Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
Murmurando un piadoso «Amén», el Rompedor anotó en su aparato de grabación la ejecución del televisor de los Sheaffer. Luego, con sorprendente eficiencia, liquidó el acondicionador de aire Mity Mijit 1989.
—De acuerdo —dijo el Rompedor, volviéndole la espalda a la devastación—. Ahora vamos a ver la fábrica de sueño, Doc.
El doctor Sheaffer estaba poseído por una silenciosa e impotente rabia. No sólo era ilegal eludir, obstruir, coaccionar, distraer, sobornar, mutilar o asesinar a un Rompedor, sino que podían obtenerse seis meses de terapia social en una clínica psiquiátrica por el simple hecho de discutir con uno de ellos.
Rechazando tristemente la encantadora visión de un puñetazo en la barbilla, el doctor Sheaffer acompañó al Rompedor al dormitorio.
El Rompedor contempló el doble arrullador con éxtasis profesional. Su antiguo hipno-carrete, cuya suave música estaba calculada para sumir al paciente en una dulce inconsciencia, hizo asomar una ancha sonrisa a su rostro. Y su sistema de rayos tranquilizantes arrancó una carcajada a sus labios.
—Doctor —dijo, secándose las lágrimas que la risa había hecho asomar a sus ojos—, sus noches de tortura han terminado para siempre. Los arrulladores están pasados de moda. Ahora se utilizan unos generadores de rayos psicostáticos que descansan el cerebro no sólo para inducirle al sueño, sino también librándole de preocupaciones mientras está dormido.
El doctor Sheaffer cerró los ojos mientras el arrullador recibía noventa segundos de guerra relámpago. Cuando volvió a abrirlos, el hipno-carrete y el proyector de rayos tranquilizantes estaban en el suelo rodeando sus pies como aplastadas flores metálicas.
—Creo que eso es todo por aquí —dijo el Rompedor, indultando generosamente el antiguo tocador de Emily. Contempló al doctor Sheaffer con ojos afables—. Supongo que no adoptará usted una actitud negativa, ¿verdad? Si adopta una actitud negativa, tendré que incluirlo en mi informe.
—¿Actitud negativa? ¿Quién..., yo? —El doctor Sheaffer trató de componer una expresión de inocencia ofendida, pero lo único que consiguió fue que su aspecto recordara una Fase Negra de un maníaco-depresivo.
—Tenemos que modernizarnos —dijo el Rompedor, como si razonara con un niño—. Acabaré con toda la chatarra y le concederé un crédito de..., digamos 10.000. Así podrá usted ir al Comisariado y adquirir una pantalla de seis pies y un generador de rayos psicostáticos, entre otras cosas. Esto es progreso, ¿no le parece?
—Desde luego, esto es el progreso —murmuró el doctor Sheaffer rechinando los dientes.
—Bien, entonces —dijo el Rompedor—, vamos a continuar civilizando este hogar feliz... ¿Por dónde se va al paraíso de las calorías?
El doctor Sheaffer suspiró profundamente y le acompañó a la cocina.
Emily estaba allí esperándoles. En aquel momento hubiese cambiado de buena gana su delgada y esbelta silueta por doscientas libras de grasa y el volumen de una apisonadora. Estaba delante de una semianticuada lavadora eléctrica esperando que pasara inadvertida.
—Hola —dijo el Rompedor cortésmente.
—Hola —respondió Emily sin el menor entusiasmo.
El Rompedor fingió no darse cuenta de la existencia de la lavadora.
—Bueno, bueno, bueno —observó alegremente—. Excelente cocina, de veras... Parece la respuesta a la plegaria de un hambriento.
Mientras hablaba iba acercándose a la desdichada lavadora.
—Se ha descuidado usted de revisar el conservador de alimentos —dijo Emily con una nota de pánico en la voz—. Es un último modelo. Tenemos allí dos patos, cinco pollos, tres langostas y un pavo en estado de coma... Conservaremos el pavo dormido hasta que se celebre el Día de Acción de Gracias.
Pero el truco falló. Aparentemente desinteresado en las maravillas de la vida en suspensión, el Rompedor avanzaba inexorablemente hacia su presa. Emily irguió el busto, como si se dispusiera a cerrarle el paso.
—Vamos, vamos, señora Sheaffer —la reconvino amablemente el Rompedor—, no sea usted niña. Arriesgar su reputación por esa antigualla de lavadora... ¿Qué diría su psiquiatra?
—¡No! —suplicó Emily en tono desesperado—. ¡No la rompa,
por favor
! Es un recuerdo de familia. Sé que es anticuada, pero...
Su voz se apagó mientras contemplaba al Rompedor, que en aquellos momentos estaba adaptando un suplemento especial al Martillo.
—¿Cómo tendré que calificar su actitud en mi informe, querida señora? —preguntó el Rompedor con una brillante sonrisa—. ¿Obstrucción o intento de soborno?
El Martillo subió y descendió tres veces. Y cada vez los Sheaffer se estremecieron como si hubieran recibido el impacto en su propia carne.
