Authors: Ana María Matute
Aranmanoth y Windumanoth salieron del agua y se contemplaron el uno al otro como si se vieran por vez primera. Había tanta alegría en ellos que apenas podían contener la risa. Por sus cuerpos resbalaban las gotas de agua, y se detenían en sus pestañas, en el vello, y en el borde de sus largos cabellos, ahora convertidos en una masa espesa. De ellos caían diminutas cascadas que se deslizaban por sus hombros.
Y entonces se tendieron en la hierba, el uno en brazos del otro, y de nuevo se encontraron y sintieron que se conocían, o se reconocían, desde un tiempo tan remoto como nuevo, tan dilatado como fugaz. Rodaron suavemente enlazados, sus labios y sus cuerpos tan unidos que parecía que nunca podrían separarse.
Fue así como descubrieron el profundo significado de aquella palabra que tantas veces habían escuchado en la voz del muchacho de los ojos negros, en sus canciones, y en las historias que contaban las mujeres junto al fuego. Y aunque parecía una palabra mágica que despertaba en su piel y en su más remota memoria, sin embargo era la palabra más simple y poderosa; la única capaz de distinguir a las criaturas humanas de las que no lo son.
El espléndido verano se mecía en los trigales, y el sol se apoderaba de la tierra y de todas sus criaturas. Todo parecía arder, desde las más diminutas hierbas o flores silvestres a las copas de los árboles que se alzaban como lanzas apuntando al firmamento. Aquel grandísimo sol que se presentaba como el rey del cielo y de la tierra borraba el recuerdo de la primavera, del otoño y del invierno. Tan sólo existía el verano, avasallador y depredador como el corazón. Pero en aquel momento ellos no recordaban las palabras del poeta, como tampoco recordaban que el mundo y las gentes existían, invadidas a veces de temor, de inquietud o de esperanza. Ignoraban que el mundo es siempre el mismo, que no conoce treguas ni olvidos, que nunca deja de rodar y de mostrar su cruel indiferencia hacia la felicidad que ellos acababan de descubrir.
Aranmanoth y Windumanoth habían dejado de buscar el Sur. Los dos sabían que el Sur estaba en ellos, y no fue necesario decirlo, puesto que la certeza de haber encontrado, al fin, lo que durante tanto tiempo habían buscado y deseado se mostraba ante ellos con la misma rabiosa luminosidad que emana del sol cuando está en su punto más alto.
Pero un día llegó el trueno.
Y se dieron cuenta de que no era el trueno de las tormentas infantiles. Ya no era el trueno que llenaba el cielo de su infancia de un vértigo blanco, ni el que les hacía temblar de temor ante lo desconocido. El trueno que llegaba venía de las gentes, de las mismas gentes que, hasta aquel momento, les habían ofrecido hospitalidad, alimento y cobijo. Era un trueno cargado de dolor, de miseria y sufrimiento. Era un trueno humano.
El valle por el que habían deambulado durante todos aquellos días, de alquería en alquería, de choza en choza, había desaparecido repentinamente, como si nunca hubiera existido. En su lugar aparecían destrozos, restos de fuego y miseria. Aranmanoth y Windumanoth contemplaban atónitos aquel desolado paisaje. La vida, la espléndida y dorada revelación de la vida que hasta aquel momento había supuesto el valle, su cascada y sus gentes, se había transformado de pronto en cenizas, llanto y, sobre todo, destrucción. Los dos se daban cuenta de que nunca antes habían respirado el olor de la muerte, y ahora lo percibían con total nitidez, como si se tratara de una sombra que creciera ante sus ojos asustados y les observara desde el cielo.
De entre los restos quemados de unos matorrales salió un niño con el rostro manchado de ceniza y sudor.
Aranmanoth y Windumanoth desmontaron del caballo y fueron hacia él:
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Windumanoth.
El niño la miró con un resto de temor en sus ojos brillantes y respondió:
—El Conde ha pasado por aquí.
