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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

Antología de novelas de anticipación III (35 page)

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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Agitó una mano, sonrió y se encaminó a su oficina.

Pasó una rápida revista a su personal para comprobar si estaban preparados para el asunto del día. Todos conocían perfectamente el papel que debían desempeñar en el próximo debate. A continuación, Wilburn se dirigió a la Sala, pasando por el vestíbulo público de modo que pudiera ser visto. Cuando se acercaba a la puerta principal, varios periodistas solicitaron de él unas palabras, pero se negó a pronunciarlas; lo único que deseaba era ocupar su pupitre y empezar a trabajar.

Cruzó la puerta y el amplio vestíbulo que conducía a la Sala. Entró en la inmensa estancia y avanzó por el pasillo central en dirección a su pupitre. En la Sala había ya unos cuantos Consejeros, y cuando el ujier pronunció el nombre de Wilburn, levantaron la mirada y le dirigieron un saludo. Wilburn agitó la mano y continuó avanzando hacia su pupitre, situado en un lugar preferente. Se sentó y empezó a pulsar los interruptores que le pondrían en contacto con todo lo que iba a suceder. Inmediatamente, brilló una lucecita indicando que uno de los Consejeros presentes deseaba hablar con él. El Consejero Hardy, del distrito 165-180 longitud oeste y 30-45 latitud sur —que incluía a la mayor parte de Nueva Zelanda—, le dijo:

—Bien, Jonathan, ¿ha hablado usted ya con Tongareva?

—Sí, George.

—¿Votará de acuerdo con él?

—Sí, aunque antes de decidirme definitivamente quiero oír todos los argumentos en contra. ¿Y usted?

Se produjo una breve pausa, y luego:

—Probablemente votaré en contra, a menos que alguien exprese el desagrado del Consejo por votar en favor de la sequía.

—¿Por qué no lo expresa usted, George?

—Tal vez lo haga. Gracias, Jonathan.

Y cortó la comunicación.

Wilburn miró a su alrededor y, como siempre, se sintió un poco impresionado por lo que veía. Era algo más que las formidables hileras que formaban los doscientos pupitres, la regia silla del Presidente, el gran tablero mural que señalaba el estado del tiempo en aquellos instantes en todas las partes de la superficie terrestre. En aquella enorme sala había una especie de aura captada por todos los hombres que entraban en ella para trabajar o, simplemente, de visita. El destino de la Tierra se decidía allí desde hacía cincuenta años. De aquella Sala surgían las decisiones que controlaban el mundo.

El Congreso del Tiempo era el supremo organismo de la Tierra, capaz de someter a su voluntad a los Estados, naciones, continentes y hemisferios. ¿Qué dictador, qué país, podría sobrevivir después de una sequía absoluta de un año de duración? ¿O qué dictador, qué país podía sobrevivir sumergido debajo de cincuenta pies de nieve y hielo? El Congreso del Tiempo podía helar el río Congo o secar el Amazonas. Podía inundar el Sahara o la Tierra del Fuego. Podía deshelar la tundra, y aumentar o disminuir a voluntad los niveles de los océanos. Y allí, en aquella Sala, se habían tomado todas las decisiones políticas, y la Sala parecía haber retenido algunos de los sentimientos que habían sido expresados durante los últimos cincuenta años, desde los tormentosos días de antaño, hasta el más estabilizado y reflexivo presente. Era una Sala poderosa, y hacia sentir su poder a los que se sentaban en ella.

Muchos Consejeros habían ocupado ya sus asientos. Se oyó otro repiqueteo, y los Consejeros empezaron a ser informados de las reclamaciones acerca del tiempo. El Secretario leía los informes, y sus palabras eran audibles desde todos los pupitres gracias a un diminuto altavoz. Al mismo tiempo, las reclamaciones por escrito aparecían en una enorme pizarra. De este modo, los Consejeros podían atender a otras obligaciones mientras se enteraban de los informes.

