Authors: Ana María Matute
Habían llegado a una amplia y abierta explanada cuando, a lo lejos, vieron a un campesino arando la tierra. Fueron hacia él y, sin bajarse del caballo, Windumanoth le preguntó:
—¿Qué tierras son éstas?, ¿dónde nos encontramos?
El hombre les miró extrañado y tardó unos segundos en contestar:
—Estáis en las tierras de Nores —dijo al fin.
Y como un relámpago en la noche, los ojos de Windumanoth se iluminaron.
—Aranmanoth, ¿has oído lo que ese hombre ha dicho? Mi hermana Liliana, mi querida hermana Liliana, debe de estar cerca de este lugar. Y donde esté ella, estará el Sur.
—¿Dónde está la casa del conde de Nores? —preguntó Aranmanoth—. ¿Qué camino hemos de seguir?
Pero el campesino se encogió ligeramente de hombros y dijo:
—Tampoco yo soy de estas tierras. Pero creo que el conde vive más allá de esa colina. Preguntad allí.
Aranmanoth y Windumanoth miraron en la dirección que el hombre señalaba con su mano, se despidieron de él y, al galope, se dirigieron hacia aquella colina que les aguardaba inmóvil y expectante.
Al otro lado encontraron un frondoso bosque que nada se parecía a los bosques que Windumanoth recordaba en el Sur. Pero se adentraron en él con la esperanza de que, quizá en su interior, o cuando lo atravesaran, encontrarían algo, o alguien, que les indicara la dirección que debían seguir.
Y así fueron preguntando a todos aquellos que pudieran saber dónde vivía Liliana, y algunos les señalaban un camino, otros se encogían de hombros y guardaban silencio. Pero ellos avanzaban y cruzaban colinas y riachuelos obedeciendo más a su propia intuición que a lo que aquellas gentes les decían.
La primavera se alejaba y el verano se iba apoderando de cuantas tierras pisaban. Sólo los bosques umbríos —a veces cómplices y a veces enemigos— mantenían una misteriosa oscuridad que, a medida que pasaban los días, se les antojaba más amigable.
—Qué reconfortante es alcanzar la sombra —decían a veces. Y descendían de su montura para refrescar sus rostros y sus pies en el agua. La oscuridad, inesperadamente, resplandecía tanto o más que el sol.
—Ya casi estamos en el Sur —decía Windumanoth hundiendo sus pies en un arroyo.
Aranmanoth veía sus rostros reflejados en el agua cristalina del riachuelo, y comprendía perfectamente las palabras de Windumanoth. Sabía que el Sur estaba muy cerca, por más que desconocieran hacia dónde debían dirigir sus pasos para encontrarlo.
Y fue entonces cuando una anciana que iba recogiendo moras silvestres les preguntó:
—¿A dónde vais?
—Estamos buscando el castillo de Liliana —respondieron ellos.
La mujer sonrió levemente y les invitó a comer moras con ella. Al reencontrar el gusto ácido de las moras, Windumanoth empezó a llorar en silencio. Tan sólo el brillo que resbalaba por sus mejillas podía delatarla. Comía mora tras mora y disfrutando de su sabor. Entonces la anciana se volvió hacia ella y dijo:
—No llores, niña. Los jóvenes no deben llorar. Ya llegará el tiempo de las lágrimas. Ahora debes alegrarte de tu juventud.
Windumanoth secó sus lágrimas con el dorso de la mano y dijo:
—Ya que sabes tantas cosas, ¿podrías decirnos dónde habita mi hermana Liliana?
La vieja volvió a sonreír, se llevó una mora a la boca, y al fin dijo:
—El castillo del conde de Nores se encuentra al otro lado de este bosque. Allí encontraréis a Liliana.
Y siguiendo las indicaciones de la anciana, tras dos días de camino por el interior de un bosque que les pareció interminable, al fin llegaron al castillo.
Cuando Windumanoth se halló ante su hermana, le resultó difícil reconocerla. Se encontraba ante su hermana mayor, aquella que la llevaba a atisbar tras los tapices de su casa el comportamiento de los hombres y, sin embargo, le pareció que se hallaba ante una mujer distinta, alguien que en absoluto se correspondía con la imagen que de ella guardaba Windumanoth.
Liliana se había convertido en un mujer robusta y, aunque conservaba su sonrisa abierta y su cálido abrazo había perdido algo que Windumanoth no atinaba a descubrir. Era algo que habitaba en su rostro, en sus gestos y en su forma de mover las manos. Ahora hablaba sin el menor rastro de ternura en su voz, y su mirada, o bien huía de la de su hermana pequeña, o bien se ocultaba bajo los párpados.
Cuando estuvieron a solas Liliana preguntó:
—¿Quién es ese muchacho que viene contigo?
—Hermana, es el futuro Señor de Lines... Es mi guardián y mi protector.
Liliana la miró con una cierta sorpresa:
—Y eso, ¿qué significa?
Windumanoth no supo qué contestar, pero al fin, tras unos segundos de confusión, dijo:
—Es mi guardián... Y mi amigo.
Esta última palabra surgió de sus labios sin que apenas se diese cuenta, y adquirió una fuerza insospechada.
