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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

Antología de novelas de anticipación III (12 page)

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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—¿Lo de nuestra máquina? —inquirí estupefacto.

—No —replicó tranquilamente Wynkel—. lo de la nuestra. A propósito, nosotros nos tomamos la molestia de descubrir que las máquinas Juicio Final no pueden ser construidas.

—Pero, camarada, ¡nosotros construimos una! —exclamó Norov, con los ojos brillantes.

—¿Funcionará? —preguntó Wynkel sonriendo.

Norov se echó a reír.

—¡Si alguien aprieta el botón como ustedes dicen, abrirá el mayor agujero que nunca se haya visto en Siberia, palabra!

Nos miramos el uno al otro. Lentamente llenamos nuestros vasos y los alzamos.

—¡Por la paz! —dije.

—¡Por la cordura entre las naciones! —añadió Norov con cierta pomposidad.

—¡Por la ciencia! —añadió Wynkel.

Empecé a sentirme ridículamente feliz.

—¿Creen ustedes que tenemos la posibilidad de conservar el secreto?

—¿Por qué no? —dijo Wynkel—. Lo único que tenemos que hacer es escoger cuidadosamente los equipos internacionales de inspección.

—Y si alguno dice tonterías —anunció Norov con una significativa mirada—, será obligado a someterse a un tratamiento psiquiátrico, ¿no es eso?

—Desde luego —asintió calurosamente Wynkel.

Desde luego creo que me he ganado mi encomienda. Norov, naturalmente, es un héroe de la Unión Soviética de primera clase. Y el doctor Wynkel está siendo apremiado para que se presente como candidato a la Vicepresidencia en las próximas elecciones.

Bueno, ésta es la verdadera historia del Juicio Final.

Estamos a 31 de agosto de 1965, el mundo se encuentra en paz y virtualmente desarmado, los problemas son discutidos alrededor de una mesa y no entre una lluvia de cohetes... y yo acabo de cumplir. mi período de inspector del Juicio Final. Mi sucesor es el profesor James Wheeler, que fue mi segundo en el proyecto desde el primer día. Tiene una excelente capacidad para mantener la boca cerrada y el rostro solemne.

Sigo creyendo que no conviene aún que la verdad se haga pública. La gente se ha sentido aplastada por la amenaza de la destrucción universal durante tanto tiempo, que probablemente consideraría la verdad como una broma de muy mal gusto.

Novecientos noventa y cuatro

Edmund Cooper

El doctor James Eddington Sheaffer hizo descender su abejorro retropropulsado de dos pedales desde una altura de dos mil pies. Mientras miraba hacia abajo, con expresión de desconsuelo, se preguntaba cómo recibiría Emily, su esposa, la Alegre Noticia. Luego murmuró en voz baja, casi para sí mismo: «¡Abeja, abeja, abeja! ¡Zambúllete en la colmena!»

El microtransmisor de su reloj de pulsera envió la rutinaria orden a la caja negra, instalada debajo de la caperuza del abejorro. La máquina zumbó obediente e inició su caída casi vertical hacia la residencia Sheaffer, en el 793 del Boulevard Hope.

El doctor Sheaffer contempló cómo crecía su césped, desde el tamaño de un sello de correos hasta las dimensiones de una toalla de baño. Si por lo menos siguiera ascendiendo, pensó, hasta aplastarse contra él...

Aquella lúgubre idea era el resultado directo de su reciente y gloriosa salida de la
Independent Electronic Brain Washers Inc
. Calculando por lo bajo, su situación en la Compañía debería haberse mantenido durante tres años más. Pero sin otra advertencia que la repentina aparición de un antiguo reloj de jaspe, una caja de cigarros de diez pulgadas y una botella de dos litros de champaña, sus queridos y leales colegas le habían enfrentado con un voto unánime que le nombraba presidente. A continuación habían aceptado la acostumbrada dimisión, la cual, por un pequeño descuido, se había olvidado de incluir en su discurso de inauguración. Y el voto final, también unánime, le había recompensado con una pensión de veinte mil dólares anuales..., en reconocimiento de los valiosos servicios prestados durante su presidencia de cinco minutos.