Y entonces regresó a la memoria de Aranmanoth aquella noche en que una muchacha, casi una niña, iba a ser quemada viva, y recordó su grito irrumpiendo en la oscuridad, y también la mirada de agradecimiento de la joven cuando él la salvó de la muerte. Aquellas imágenes se mezclaban ahora con las de la pequeña aldea quemada, y Aranmanoth, como hiciera aquella vez en el bosque, se preguntó por qué una y otra vez sin que ninguna respuesta llegara hasta él. Sabía que la respuesta a esa pregunta se escondía en lo más profundo y escondido del corazón humano.
Windumanoth lloraba en silencio. En su llanto no sólo había tristeza; la rabia y la impotencia se desliza~ ban por sus mejillas hasta caer al suelo y perderse entre las cenizas.
El verano desaparecía del mismo modo que el rojo sol, tan poderoso, se hundía poco a poco en la lejanía. «¿Qué es lo que está ocurriendo?», se preguntaba Aranmanoth. La noche se acercaba lentamente y, por vez primera, se daba cuenta de que la oscuridad podía convertirse en una trampa, en un desconocido enemigo. No había luna en el cielo, ni siquiera las luces de las luciérnagas iluminaban el paisaje. No estaban ya en la noche amiga, cómplice y embriagadora del verano, aquel verano que encendía la tierra bajo sus pies descalzos y que llenaba de voces, de antiguas voces, su corazón. Parecía que su naturaleza mágica, la heredada de su madre, quedaba suspendida y, quizá, escondida en las aguas de aquella cascada en la que había conocido la felicidad. «El corazón es como un lobo hambriento», pensó. Y comprobó cuánta verdad había en las palabras del poeta: su corazón, como el del resto de los humanos, era un depredador.
Las gentes de aquella y de otras aldeas huían atropelladamente de la muerte que había arrasado sus hogares. Eran los mismos hombres y mujeres, ancianos y niños que poco tiempo antes se habían mostrado generosos y alegres, asombrados ante la belleza de las palabras de aquellos dos muchachos que vagaban en busca de un deseo que parecía inalcanzable. Ahora todos huían. Nadie reconocía a nadie; nadie escuchaba a nadie. El terror y la desesperación se percibían con tanta nitidez que parecían ser lo único que existiera sobre la tierra.
Aranmanoth y Windumanoth se sentaron al borde del sendero, en lo alto de la colina. Desde allí veían la aldea humeante al tiempo que se preguntaban cómo era posible que, en tan poco tiempo, el mundo se hubiera vuelto del revés.
Y así pasaron la noche, despiertos y en absoluto silencio.
Al amanecer, cuando descendieron al valle, comprobaron que el aire estaba lleno de partículas negras que se desplazaban lentamente y les rodeaban. Un largo grito, aunque inaudible, se alzaba desde los despojos y las calcinadas piedras que aún permanecían en pie. Aranmanoth escuchó ese grito y en él reconoció a la muerte.
Un anciano se acercaba lentamente al lugar donde ellos se encontraban. Arrastraba tras de sí un carro desvencijado en el que, al parecer, transportaba cuanto había podido salvar del desastre.
—¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Adónde vas? —preguntó Aranmanoth.
El hombre le miró, y en sus ojos Aranmanoth creyó ver la desolación y el horror que acompañan a la naturaleza humana.
—Lo de siempre —dijo con una voz apenas audible . Lo de siempre.
Y Aranmanoth ya no tuvo nada más que preguntar. De algún modo, las palabras del viejo adquirían en su mente una dimensión nueva, acaso inabarcable, y permanecieron del mismo modo que permanecían las palabras del poeta o el rostro asustado de la muchacha a la que salvó de la hoguera. «Lo de siempre ... », dijo para sí Aranmanoth mientras contemplaba la espalda encorvada del anciano que, con dificultad, arrastraba lo poco que parecía quedar de su vida. Acaso algún recuerdo, alguna leve esperanza contenida en enseres domésticos, tan modestos como una silla de anea, un cuenco de madera o un viejísimo libro que nadie en su familia pudo nunca leer, ni comprender de qué modo había llegado hasta sus manos. «La parte humana de mi naturaleza es tan hermosa como horrible», se dijo. Y Aranmanoth cerró los ojos porque no quería ver la espalda del anciano, los huesos como alones que se adivinaban bajo sus harapos, ni el cabello ralo, blanco y suave como el de un niño, que aún brillaba y se agitaba temblorosamente en su precipitada huida. Y entonces pensó que algo había en los humanos que no se dejaba abatir, ni siquiera en los momentos más difíciles.