La primera reclamación, como de costumbre, procedía de los Amigos de los Cactus: pedían menos lluvia y más sequía en el Valle de la Muerte, para evitar la extinción del Barrel Cactus.

Wilburn estableció comunicación con el pupitre de Tongareva y dijo:

—¿Con cuántos Consejeros ha hablado usted, Gardner?

—Con unos cuarenta, Jonathan. Hablé con un grupo muy numeroso mientras tomaban una taza de café.

—¿Ha hablado usted con Maitland?

Se produjo una larga pausa. Maitland se oponía siempre a todo lo que procedía de Wilburn. Su distrito era el 60-75 longitud oeste y 30-45 latitud norte, contiguo al de Wilburn, e incluía las ciudades de Nueva York y Boston. Maitland no se recataba en afirmar que consideraba a Wilburn inadecuado para la influyente posición que ocupaba en el Consejo.

—No —dijo finalmente Tongareva, y Wilburn pudo ver cómo sacudía su enorme cabeza—, no he hablado con Maitland.

Wilburn cortó la comunicación, y escuchó y miró. El presidente de Bolivia se quejó de que la región contigua a Cochabamba se estaba enfriando más de lo debido. El alcalde de Avigait, Groenlandia, afirmó que la cosecha de maíz era aquel año un diez por ciento más baja, debido a un exceso de dos pulgadas de lluvia y a la superabundancia de nubes. Wilburn asintió; éste era un caso que debía ser tratado seriamente, y pulsó un botón de su pupitre que llevaba la indicación "Favorable", para asegurarse de que el asunto seria discutido por el Consejo en pleno.

Sonó su teléfono. Era un elector que solicitaba su presencia en la reunión anual del Combined Rotary Club que iba a celebrarse el 27 de octubre. Wilburn consultó a su secretario para asegurarse de que tenía libre aquella fecha. La respuesta fue afirmativa.

—Encantado —dijo Wilburn, aceptando la invitación—. Le agradezco la oportunidad que me brinda de ponerme en contacto con ustedes.

Sabía que no había estado en aquella zona desde hacia un año, y que no le convenía mantenerse tan desconectado de sus electores.

Un granjero de Gatrun, Libia, deseaba un control más eficaz sobre el agua de su vecino, a fin de que todas sus cosechas tuvieran la misma altura.

A continuación se celebró una conferencia entre media docena de Consejeros para discutir el orden de las intervenciones acerca de la situación australiana. Mientras lo decidían, Wilburn anotó una petición procedente de Ceilán para que permitieran el cultivo del arroz en algunas zonas, con la consiguiente regulación pluviométrica. Wilburn pulsó el botón "Favorable".

Decidieron que Georges DuBois, de la Europa Central, presentara la resolución en favor de la sequía, en términos adecuadamente renuentes.

Un tal George Andrews, de Holtville, California, deseaba ver caer la nieve antes de morir, hecho que se produciría muy en breve. Comprendía lo anormal de su petición, ya que estaban en pleno julio, pero se encontraba imposibilitado de abandonar la zona semitropical de Holtvílle.

Tongareva apoyaría la resolución, y luego escucharían los argumentos que presentaran los Consejeros de los distritos australianos para oponerse a las medidas punitivas.

La ciudad de Estocolmo, puerto marítimo, solicitaba un aumento adicional de quince centímetros del nivel del mar Báltico. Kobdo, Mongolia, se quejaba de dos desastrosos aludes producidos por el exceso de nieve caída. Y en aquel preciso instante, los cabellos de la nuca de Wilburn empezaron a erizarse.

