas y se puso en pie. Después echó a andar en dilección a la colonia. Estaba muy cansado, caminaba con paso vacilante y tenía una sed terrible. Todo continuaba en silencio. «Los perros también están muertos», se dijo. «Jim aseguró que nadie podría escapar. Ni siquiera los perros.» Saltó la valla y comenzó a correr. Descubrió a los primeros muertos, tendidos en el suelo. Aquellos que intentaron huir. Y vio que les había disparado por la espalda.
Se detuvo. Tenía ante sí a un hombre que yacía boca abajo. Con extrema precaución, se inclinó sobre sus piernas temblorosas y puso el cuerpo boca arriba. Los ojos de Jim se clavaron en los suyos. «Su mirada ha dejado de vagar», constató, «Jim vuelve a mirarme fijamente a los ojos. Ni siquiera pestañea.» Una idea absurda cruzó su mente. Los muertos no pestañean. Sintió el impulso de golpearlo, de darle a Jim una patada en la cara. Pero no lo hizo. Se incorporó, único superviviente entre todos aquellos muertos, y siguió buscando hasta que halló a Maria y a la niña.
Maria había intentado escapar. Había caído de bruces cuando el proyectil le alcanzó la espalda, con la niña en brazos. Él se arrodilló, llorando. «Ya no queda nada», se dijo, «Jim ha convertido nuestro paraíso en un infierno.»
Permaneció junto a Maria y la niña hasta que un helicóptero empezó a sobrevolar la zona. Entonces se levantó y se alejó de allí. Recordaba lo que Jim les decía a veces, en los buenos tiempos, muy poco después de su llegada a Guyana. «La verdad acerca de una persona puede captarse con la nariz, tanto como con los ojos o el oído. El diablo puede ocultarse en cualquier ser humano, y el diablo huele a azufre. Cuando notes el olor a azufre, alza la cruz.»
No tenía la menor idea de qué lo aguardaba. Pero ya lo temía. Y se preguntaba cómo llenaría el gran vacío que Dios y Jim Jones habían dejado en su alma.
«Las tinieblas de la anguila»
Poco después de las nueve de la noche del 21 de agosto de 2001, el viento empezó a soplar. Las olas encrespaban la superficie del lago de Marebosjön, que se extendía en una hondonada del valle al sur de Romeleåsen. El hombre que aguardaba al abrigo de las sombras, junto a la orilla, alzó la mano para comprobar de dónde venía el viento. Soplaba casi directamente del sur, se dijo satisfecho, de modo que había elegido el lugar adecuado para echar el alimento que atraería a los animales a los que tenía pensado sacrificar en breve.
Se sentó en una piedra sobre la que había extendido un jersey para no enfriarse. La luna estaba en cuarto menguante. La capa de nubes que cubría el cielo no dejaba pasar la menor claridad. «“Las tinieblas de la anguila"», recordó, «así lo llamaba mi amigo sueco de la niñez. En la oscuridad del mes de agosto, las anguilas comienzan a vagar de un lugar a otro. Y entonces chocan contra las estacas y van cayendo en la red. La trampa se cierra.»
Prestó atención a los ruidos que poblaban la oscuridad. Su fino oído percibió un coche que pasaba a lo lejos. Por lo demás, todo estaba en silencio. Sacó la linterna y la enfocó sobre la orilla y sobre la superficie del agua. Comprobó que ya empezaban a acercarse. Entrevió dos manchas blanquecinas sobre la negrura de las aguas, unas manchas que no tardarían en multiplicarse y crecer.
Apagó la linterna y apeló a su mente, a la que había entrenado hasta convertirla en un colaborador fiel y sumiso, para averiguar qué hora sería. «Las nueve y tres minutos», se respondió. Después levantó el brazo. Las manecillas relucían en la noche. Las nueve y tres minutos. Había calculado bien. Claro que había calculado bien. Dentro de media hora, todo estaría listo y no tendría que esperar más. Había aprendido que la puntualidad no sólo movía a las personas. También los animales podían aprender a ser puntuales. Le había llevado tres meses preparar lo que estaba a punto de ocurrir aquella noche. Poco a poco y de manera metódica, había conseguido que aquellos a los que iba a sacrificar se acostumbrasen a su presencia. Se había convertido en su amigo.