—Bien... Bien —dijo Liliana lentamente—. Veremos...
Windumanoth no comprendió lo que quiso decir con aquellas palabras. La inquietud regresó, y también la sospecha —casi una certeza— de que su hermana había dejado de ser, para siempre, la que ella recordaba.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó Liliana. Pero en su voz no había curiosidad. A Windumanoth le pareció más una amenaza, y dudó al contestar:
—Vamos hacia el Sur —dijo suavemente, intentando disimular el temor que las palabras de su hermana le causaban.
—¿El Sur? Pero niña, ¿de qué estás hablando? —exclamó Liliana a la vez que soltaba una carcajada que resultó amarga y llena de decepción—. Querida niña, el Sur quedó atrás, ya no vivimos allí... Esto no es el Sur. Regresa allí donde te llevaron, y olvídate de esa ilusión.
Windumanoth contempló el rostro de Liliana y le pareció que era la primera vez que lo veía. Era un rostro espeso, quizá bello. Pero la hermosura que se intuía en aquellos rasgos era la belleza que deja el recuerdo. Únicamente conservaba el fugaz resplandor de su sonrisa, y Windumanoth pensó que acaso aquella sonrisa sería lo único que podría salvarla del paso del tiempo.
Fue en busca de Aranmanoth, y le dijo:
—Nos hemos equivocado; esto no es el Sur. Lo han perdido, vámonos de aquí...
Y, como si hubieran cometido un delito, huyeron al caer la noche.
Avanzaban o, quizá, retrocedían. Ellos no lo sabían, ni se daban cuenta de que, a menudo, se encontraban en el mismo lugar por el que días antes habían pasado.
El caballo desfallecía y, con su paso lento y fatigado, les pedía unas horas de descanso bajo la sombra de algún árbol. Ellos le acariciaban y decidían pasar la noche en el interior de algún bosque, bajo las hayas, o en alguna choza habitada por campesinos que tenían a bien acogerles.
Y fueran donde fueran, ellos siempre preguntaban por el camino que conducía al Sur.
Una noche, un anciano pastor que les dio cobijo les dijo:
—¿De qué Sur habláis? Hay muchos lugares llamados así. Todo depende del lugar donde uno se encuentre.
Pero ellos no desistieron en su búsqueda y continuaron su camino.
Windumanoth seguía recordando, o imaginando, el Sur, convencida de que pronto lo encontrarían:
—Aranmanoth, no debemos hacer caso de lo que la gente nos dice. Estamos cerca. Yo sé que estamos cerca...
Una calurosa mañana en la que las fuerzas parecían abandonarles, Windumanoth recordó a su hermana Sira.
—Mi padre decidió enviarla al monasterio de las Damas Grises —le contaba a Aranmanoth—. Sira era una muchacha extraña. No era bella, pero conocía historias verdaderamente hermosas. Solía pasarse las horas encerrada en su alcoba rodeada de libros. Decía que en ellos se hallaban todos los misterios del mundo, los más maravillosos, y también las respuestas a todas las preguntas. Supongo que por eso mi padre decidió recluirla en un monasterio.
Entonces, Windumanoth pensó que quizá Sira podría ayudarles a encontrar el Sur, y exclamó:
_¡Aranmanoth, vayamos en busca de mi hermana Sira!
Y así lo hicieron. Preguntaron a cuantos encontraron por el monasterio de las Damas Grises, y se sorprendieron al comprobar que Sira se había convertido en una mujer muy conocida en aquellas tierras. Era la abadesa del convento y tenía fama de ser una mujer sabia.
Se encontraban ya muy cerca del monasterio cuando Windumanoth comenzó a reconocer aquel paisaje. Las suaves colinas y los viñedos con que de vez en cuando se tropezaban trajeron a su memoria el aroma y el viento cálido de sus primeros años. Vieron un molino a lo lejos, y gentes que labraban la tierra y que levantaban la cabeza al verlos pasar, extrañados y maravillados ante la belleza de aquellos dos jóvenes. Sus ropas, aunque deterioradas, despertaban en quienes las veían curiosidad y un cierto recelo, y quizá por eso no dejaban de mirarles hasta que los muchachos se perdían más allá de donde alcanzaban sus ojos. «¿Quiénes serán?», se preguntaban. «Deben de venir desde muy lejos», decían mientras buscaban en el horizonte la respuesta a sus preguntas y sospechas. Sólo encontraban los rayos del sol cegándoles y obligándoles a agachar la cabeza.
Cuando llegaron al monasterio, descubrieron lo difícil que es acceder y acercarse a las personas que tienen poder. Windumanoth se presentó como la hermana pequeña de la abadesa, y Aranmanoth como su caballero, pero tuvieron que esperar durante varias horas antes de que Sira les recibiera.
Al fin, la abadesa ordenó pasar a Windumanoth. La esperaba con los brazos abiertos, como hiciera también Liliana, pero inmediatamente Windumanoth se dio cuenta de que tampoco ahora encontraba el cariño y la ternura que ella recordaba. De todos modos eran unos brazos abiertos y fue hacia ellos empujada por un deseo de cobijo y, quizá, de comprensión.