—Mi querida señora —dijo el Rompedor, contemplando la destrozada máquina—, cuando llegue la lavadora ultrasónica me recordará usted con lágrimas de gratitud.
—¡Seguro! —replicó torvamente el doctor Sheaffer—. Dígame, ¿cómo pudieron clasificar en la categoría humana a un témpano de hielo sin alma como usted? Ahora anote en su informe que soy un sedicioso y utilizaré el Martillo para destrozar su anticuado cráneo...
Emily palideció intensamente.
El Rompedor suspiró. Su destino era ser incomprendido.
—Si nos pinchan —observó tristemente—, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos? Y si nos engañan, ¿acaso no nos vengamos? El Mercader de Venecia, Acto Tercero... Sea comprensivo, doctor. Alguien tiene que hacer este desagradable trabajo. —Sonrió malignamente—. Ahora vamos a ver su automóvil. Un pajarito me ha dicho que está listo para el Martillo.
Por el rostro del doctor Sheaffer se extendió una sonrisa de triunfo.
—Prepárese a recibir una pequeña decepción —dijo—. Es un Cadillac modelo 1965..., y, por si no lo sabe, está oficialmente considerado como antigüedad.
—¡No me diga! —El Rompedor enarcó las cejas—. Bueno, prepárese usted ahora a recibir una pequeña impresión, doctor. El Cadillac modelo 1965 acaba de perder sus privilegios. No podrán seguir circulando. Triste, ¿verdad?
Para el doctor Sheaffer era más que triste; era el acto final de la tragedia. Durante años enteros había cuidado y mimado el Cadillac, invirtiendo centenares de horas en su reparación, hasta convertir el estropeado cacharro que había descubierto en un granero de Minnesota en reluciente modelo de exposición. Era la envidia de todos sus amigos, los cuales, cansados de sus vehículos con una velocidad mínima de 200 millas por hora, contemplaban el antiguo automóvil, con sus sedantes noventa millas, con ojos ávidos.
El saber que iba a ser sacrificado por el Martillo provocó en el doctor Sheaffer un trauma mental demasiado intenso para sus ya recargados circuitos. Dio dos vueltas sobre sí mismo, se dejó caer sobre el taburete de la cocina y contempló al Rompedor como si acabara de describir en detalle el cercano fin del mundo.
El Rompedor le miró con aire compasivo. Luego se volvió hacia Emily y se encogió de hombros.
—Ofuscación mental —observó clínicamente—. Tal vez sea mejor que me ocupe del Cadillac mientras el doctor está sumido en el trance... ¿Cuál es el camino de la celda de la muerte, querida señora?
Emily alzó un dedo tembloroso señalando una puerta.
—Por ahí a la derecha —susurró.
Unos apagados sonidos llegaron hasta la cocina: el canto de cisne del Cadillac. Emily rodeó con sus brazos los hundidos hombros de su esposo, con aire protector, como si quisiera impedir que llegaran hasta él los macabros ruidos de la ejecución. Pero, cosa rara, el doctor ni siquiera se movió.
Antes que Emily hubiera tenido tiempo de meditar en aquella anomalía regresó el Rompedor con el aire de persona que ha cumplido con su deber, sin tener en cuenta para nada sus propios sentimientos. Entró en la cocina, dejó descuidadamente el Martillo sobre la destrozada lavadora y trabajó en una calculadora de bolsillo por espacio de cuarenta segundos.
—En nombre del Presidente de los Estados Unidos —anunció finalmente— tengo el placer de informarles que el Tío Sam les debe doce mil quinientos dólares a cuenta de las anteriormente mencionadas ejecuciones. Disponen ustedes de treinta días para gastarlos. —Recogió el Martillo y lo devolvió a su estuche. Antes de marcharse palmeó el hombro del doctor Sheaffer—. Saludo a un noble corazón. Buenas noches, dulce príncipe, y que bandadas de ángeles canten para arrullar tu sueño... Hamlet, Acto Quinto, Escena Segunda... ¡He tenido mucho gusto, doctor!
El Rompedor hizo mutis con una sonrisa de genio.
Cuando se hubo marchado, el doctor Sheaffer se puso en pie y se acercó a la telepantalla de la cocina. Marcó un número.
—Vamos a darle la buena noticia a Joe —dijo en tono desmayado.
Luego, mientras esperaba que la pantalla se iluminara, abrazó fuertemente a Emily.
—Compruebo los reflejos —explicó—. Creo que todavía estamos vivos.
El hecho pareció sorprenderle.
Ninguno de los dos se dio cuenta que en la pantalla había aparecido un rostro. Un rostro que les contempló con aire de aprobación durante un par de segundos y luego tosió discretamente. Emily, sobresaltada, se apartó rápidamente de su marido.
—Hola, Joe —dijo el doctor Sheaffer imperturbable.
—Gracias por el espectáculo —dijo Joe—. ¿Tengo que aplaudir o enviar un donativo?
El doctor Sheaffer se encogió de hombros.
—Estamos a trece y martes —dijo—. Para que digan de las supersticiones. Esta mañana la
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me ha despedido. Esta tarde, a última hora, hemos recibido la visita del Rompedor.