Aquél era su mayor recurso. Su facilidad para trabar amistad. Se hacía rápidamente amigo no sólo de las personas, sino también de los animales. Y era un buen amigo, al menos hasta que el otro averiguaba lo que él pensaba u opinaba. Volvió a encender la linterna. Las manchas blancuzcas eran más y de mayor tamaño. Se aproximaban a la orilla. Dentro de muy poco, la espera llegaría a su fin. Iluminó la orilla con la linterna. Allí estaban los dos sprays llenos de gasolina y los trozos de pan que había esparcido. Apagó la linterna y siguió esperando.
Sabía que actuaría con la tranquilidad y el orden previstos. Los cisnes habían salido del agua y habían subido a la orilla. Ya empezaban a picotear los trozos de pan y no parecían percatarse de que hubiese alguien muy cerca. O tal vez no les preocupaba, puesto que se habían acostumbrado a que su presencia no constituyera peligro alguno. En lugar de encender la linterna, se ajustó las gafas de visión nocturna. Había seis cisnes en la orilla, tres parejas. Dos de ellos se habían tumbado, en tanto que los demás se limpiaban las plumas o seguían buscando pan con sus picos.
Había llegado el momento. Se levantó, tomó los sprays, cada uno en una mano, y roció a las aves y, antes de que éstas hubiesen podido alzar el vuelo, dejó en el suelo uno de los sprays y prendió fuego al otro. La gasolina ardiendo alcanzó de inmediato las alas de los cisnes. Como bolas de fuego, éstos intentaban escapar de su tortura aleteando para elevarse sobre el lago. Él se esforzaba por retener en su mente cuanto veía y oía de aquel espectáculo: las aves ardiendo, chillando y aleteando sobre el lago antes de precipitarse en el agua y morir con un chisporroteo de sus humeantes alas. «Como trompetas chirriantes», constató, «así recordaré sus últimos gritos»
Todo había sucedido muy rápido. En menos de un minuto había prendido fuego a los cisnes, los había visto alzar el vuelo y, después, estrellarse contra el agua antes de que todo volviese a quedar en sombras. Estaba satisfecho. Aquella noche todo había salido según tenía pensado, un tímido comienzo.
Arrojó al lago los dos sprays, guardó en la mochila el jersey sobre el que se había sentado y enfocó la linterna a su alrededor para comprobar que no había olvidado nada. Una vez que se cercioró de que no había dejado huellas, sacó un móvil del bolsillo de la cazadora. Lo había comprado en Copenhague hacía unos días; no podrían localizarlo a través de él. Marcó el número y aguardó.
Cuando respondieron, pidió que lo pusieran con algún agente de policía. La conversación fue muy breve. Después dejó caer el móvil en el lago, se colgó la mochila y se perdió en la noche.
Había empezado a soplar un viento del este, cada vez más racheado.
Aquel día de finales de agosto, Linda Caroline Wallander se preguntaba si no habría entre su padre y ella algunas semejanzas en las que aún no habría reparado, pese a que pronto iba a cumplir treinta años y, por tanto, tenía ya la obligación de saber quién era. En alguna ocasión, Linda le había preguntado a su padre sobre ese particular, e incluso había intentado sonsacarle una respuesta, pero él fingía no saber qué decir y, evasivo, le contestaba que, a su entender, la joven se parecía más bien a su abuelo. La «conversación de los parecidos», como ella la llamaba, desembocaba a veces en un acalorado enfrentamiento. Lo cierto es que se peleaban a menudo, y no sólo por eso. Por lo general, ambos se encendían tan pronto como volvían a calmarse. Linda olvidaba pronto aquellas escaramuzas, y suponía que tampoco su padre le daba mayor importancia.