Se irguió en su asiento y miró a su alrededor para tratar de localizar la fuente de aquella extraña sensación. Le Sala era un hervidero de actividad, como de costumbre. Wilburn se puso en pie, pero no consiguió ver nada más. Se dio cuenta de que Tongareva le estaba mirando. Se encogió de hombros, volvió a sentarse y clavó los ojos en el juego de luces de su pupitre. La extraña sensación persistió. ¿A qué se debía? Wilburn se agarró al borde de su pupitre, cerró los ojos y se obligó a pensar. ¿Cuál era el origen de su excitación? ¿El problema australiano? No, no era eso. Era..., era algo relativo a los informes presentados al Consejo acerca del tiempo. Abrió los ojos, dio marcha atrás a la pequeña pantalla y volvió a leer todos los informes.

Aludes, nivel del mar Báltico, nieve en la California meridional, cultivo de arroz en Ceilán, el granjero de Libia, el alcalde... ¡Un momento! Ya lo tenía, de modo que volvió a dar marcha atrás y lo leyó lentamente.

George Andrews, de Holtville, California, deseaba ver caer la nieve antes de morir, y no podía abandonar la zona semitropical del sur de California. Cuanto más lo miraba, más le parecía haber encontrado lo que necesitaba. Tenía "impacto": la petición final de un moribundo. Sería difícil: nunca se había oído hablar de nieve en julio en la California meridional; Wilburn no sabía siquiera si sería factible. Era una petición extravagante, casi absurda; el Consejo no se había enfrentado nunca con una petición como aquélla. Cuanto más pensaba en el asunto, más convencido estaba de haber encontrado una causa por la cual arriesgar su carrera. La población mundial le apoyaría en sus esfuerzos. Recordó el hecho de que los Presidentes de los Estados Unidos buscaron la popularidad mostrando un ocasional interés por algún individuo sin la menor importancia. Si fracasaba, lo más probable sería el final de su carrera política, pero tenía que aventurarse. Y el nombre de George Andrews despertaba en Wilburn un vago recuerdo que no conseguía precisar, algo que le había impulsado inconscientemente a fijarse en aquella petición. No importaba. Había llegado el momento de poner en acción todas las fuerzas de que disponía.

Estableció contacto con su oficina y cortó todos los demás circuitos. Dijo:

—Estoy considerando la posibilidad de apoyar la petición de George Andrews. —Hizo una pausa para permitir que su secretario digiriera la noticia; una sonrisa asomó a sus labios al pensar en la expresión de sorpresa de su interlocutor al otro lado del hilo; nunca le había oído decir nada tan absurdo. Recojan todos los informes posibles acerca de George Andrews. Asegúrense de que su petición está hecha de buena fe y de que no se trata de una trampa para un ingenuo Consejero como yo. De un modo especial, comprueben si existe alguna relación entre George Andrews y el Consejero Maitland. Pónganse en contacto con Greenberg, de la sección científica, para que les informe de las posibilidades que existen de provocar una nevada en el sur de California en pleno mes de julio y en una zona sumamente limitada. Obtenida la respuesta, hablen con la Oficina —probablemente Hechmer—, y comprueben las posibilidades que hay de llevar la idea a la práctica. Necesito todos estos datos... inmediatamente.

Wilburn miró a su alrededor. Las reclamaciones y peticiones habían terminado, y el Consejero Yardley había abandonado su pupitre para ocupar su puesto de Presidente.

—Disponen ustedes de cuatro horas para reunir toda la información —continuó Wilburn—. En marcha, y buena suerte. Esta vez vamos a necesitarla.

Mientras Wilburn ponía la investigación en marcha, las llamadas a su pupitre se habían acumulado. Empezó a ocuparse de ellas en tanto que el Presidente Yardley reclamaba la atención del Consejo, anunciando que iba a empezar el debate sobre la situación australiana. A continuación, el Consejero DuBois presentó la resolución en favor de la sequía, expresando el profundo pesar que experimentaba el Consejo al reclamar aquella medida punitiva, que se había hecho necesaria para salvaguardar los principios del Congreso del Tiempo. Un buen discurso, pensó Wilburn. La sinceridad de DuBois era evidente, y cuando leyó el texto de la resolución, había lágrimas en sus ojos y su voz era temblorosa. Luego tomó la palabra el primero de los Consejeros australianos para oponerse a la resolución.