La sonrisa desapareció del rostro de Joe Harrison.
—¡Cuánto lo siento! Jimmy, no habrá dejado caer el martillo sobre el...
—Lo ha dejado caer sobre él. Cadillac modelo 1965: anticuado. Lo mismo que la lavadora de Em y varias cosas más.
—Demonios —dijo Joe—. Mi corazón sangra por ti... ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros esta noche? Lloraremos juntos.
—Precisamente te había llamado para invitarles a Patty y a ti.
—Sería una imprudencia —dijo Joe—. Después de tomarnos un par de copas nos dedicaríamos a hacerle la respiración artificial al cadáver del Cadillac..., contraviniendo la ley... Además, hay algo que quiero enseñarte. ¿Qué te parece?
—De acuerdo —dijo el doctor Sheaffer—. ¿A qué hora es la cena?
—¿Te parece bien a las ocho?
—Como quieras. Hasta luego, Joe.
—Hasta luego. Y no olvides una cosa: el tiempo es un bálsamo maravilloso.
Joe Harrison sonrió enigmáticamente y cortó la comunicación. La pantalla quedó oscura.
El cielo estaba tachonado de brillantes estrellas; pero su brillo no podía competir con el de las constelaciones eléctricas de las calles, extendiéndose a un millar de pies bajo el abejorro en todas direcciones. Mirando a través del cristal, Emily trató en vano de localizar la residencia de los Harrison en medio de aquel centelleo multicolor.
Se había repuesto un poco de la destrucción de su querida lavadora. Como un gesto de desafío, llevaba su
sari
de confección casera, discretamente oculto bajo un abrigo de pieles sintéticas.
El doctor Sheaffer había localizado ya el punto de aterrizaje y, dejando que el mecanismo automático se encargara del descenso, se volvió hacia su esposa:
—Al diablo con todo, Emily. Seguimos estando vivos, y juntos.
Ella encontró su mano en la oscuridad y la oprimió con cariño.
Treinta segundos más tarde, Joe y Patty, que estaban esperándoles en la terraza, les acogían cordialmente.
Se introdujeron en la chimenea y descendieron al comedor. Patty contempló con sincera admiración el
sari
de Emily.
—¡Es completamente tetradimensional, querida! ¿Dónde has obtenido el modelo?
—Lo dibujé yo misma —dijo Emily con modestia.
Joe inspeccionó el
sari
con científica imparcialidad.
—Me recuerda el concepto de Nitz-Suvarov acerca del subespacio —observó en tono profundo.
—¿Qué es eso? —preguntó Emily.
—Una serie de agujeros unidos por teorías... Vamos a echar un trago de esta Sangre de Rompedor, Jimmy. Seis copas equivalen a la amnesia total.
—Por la destrucción de la Utopía —brindó el doctor Sheaffer, apurando de un solo trago el contenido de su copa.
Siguió una larga pausa.
—¿Cuál es la fórmula, Joe? —preguntó reverentemente—. ¿Combustible de cohete y éter?
—Algo por el estilo... ¡A tu salud, hermano!
Joe vació su copa, parpadeó un par de veces y contó lentamente. Cuando llegó a nueve, la neblina roja se había desvanecido.
Patty miró a los dos hombres con aire severo.
—¡Ha terminado la sesión de suicidio! —anunció—. La cena está a punto.
Hora y media más tarde, después de una cena sintética, el doctor Sheaffer aprovechó una pausa en la conversación general para introducir el tema que le preocupaba.
—Joe, ¿qué diablos voy a hacer con todo esto?
—¿Con qué, hermano Misfit?
—Con todo este maldito ocio proporcionado por esta asquerosa Era Dorada.
Joe dirigió una extraña sonrisa a Patty.
—Esas son palabras muy duras, caballero. En realidad, casi pueden considerarse subversivas.
El doctor Sheaffer se sirvió otra ración de Sangre de Rompedor.
—Tres hurras por la subversión —observó tranquilamente— y otros tantos por el sabotaje... Esto es lo que necesita este mundo: una buena dosis de sabotaje... Nada violento, Joe. La simple liquidación de dos o tres mil fábricas de robots. Entonces tú y yo y todos los demás jubilados podríamos ponernos a trabajar de nuevo.
De repente, Patty se puso en pie. Miró a su marido, y su marido la miró a ella. El doctor Sheaffer creyó que los Harrison habían llegado a un silencioso y oscuro acuerdo.
—Vamos, Em —dijo Patty—. Dejemos a esos dos rebeldes con su sedición. ¿Te he hablado alguna vez de mi guardarropa secreto? Ven y verás lo que he estado haciendo durante los últimos seis meses.
Tomó a una intrigada Emily por el brazo y la condujo fuera de la habitación.
El doctor Sheaffer dirigió a Joe una prolongada e investigadora mirada.
—Tengo la impresión que alguien está haciendo algo que no es legal..., afortunadamente. Y no sólo en lo que se refiere a la confección de vestidos. Me gustaría que me dijeras de qué se trata, Joe..., a no ser —añadió amargamente— que no confíes en mí.