Por tanto, ya sabía lo que era sentirse profesionalmente asesinado. Con frecuencia se había hecho esa pregunta.

Aquellos amargos pensamientos quedaron interrumpidos por el aterrizaje del abejorro en la terraza de la residencia Sheaffer. El doctor se bajó del vehículo y descargó de él un montón de cajas atadas con lazos de colores. Tres mil dólares de vestidos nuevos para Emily. El gesto del doctor Sheaffer se hizo más avinagrado. Había tenido que contemplar un maniquí-robot —adaptado a la talla exacta de Emily— durante casi una hora antes que le permitieran firmar un cheque.

Entretanto, la causa de aquel desastre en la
haute costure
surgió de la chimenea de la casa con una sonrisa en los labios. Emily estaba en la cocina, vigilando el café y los buñuelos, cuando oyó que el abejorro se posaba en el tejado. Y como estaba deseosa de mostrar su última creación ilegal —un
sari
confeccionado con un mantel de encaje que había pertenecido a su abuela y a varias generaciones de polillas— se había introducido en la chimenea para que un montacargas, empujado por una columna de aire comprimido, la subiera hasta la terraza.

El doctor Sheaffer dejó caer las cajas y contempló a su esposa con evidente aprensión.

—Hola, varón —dijo Emily.

—Hola, hembra —dijo el doctor Sheaffer uniéndose al saludo ritual.

Emily dio media vuelta sobre sí misma con fingida indiferencia. Pero en su voz había una nota de ansiedad cuando preguntó:

—¿Te gusta?

—No está mal —concedió Sheaffer—. Pero, por el amor de Dios, no salgas así a la terraza, Em. ¡Puede verte algún guardia!

Dirigió una nerviosa mirada al cielo, plagado de abejorros.

—¡Bah! —dijo Emily—. A

no tienes que recomendarme que tenga cuidado con los guardias. Y, de todos modos, no hay nadie a menos de tres mil pies. —Alzó la cabeza y contempló una intensa riada de tráfico a una enorme altura. Luego, intuyendo quizá que algo iba mal, colocó sus brazos alrededor del cuello del doctor Sheaffer, mordisqueó su oreja y susurró—: ¿Qué es lo que pasa, querido? ¿Te han rebajado el cupo de trabajo?

—Lo han suprimido del todo —dijo Sheaffer.

Emily se llevó una mano al rostro como si acabara de recibir un bofetón.

—Esta mañana, querida —continuó su marido amargamente—, he sido elegido presidente, retirado con todos los honores y recompensado con una pensión de veinte mil dólares..., todo en el espacio de cuatro minutos.

En los ojos de Emily brillaron unas lágrimas que no llegaron a caer.

—Pero sólo tienes treinta y cinco años, querido... No..., no pueden hacerte eso.

—Ya lo han hecho. —Había cierta melancólica satisfacción en la voz del doctor Sheaffer—. Un científico sacrificado en el altar de la Automación... ¿Qué me dices de celebrarlo esta noche y de proporcionarme un entierro decente? Podemos invitar a los Harrison. A Joe le despidieron hace seis meses..., aunque a él ya le había llegado el momento. Tenía casi cuarenta y un años.

Repentinamente, Emily agarró el brazo de su marido.

—¡Es ilegal, Jimmy! No es más que una..., una horrible equivocación. La ley dice que nadie puede jubilarse antes de los cuarenta años.

El doctor Sheaffer sonrió sin alegría.

—Artículo séptimo del Código Industrial... ¿Sabes lo que dice el artículo octavo?

—Ni siquiera sabía que había un artículo octavo.

