Zebran había estudiado hostelería, pero desistió de sus planes de trabajar cuando se quedó embarazada. Linda también conocía a Marcus, su pareja, al que le encantaban las frutas exóticas y que, ya a la edad de diecinueve años, había montado su propia escuela de horticultura cerca de la entrada este de Ystad. Aquella relación se rompió, pero allí estaba el bebé, un niño. Hablaron un buen rato, hasta que el pequeño empezó a gritar tanto y tan alto que tuvieron que salir a la calle. Tras aquel encuentro casual, mantuvieron el contacto, y Linda notó que su impaciencia menguaba a medida que lograba restablecer puentes con aquellos tiempos en que Ystad constituía todo su horizonte.
De camino al apartamento de la calle de Mariagatan, después del encuentro con Zebran, rompió a llover de forma tan intensa que tuvo que cobijarse en una tienda de ropa situada en una de las calles peatonales y, mientras esperaba a que escampase, pidió que le dejaran una guía telefónica con la idea de buscar el teléfono de Anna Westin. Cuando lo encontró, se le encogió el corazón. Anna y ella llevaban casi diez años sin verse. La estrecha amistad que las había unido desde niñas se vio brutalmente interrumpida cuando, a los diecisiete años, ambas se enamoraron del mismo chico. Después, cuando los amores ya habían pasado y estaban olvidados, las dos muchachas intentaron reanudar la vieja amistad. Pero pronto comprendieron que se había alzado entre ellas una barrera y, al cabo de un tiempo, desistieron de su empeño. En los últimos años, Linda apenas si había pensado en Anna, pero su encuentro con Zebran había reavivado los recuerdos, de modo que se alegró al saber que Anna seguía viviendo en Ystad, en una calle no muy alejada de Mariagatan, junto a la salida hacia Österlen.
Linda la llamó esa misma noche y quedaron para verse unos días después. A partir de entonces, empezaron a salir juntas varias veces por semana, en ocasiones las tres, pero casi siempre sólo ella y Anna. Ésta vivía sola, y recibía una beca de estudios tan exigua que a duras penas podía costearse la carrera de medicina.
A Linda le daba la impresión de que Anna se había vuelto más reservada, si cabe, que cuando era adolescente. Su padre las había abandonado a su madre y a ella cuando Anna no tenía más de cinco o seis años. Después, nunca más supieron de él. La madre de Anna vivía en el campo, cerca de Löderup, a poca distancia del lugar donde el abuelo de Linda había vivido durante tantos años, pintando aquellos cuadros suyos, siempre con el mismo motivo. Anna pareció alegrarse de que Linda la hubiese llamado y de que hubiese vuelto a Ystad. Pero Linda comprendió que debía ser muy cauta con su amiga. Había en ella una fragilidad que acentuaba su timidez, lo que disuadía a Linda de intimar demasiado con ella. En cualquier caso, gracias a aquel círculo constituido por Zebran, su hijo y Anna, logró soportar el verano, a la espera de poder acudir por fin a la comisaría, hablar con la rolliza señora Lundberg, la encargada del almacén, y retirar su uniforme y el resto del equipo.
Su padre se había pasado el verano trabajando, firmemente aunque sin resultado, en la investigación de una serie de violentos atracos perpetrados en bancos y en oficinas de Correos de Ystad y sus inmediaciones. De vez en cuando, Linda lo oía hablar también de robos de grandes cantidades de dinamita en lo que parecía una operación bien planificada. Alguna noche, cuando su padre se había dormido, Linda echaba un vistazo a su bloc de notas y al archivador que contenía el material de la investigación, que solía llevarse a casa. Pero cuando la futura agente intentaba sonsacarle detalles sobre los casos de los que se ocupaba, él respondía siempre con evasivas. Linda no era aún policía y debía guardarse las preguntas hasta septiembre.
Quedaron atrás los calores del verano y, un día de agosto, su padre llegó a casa a primera hora de la tarde y le dijo que lo habían llamado de una inmobiliaria. Según le contó, el comercial estaba convencido de haber encontrado la casa que le convenía. Se hallaba cerca de la playa de Mossby, en una pendiente que desembocaba en el mar. Le preguntó a Linda si le apetecía acompañarlo a ver la casa; la joven llamó a Zebran, con la que había quedado, y aplazó su cita para el día siguiente.
Así, subieron al Peugeot de su padre y partieron en dirección oeste. El mar se presentaba gris aquel día, como un presagio del otoño que no tardaría en llegar.
Se encontraron la casa vacía y cerrada a cal y canto. Algunas tejas habían volado, uno de los canalones estaba medio caído. La vivienda se alzaba sobre una colina con amplias vistas al mar, pero, a los ojos de Linda, tenía un aspecto desolado y solitario. «En esta casa mi padre no podrá hallar sosiego», vaticinó. «Aquí lo perseguirán sus demonios, que, ahora que lo pienso, no sé cuáles son.» La joven empezó a reflexionar sobre qué podía causarle a su padre más tormento, e intentó ordenar, según el grado de importancia, sus motivos de inquietud: el primer lugar lo ocupaba, sin duda, la soledad; después, el sobrepeso incipiente y la rigidez de las articulaciones. Pero ¿qué más? Abandonó la confección de aquella lista y observó a su padre, que trataba de ver el interior de la casa desde el jardín. El viento soplaba suave, casi podía decirse que meditabundo, entre las copas de las altas hayas. Bastante más abajo, a sus pies, se extendía el mar. Linda entornó los ojos para divisar mejor un buque que se deslizaba por el horizonte. Kurt Wallander se quedó mirándola.