Sin embargo, de todas las discusiones en que se habían enzarzado durante aquel verano, había una que no podía olvidar. Todo empezó por una nadería. Aun así, fue como si, más allá del propio recuerdo, aquello le hubiese hecho redescubrir ciertas etapas de su infancia y su adolescencia que creía haber borrado de su mente. El mismo día en que, a principios de julio, llegó a Ystad desde Estocolmo, empezaron a discutir, precisamente a propósito de un recuerdo. Cuando ella tenía seis años, tal vez siete, hizo un viaje a Bornholm con sus padres. El motivo de aquella absurda discusión fue si, durante ese viaje, había soplado o no un fuerte viento. En efecto, Linda y su padre habían terminado de cenar y se habían sentado sobre la barandilla aún templada del estrecho balcón cuando surgió en la conversación el viaje a Bornholm. Su padre aseguraba que, debido al fuerte viento que zarandeaba el barco, Linda se había mareado y había vomitado en su cazadora. Linda, por su parte, creía recordar con total claridad haber surcado un mar de color azul intenso que se extendía ante ella como un espejo. Aquél era el único viaje que habían emprendido a Bornholm, así que no podían confundirlo con ningún otro. A su madre no le gustaba viajar en barco, y su padre recordaba que se sorprendió al oír que su mujer aceptaba la propuesta de ir a la isla.
Aquella noche, tras la sorprendente disputa que se desencadenó como surgida de la nada, a Linda le costó conciliar el sueño. Dos meses más tarde empezaría a trabajar como policía en prácticas en la comisaría de Ystad. Ya había finalizado sus estudios en Estocolmo y habría preferido comenzar de inmediato, en lugar de pasar todo el verano ociosa y, además, sin la compañía de su padre, que se había tomado casi todas las vacaciones en el mes de mayo; su padre, o al menos eso creía él, se había comprado una casa y necesitaba sus vacaciones en mayo para hacer la mudanza. Y, de hecho,
había comprado
una casa, que estaba en Svarte, al sur de la carretera nacional y junto al mar. Pero, en el último minuto, cuando ya había entregado el dinero de la paga y señal, la propietaria de la casa, una maestra retirada ya mayor y que vivía sola, cayó presa de la desesperación ante la sola idea de dejar sus rosales y sus rododendros en manos de un hombre que no parecía especialmente interesado por las flores y que sólo hablaba de dónde construiría la caseta en la que viviría el perro que tal vez se comprase un día. De modo que la mujer se arrepintió y se echó atrás. El agente inmobiliario le propuso a su padre que insistiese en que la compraventa debía realizarse o, al menos, que exigiese una compensación, pero Wallander, en su fuero interno, ya había renunciado a aquella casa a la que jamás se mudó.
Durante el resto de su mes de vacaciones, en que el tiempo se presentó frío y con fuertes vientos, Wallander intentó encontrar otra casa, pero, o eran demasiado caras, o no se parecían en nada a aquello con lo que él había soñado año tras año en su apartamento de la calle de Mariagatan, en el centro de Ystad. Así pues, seguía en el apartamento, y se preguntaba si alguna vez lograría salir de allí. Cuando Linda terminó el segundo semestre de sus estudios en la Escuela Superior de Policía, su padre invirtió un fin de semana en ir a la capital para recogerla y cargar su coche con parte de las cosas que ella quería llevarse a Ystad. Tendría su propio apartamento en septiembre; hasta entonces ocuparía la que solía ser su habitación en el apartamento de su padre.
Enseguida empezaron los roces entre padre e hija. Linda, que estaba impaciente, consideraba que su padre podría echar mano de algún contacto para conseguir que ella entrase de servicio un poco antes. Y, de hecho, él llegó a hablar con su jefe, Lisa Holgersson, pero ésta nada pudo hacer. Cierto que necesitaban que los nuevos policías en prácticas se incorporasen cuanto antes, puesto que andaban muy escasos de personal, pero no había dinero para pagar los salarios. Linda no podría empezar hasta el 10 de septiembre, por más que necesitaran agentes.
Durante el verano, Linda reanudó dos viejas amistades de la adolescencia. La casualidad quiso que, un día, se topase en una plaza con Zeba, o «Zebran», «la cebra», como solían llamarla. En un primer momento, Linda no la reconoció. En efecto, su amiga de la infancia llevaba el cabello teñido de rojo y muy corto. Zebran era iraní, y Linda y ella habían sido compañeras de clase hasta el último curso de secundaria. Aquel día de julio en que se encontraron por la calle, Zebran llevaba un cochecito de bebé y las dos jóvenes decidieron ir a tomarse un café a algún sitio.