—Traducido al lenguaje corriente, amor mío, dice que si una máquina puede hacer el trabajo mejor que un ser humano meramente inteligente, el humano quedará definitivamente descartado..., sin tener en cuenta su edad, sexo, color o religión. Amén.

Emily le contempló unos instantes con expresión de incredulidad. Luego las lágrimas fluyeron de sus ojos.

—Pero..., el lavado de cerebros está clasificado como una ocupación humana, ¿no es eso? Yo creía...

—También lo creía yo —dijo Sheaffer cariñosamente—. Pero mientras estaba vaciando mi escritorio me hablaron de mi sucesor: un robot positrónico. Puede lavar cuatro cerebros a la vez. La
Independent
ha pagado por él un millón y medio de dólares..., de muy buena gana; al menos tendrá resuelto el problema de su superávit de beneficios durante seis meses. Luego tendrán que comprar otro robot y despedir a otro empleado... —Súbitamente sonrió—. Te he..., ejem..., te he comprado algunos vestidos nuevos. ¿Contenta?

—¡Pingajos para robots! —exclamó desdeñosamente Emily—. ¡Los odio! ¿Por qué no permitirán que las mujeres se confeccionen sus propios vestidos como este encantador sari?

—¡Tan sediciosa como siempre! —murmuró Sheaffer pellizcando cariñosamente la barbilla de su esposa—. Supongo que no querrás dejar fuera de servicio a medio millón de máquinas de confeccionar vestidos... Además, tenemos que invertir el dinero que nos sobra en alguna cosa. Vamos a beber algo y luego llamaré a Joe por la telepantalla.

Pero Emily se acercó a las cajas y, después de dirigir una apresurada mirada al cielo, empezó a golpearlas con el pie hasta que quedaron debajo del alto parasol. Allí, al abrigo de ojos indiscretos, sacó los inmaculados vestidos de sus inmaculadas envolturas. Cuando estuvieron reunidos en un montón, Emily se dedicó a pisotearlos concienzudamente.

Finalmente, tras haberlos sometido al tratamiento de sus tacones, se arrodilló y trató de hacerlos pedazos.

El doctor Sheaffer contemplaba a su esposa con una tolerante sonrisa El valor de su furia destructora era principalmente psicológico, ya que todos los vestidos estaban confeccionados con la fibra sintética
eternalon
..., inarrugable, irrompible y perdurable. También estaba garantizada su incombustibilidad.

—Diviértete, querida —dijo afablemente—. Estás jugando con algo que sólo vale tres mil dólares.

Jadeando un poco, con el rubio pelo revuelto, Emily le dirigió una sonrisa de complicidad.

—Si parecen un poco usados cuando venga el inspector de Costumbres, no tendré que ponérmelos —explicó.

El doctor Sheaffer empezó a jugar con la ilusión de construir en secreto su propio cerebro electrónico, cuyo contenido podría lavar siempre que se sintiera de mal talante. El plan sólo tenía una dificultad: construir el cerebro le costaría por lo menos dos años. Se preguntó si permanecería interesado durante tanto tiempo.

Repentinamente, una luz roja parpadeó en una pequeña pantalla instalada en la pared junto al porche del tejado; y la melodiosa voz del auto-avisador dijo:

—Doctor Sheaffer, tiene usted un visitante. Doctor Sheaffer, tiene usted un visitante.

A continuación apareció en la pantalla la imagen de un hombre alto, mofletudo, con una vacua sonrisa en el rostro.

El doctor Sheaffer contempló aquella aparición y palideció ligeramente. Desde el lugar donde se encontraba podía ver la gran insignia redonda en la solapa del desconocido. La insignia tenía grabado un martillo de plata.

—Es el Rompedor, Em. —murmuró el doctor—. ¡Y no nos han mandado el aviso!