Wilburn conectó el receptor portátil, marcó la señal que indicaba que estaba escuchando a través del receptor y salió de la Sala. Muchos de los otros Consejeros hicieron lo mismo, y la mayoría de ellos se encaminaron al Restaurante Privado de los Consejeros, donde podrían tomarse una taza de café sin ser molestados por los electores, periodistas, cabilderos o cualquiera de una multitud de organizaciones. Sorbieron su café, mordisquearon pastelillos y hablaron. La conversación giraba alrededor de la próxima votación, y era fácil comprobar que las opiniones eran casi unánimes en favor de la resolución. Los Consejeros hablaban en voz baja, a fin de poder seguir el curso de los argumentos que se esgrimían en la Sala; cada uno de los Consejeros llevaba su receptor portátil y escuchaba a través del diminuto micrófono colocado detrás de una oreja. Poco a poco, la charla fue haciéndose más ruidosa, como si se hiciera evidente que el Consejero Australiano era incapaz de presentar más argumentos que los gastados de “no causen sufrimientos y concédannos otra oportunidad”. El resultado de la votación estaba fuera de toda duda.

Wilburn regresó a la sala. Se levantó a pronunciar un breve discurso en favor de la resolución, expresando su pesar por la necesidad de tomar tal medida. Luego, mientras los argumentos en pro y en contra empezaban a llegar a su término, se presentaron las primeras informaciones acerca de George Andrews.

George Andrews tenía ciento veintiséis años, estaba enfermo del corazón y los médicos no le hablan concedido más allá de seis semanas de vida. No existía la menor relación entre Andrews y el Consejero Maitland. Wilburn interrumpió para preguntar:

—¿Quién ha comprobado eso?

—Jack Parker —fue la respuesta.

Parker era uno de los investigadores más sagaces del distrito, y Wilburn anotó mentalmente que el miembro de su personal que había acudido a Jack Parker para aquella investigación tenía que ser gratificado. Por lo menos, Wilburn podía ahora tomar una decisión sin el temor de caer en una trampa política. Pero el informe continuó:

—Como usted seguramente sabrá, Andrews estuvo a punto de convertirse en uno de los hombres más famosos del mundo hace un centenar de años. Durante una temporada pareció que Andrews se llevaría la fama de haber inventado las naves sesiles, pero finalmente fue derrotado por Hans Daggensnurf. Hubo algunas personas que insistieron en afirmar que Andrews fue el verdadero inventor, y que políticos deshonestos, abogados comprados, corporaciones sin escrúpulos y dinero sucio, se aliaron para quitarle de en medio. El nombre "naves sesiles" era el nombre que Andrews dio a las naves solares, y ha permanecido. A nadie se le ha ocurrido llamarlas "naves Daggensnurf".

Wilburn supo ahora el motivo de que su subconsciente le hubiera hecho fijarse de un modo especial en la petición de George Andrews. Andrews había sido el George Seldon de la industria del automóvil, el William Kelly del llamado procedimiento Bessemer para el acero. Todos eran hombres olvidados; otros hombres les habían robado la inmortalidad. En el caso de Andrews, se trataba, según algunos, del hombre que había inventado las naves solares, los maravillosos ingenios que habían hecho posible el Congreso del Tiempo. Deslizándose sobre una delgadísima capa de carbono gaseoso, las naves sesiles cruzaban de un extremo a otro la superficie solar, provocando la actividad necesaria para producir el agua deseada. Sin las naves sesiles, no existiría una Oficina del Tiempo dirigida por unos hombres capaces de influir en el sol de acuerdo con las exigencias del Consejo del Tiempo. Sí, Wilburn había sido muy afortunado al tropezar con aquella antigua historia en el preciso instante en que la necesitaba.

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