—Cuando entornas los ojos, te pareces a mí.
—¿Sólo entonces?
Se encaminaron hacia la parte posterior de la casa, donde yacían los restos medio podridos de un sofá de piel. Un ratón, asustado, saltó de entre los muelles y echó a correr. El padre miró a su alrededor y movió la cabeza.
—Me pregunto por qué querré irme a vivir al campo…
—¿Quieres que te lo pregunte yo? Bien, pues te lo pregunto: ¿por qué quieres irte a vivir al campo?
—Siempre he soñado con poder levantarme por la mañana y salir a orinar en el jardín.
Ella lo miró divertida.
—¿Sólo por eso?
—¿Se te ocurre un motivo mejor?… En fin, ¿nos vamos?
—De acuerdo, pero antes echemos otra ojeada.
Linda examinó la casa con más atención, como si ella fuese la compradora y su padre el agente de la inmobiliaria. Husmeaba el aire a su alrededor como si fuese un perro de caza.
—¿Cuánto vale?
—Cuatrocientas mil.
Ella lo miró inquisitiva y perpleja a un tiempo.
—¿Y tienes todo ese dinero?
—No, pero el banco me dará facilidades. Soy una persona de fiar, un policía que ha cumplido con sus pagos toda su vida, ya sabes. En realidad, me pone triste el hecho de que no me guste este lugar. Una casa vacía es tan deprimente como una persona abandonada.
Dicho esto, se marcharon de allí. Linda vio al pasar un indicador en el que se leía «Playa de Mossby». Él la miró de reojo.
—¿Quieres que vayamos?
—Sí, si tienes tiempo.
El quiosco de refrescos estaba cerrado y en el aparcamiento de la playa había una caravana solitaria. Ante su puerta, un hombre y una mujer que hablaban alemán jugaban a las cartas sentados en viejas sillas de plástico. Entre ellos había una mesa y parecían muy concentrados. Linda y Kurt Wallander bajaron hasta la orilla.
Hacía algunos años, ella le había revelado, en aquel mismo lugar, sus planes para el futuro. No se convertiría en tapicera de muebles, y tampoco confiaba demasiado en aquel vago sueño de llegar a ser actriz de teatro. Había dejado de emprender aquellos inquietantes viajes por todo el mundo. Hacía tiempo que había roto su relación con un joven de Kenia que estudiaba medicina en Lund y que había sido su gran amor, por más que su recuerdo hubiera palidecido con los años; el joven había regresado a su país, pero ella no lo había acompañado. Volvió entonces los ojos hacia su madre, Mona, tratando de encontrar en ella una guía. Sin embargo, descubrió que su madre siempre dejaba las cosas a medio hacer. Hubiera deseado dos hijos, pero sólo tuvo uno. Pensaba que Kurt Wallander sería el único y gran amor de su vida, pero se separó de él y ahora vivía, casada en segundas nupcias, con un empleado de banca de Malmö retirado que se dedicaba a jugar al golf.
Después, con renovada curiosidad, se aplicó a observar a su padre, el inspector de policía, el que siempre olvidaba ir a recogerla al aeropuerto cuando iba a visitarlo. Había llegado incluso a llamarlo así, el-hombre-que-siempre-olvida-que-existo. El que nunca tenía tiempo. Y comprendió que, ahora que su abuelo había muerto, él era la persona a la que más lazos la unían. Fue como si le hubiese dado la vuelta a los prismáticos y hubiese desplazado a su padre a un lugar en el que seguía teniéndolo cerca, pero no demasiado cerca. Una mañana, al despertar, aún sin haberse levantado de la cama, supo que, en realidad, deseaba ser como él, policía. Durante todo un año se guardó mucho de desvelar sus ideas, de las que sólo habló con su novio de entonces, pero, una vez que estuvo convencida, rompió con el chico y viajó a Escania, se llevó a su padre a aquella playa y le confesó sus planes. Aún recordaba su sorpresa al oírla. Él le pidió que le concediese un minuto para sopesar lo que, a todas luces, parecía una firme decisión. Y, de repente, ella se sintió insegura. Hasta entonces siempre había creído que él se alegraría. Mientras su padre reflexionaba, Linda, observando su ancha espalda y su ya algo escaso cabello azotado por el viento, se preparó para una nueva discusión. Pero cuando él se dio la vuelta con una sonrisa en los labios, sus dudas se disiparon.
Bajaron hasta la misma orilla. Linda removió con el pie las huellas de los cascos de un caballo. Kurt Wallander contempló una gaviota que parecía suspendida en el aire sobre su cabeza.