Emily actuó con la rapidez del rayo. Se quitó el sari, recogió uno de los vestidos nuevos al azar, se introdujo en él y cerró la cremallera con un solo movimiento. Luego miró a su marido con expresión de culpabilidad.

—¡Oh. Jimmy! Recibimos el aviso... Hace un mes. Quería enseñártelo, pero se me perdió. —Se animó repentinamente—. Pero podemos enviarle a pasear. No tiene que presentarse hasta el martes, día trece.

—Hoy estamos a martes, trece —dijo el doctor Sheaffer lúgubremente.

—¡Doctor Sheaffer! —dijo el auto-avisador en tono de reproche—. Su visitante está esperando.

Con aire de mártir, el doctor Sheaffer se introdujo en la chimenea y descendió rápidamente al vestíbulo. La puerta de la calle se abrió automáticamente mientras se acercaba a ella, y el Rompedor entró en la casa balanceando alegremente su estuche de violín.

—¿Doctor Sheaffer? Encantado de conocerle... Bien, doctor, le ha llegado el turno de vérselas de nuevo con el Martillo. Cómo pasa el tiempo, ¿verdad?

—Desde luego —asintió el doctor Sheaffer amargamente.

—Bueno, bueno. Vamos a ver —dijo el Rompedor, abriendo su estuche de violín y sacando el Martillo de reglamento, de cuatro libras. Lo balanceó experimentalmente y miró a su alrededor en busca del primer Objeto Anticuado. Lo encontró en el combinado barómetro, calendario y anotador de fechas que colgaba en el vestíbulo de los Sheaffer desde hacía cinco años.

—¿Habla eso? —preguntó el Rompedor.

—No, pero es un modelo inglés —explicó el doctor Sheaffer sin alimentar demasiadas esperanzas—. Estamos muy encariñados con él.

—Lo lamento muchísimo —dijo el Rompedor tristemente—. Las normas establecen que los calendarios tienen que ser parlantes.

Descargó un fuerte golpe con el Martillo. Latón doblado, vidrios rotos y una temblorosa saeta deslizándose hacia «Muy tormentoso». Al mismo tiempo el calendario registró la fecha del 1 de enero del año 2000..., la cual, como señaló puntualmente el anotador de fechas, correspondía al 109 cumpleaños de la bisabuela materna del doctor Sheaffer.

—Muchas felicidades, querida señora —dijo el Rompedor. Puso en marcha un aparato de grabación de bolsillo y habló a través de su micrófono de muñeca—: «Residente: Boulevard Hope, 793. Objeto: un barómetro-calendario. Propietario: Sheaffer, James E.» —Luego detuvo el aparato de grabación y murmuró en tono de reproche—: Tenía que haberse desprendido de eso hace mucho tiempo, doctor Sheaffer. La chatarra es antisocial... Ahora vámonos, como dijo el poeta, en busca de pastos nuevos.

Empujó suavemente al doctor Sheaffer con el simbólico Martillo, en tanto que sus ojos brillaban de anticipado placer.

Lo primero que llamó su atención fue el televisor: un modelo tridimensional y estereofónico de treinta pulgadas, que era al mismo tiempo mueble-bar.

—Pre-his-tó-ri-co —anunció el Rompedor sacudiendo tristemente la cabeza—. Vamos, doctor, ¿es que quiere estropear los lindos ojos de su esposa obligándola a contemplar imágenes tan pequeñas?

—¡Escuche! —dijo el doctor Sheaffer furioso—. Da la casualidad que me gustan los modelos de treinta pulgadas. Y también a mi esposa. Además, este aparato ha funcionado perfectamente durante años. Podemos captar la Eurovisión: Londres, París, Roma..., directamente.

—¡No me diga! —El Rompedor parecía sinceramente impresionado.

Sin embargo, y ante la desesperación del doctor Sheaffer, dejó caer el Martillo en el lugar exacto: una larga práctica le había enseñado a conocer los puntos más sensibles de los Objetos anticuados.

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