—Hermana —murmuró—, vengo a ti en busca...
Y se interrumpió inesperadamente porque de pronto la palabra «Sur» le parecía una palabra prohibida, proscrita, como si no fuera posible pronunciarla sin sentirse culpable y humillada.
—Sea lo que sea lo que andas buscando, yo te ayudaré a encontrarlo —dijo firmemente la abadesa.
Windumanoth supo entonces que aquella mujer fuerte y segura que le hablaba no se parecía en nada a su hermana Sira. Ella la recordaba saliendo de su alcoba con los ojos encendidos tras la lectura de algún libro antiguo y misterioso. Sin embargo ya no era la joven que la aleccionaba y aconsejaba cuando Windumanoth. tenía miedo de la oscuridad, o quien le contaba interminables historias y le describía paisajes desconocidos en los que ocurrían las más increíbles aventuras. Era la abadesa quien hablaba, una mujer de pocas y firmes palabras, acostumbrada a mandar y a decidir, una mujer solitaria que había aprendido a protegerse de la ternura y el afecto guardándolos en algún lugar de sí misma hasta hacerlos desaparecer.
—Estamos buscando el Sur ——dijo Windumanoth temerosa de la respuesta que comenzaba a intuir.
Entonces Sira miró a su hermana pequeña con tristeza y dijo:
—El Sur no existe.
Y Windumanoth sintió que el mundo se desplomaba sobre ella, o al menos la parte del mundo que verdaderamente le importaba, y sólo llegó a murmurar:
—¿Por qué?
—Yo no lo sé. Lo único que puedo decirte es que eso que tú llamas el Sur no es una realidad. Y tampoco lo son tus sueños ni tus recuerdos. La vida, querida hermana, no es más que una trampa.
Windumanoth vio que una lágrima petrificada luchaba por escapar de los ojos de su hermana. Era una lágrima brillante, como de cristal, que debió de brotar de sus más escondidos sentimientos y que se deslizaba lentamente por una de sus mejillas.
—Vete de aquí, querida niña, vuelve al lugar de donde vienes y deja de buscar imposibles.
Windumanoth se reunió con Aranmanoth que la esperaba impaciente en el exterior del monasterio.
—Salgamos de aquí. Sira tampoco conoce el camino que hemos de seguir —dijo.
Y sus palabras iban cargadas de tanta tristeza y decepción que Aranmanoth no se atrevió a preguntar nada más. La ayudó a montar en el caballo y se alejaron de aquel lugar sin que nadie les despidiera ni les viera partir. únicamente el sol, que comenzaba a ocultarse en el horizonte, les vio proseguir su camino.
Desde el día en que abandonaron el monasterio de las Damas Grises, Aranmanoth supo lo que era la desolación. Avanzaban por tierras desconocidas que nada tenían que ver con lo que buscaban y
esperaban encontrar en el Sur y, en silencio, escuchaba el llanto de Windurnanoth sobre sus hombros.
—No llores —le dijo una vez tras detenerse junto a un arroyo—. Windumanoth, no llores, encontraremos lo que buscamos. Estamos cerca, muy cerca...
Estaban sentados junto al arroyo y se miraron en él. En aquel momento vieron a dos criaturas que, sin ser completamente desconocidas, eran diferentes a cuanto creían ser.
Tanto se sorprendieron que, inmediatamente y los dos a la vez, apartaron sus ojos del río y miraron a su alrededor. Entonces se dieron cuenta de que todo se había transformado. La luz que se filtraba a través de los árboles era diferente y les iluminaba con una intensidad desconocida.
Y fue entonces cuando Aranmanoth oyó el rumor de una cascada.
La cascada le llamaba con palabras que sólo él podía comprender. En aquel instante sintió que todo su cuerpo tembló. Tenía ganas de reír y de llorar a un tiempo, y se supo arrastrado por aquella voz nacida del agua.
—Vayamos al manantial —dijo Aranmanoth agarrando de la mano a Windumanoth.
Y corrieron hacia la pequeña cascada con todo el entusiasmo de quienes intuyen que la felicidad está cerca, más de lo que jamás hubieran imaginado.
Hacía tanto calor que, sin apenas darse cuenta, se fueron desnudando. Y así, el uno frente al otro, con las manos unidas, se adentraron en la cascada. Se abrazaron bajo el torrente luminoso del agua y descubrieron cuán hermoso y placentero puede llegar a ser un cuerpo amado cuando se acaricia. Conocieron lo que es y será, por los siglos de los siglos, el encuentro con la vida, por más que dicho encuentro tenga lugar en un único y fugaz instante. Lo que les estaba ocurriendo, bajo la luz y el agua, era como el bosque, como el viento que arrancaba voces de la hierba y, en definitiva, como ellos mismos.
Cuando salieron de la cascada se vieron reflejados en las aguas del manantial y se dieron cuenta de que toda la luz del sol caía sobre sus cuerpos. Ellos no lo sabían, pero lo que les había sucedido era la repetición de aquel día, lejano pero inolvidable, en que el joven Orso, el actual Señor de Lines, se encontró con el hada del manantial.