—¿Qué piensas ahora? —quiso saber Linda.
—¿Sobre qué? ¿Sobre la casa?
—No, sobre el hecho de que pronto me verás vestida de uniforme.
—Pues la verdad es que me cuesta imaginarlo. Y trato de hacerme a la idea de que, muy probablemente, me indignaré al verte.
—¿Por qué tienes que indignarte?
—Tal vez porque sé cómo te sentirás. No es difícil ponerse un uniforme, pero aparecer con él en público ya es otra cosa. Te darás cuenta de que todo el mundo te ve. Serás el «agente de policía», alguien que ha de estar preparado para, por ejemplo, separar a dos personas que se enfrentan llenas de odio. Sé lo que te espera, simplemente.
—No tengo miedo.
—No estoy hablando de miedo. Te hablo de que, una vez te pongas el uniforme, ya no podrás quitártelo nunca.
Ella presentía que su padre tenía razón.
—¿Cómo crees que me irá?
—Te fue bien en la Escuela…, también aquí te irá bien. En último término, dependerá de ti.
Siguieron deambulando por la orilla y ella le contó que pensaba ir a Estocolmo dentro de unos días. Sus compañeros de promoción iban a celebrar una fiesta de fin de carrera antes de que todos se dispersasen, destinados a los diversos distritos policiales del país.
—Nosotros no celebramos ninguna fiesta —recordó su padre—. Yo casi ni estudié cuando ingresé en el Cuerpo. En realidad, aún me pregunto cómo evaluaban entonces la aptitud de los que iban a entrar en la Policía o en el Gobierno Civil. Me figuro que el criterio sería la fuerza bruta. Y que miraban que la gente no fuese demasiado imbécil, claro. Lo que sí recuerdo es que, cuando me dieron el uniforme, lo celebré con una cerveza. No en la calle, claro, sino en casa de un compañero que vivía en Malmö, en la calle de Södra Förstadsgatan.
Movió lentamente la cabeza. Linda no habría sabido decir si el recuerdo lo divertía o lo atormentaba.
—Aún vivía en casa, con los abuelos. Cuando mi padre me vio con el uniforme, creí que se volvía loco de ira.
—¿Por qué le desagradaba tanto la idea de que fueses policía?
—A decir verdad, no lo comprendí hasta después de su muerte. Me había engañado.
Linda se paró en seco.
—¿Cómo que te había engañado?
Su padre la miró sonriente.
—Verás, en realidad, sí le gustaba que fuese policía, pero, en lugar de admitirlo, le gustaba mantenerme en la incertidumbre. Cosa que, como sabes, logró con éxito.
—Pero… eso no puede ser verdad.
—Nadie conocía a mi padre mejor que yo. Sé que tengo razón. Era un sinvergüenza. Un padre sinvergüenza y maravilloso. El único que tuve.
Regresaron al coche. La capa de nubes se había rasgado. Cuando asomó el sol, la temperatura se volvió enseguida más agradable. Los dos alemanes que jugaban a las cartas no levantaron la vista cuando pasaron por delante de ellos. Ya junto al coche, su padre miró el reloj.
—¿Tienes prisa por llegar a casa? —preguntó.
—Estoy impaciente por empezar a trabajar, eso es todo. ¿Por qué me lo preguntas?
—Tengo que comprobar una cosa. Te lo contaré por el camino.
Giraron para salir a la carretera de Trelleborgsvägen y tomaron la salida que conducía al castillo de Charlottenlund.
—No forma parte de ninguna de las investigaciones que llevo entre manos, pero, ya que estamos cerca, puedo pasarme.
—¿Pasarte, por dónde?
—Por el castillo de Marebo. O, mejor dicho, por el lago de Marebosjön.
La carretera era angosta y sinuosa, y él le fue contando lo que sabía con la misma lentitud y brusquedad con que conducía. Linda se preguntó si sus informes escritos serían tan torpes como la exposición oral que ahora estaba escuchando.
Fuera como fuese, la cuestión era muy sencilla. Dos noches atrás, la policía de Ystad había recibido una llamada telefónica. Un hombre que se negaba a identificarse y a decir desde dónde llamaba, y que hablaba en un dialecto no identificado, les comunicó que había visto caer al lago de Marebosjön unos cisnes ardiendo. No pudo, o no quiso, ofrecer más detalles. Cuando el agente de guardia empezó a hacer preguntas, el hombre cortó la comunicación y no volvió a llamar. La llamada quedó grabada en los registros, pero nadie le prestó atención, pues precisamente aquélla fue una noche inesperadamente movida, con una agresión grave en Svarte y dos casos de robo en sendos comercios del centro de Ystad. Consideraron que el hombre había visto visiones o que se trataba de una broma. Wallander fue el único que, al oírselo contar a Martinson, pensó que era lo bastante inverosímil como para haber sucedido de verdad.
—¿Cisnes ardiendo? ¿Quién iba a hacer algo así?
—Un sádico. Un torturador de animales.
—Pero ¿tú te lo crees de verdad?