Aranmanoth volvió sus ojos hacia Windumanoth y la vio tan frágil y tan menuda, con su rostro blanco enmarcado por los cabellos negros como racimos, que su corazón pareció vacilar. Los grandes ojos de la muchacha estaban inundados, como si hubiera estado lloviendo en su interior durante días y noches interminables.
—No llores —murmuró él acercando sus labios a los de ella. Pero también los labios de Windumanoth estaban cubiertos de lágrimas.
—Lloro porque nos han arrebatado nuestro verano, el Mes de las Espigas —dijo ella. Y no había amargura en su voz, ni siquiera tristeza. Era como un eco, como un lejano resplandor de un sentimiento que se alejaba hasta convertirse en un recuerdo.
—Yo soy Aranmanoth, Mes de las Espigas —dijo él tan firmemente que sus palabras parecían borrar cuantas se hubieran pronunciado antes, o se pronunciarían después.
No sabía de dónde ni por qué misteriosa razón llegaban hasta él tales pensamientos. Lo cierto es que en su interior se abría un gran asombro que por momentos le encolerizaba y, a la vez, le llenaba de júbilo. Sin embargo, el aire traía el olor de la muerte, de la aldea calcinada, del temblor del anciano que arrastraba los míseros despojos de toda una vida en la que acaso conoció la felicidad. Entonces Aranmanoth dijo:
—Soy ignorante. No comprendo cuanto sucede a nuestro alrededor. Desconozco el oscuro origen de todo este sufrimiento, pero, Windumanoth, me hicieron tu guardián, y no quiero verte llorar.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y dijo:
—No es de mis lágrimas de quien tienes que guardarme —y añadió—: quizá no te hayas dado cuenta, pero también he llorado de alegría entre tus brazos.
El cielo que, hasta aquel día, aparecía terso y azul se había estremecido por la invasión de aves carroñeras que arrastraban su sombra allí por donde pasaban.
Entonces fue cuando regresó a la memoria de Aranmanoth el nombre y la figura de Orso.
—Windumanoth, debemos regresar a Lines ——dijo—. Orso, mi padre, está allí, y únicamente él puede comprendernos, puesto que nos ama a los dos.
—Es cierto ——dijo ella—. Orso es el único que verdaderamente nos ama a los dos.
Y emprendieron el viaje de retorno.
Se unieron a todos aquellos que huían de la desolación, de la ruina de sus hogares y de la pérdida de sus seres queridos. Nunca antes pudieron pensar que fueran tantos los que huían, ni que sus pérdidas y su desesperanza fueran tan grandes y numerosas. Tampoco sabían lo que estaba ocurriendo en las tierras de Lines, ni en el corazón de Orso. Cuando ellos oían hablar de la crueldad de las tropas del Conde, no alcanzaban a adivinar, ni siquiera a imaginar, que en esas tropas podría encontrarse el Señor de Lines. Para Aranmanoth y Windumanoth, Orso era cuanto creían bueno, puesto que era, en suma, cuanto tenían.
Poco a poco fueron conociendo sentimientos y heridas que, hasta aquel momento, habían ignorado. El mundo no se reducía a Lines, ni a aquella casa en la que habían vivido, ni al huerto de Windumanoth, ni a las hojas de los árboles que dibujaban palabras con sus sombras. Ni siquiera el muchacho de los ojos negros, aquel que cambiaba de nombre según fuera el lugar en el que se encontrara, podría haberles enseñado la complicada red de sentimientos en la que viven los humanos. Así fue como, lentamente, iban sabiéndose cada vez más solos y, al mismo tiempo, parte de aquella larga y triste riada de gentes que huían sin saber a dónde dirigirse.
Únicamente les quedaba su caballo, aquel sufrido animal que les transportara allí donde su deseo o sus sueños les llevaran. «Orso nos espera», pensaban. Pero viajaban en silencio, como lo hacían todos los demás, siguiendo una ruta inexistente que se iba dibujando a cada paso.
Cuando llegaba la noche buscaban algún paraje propicio en el que descansar. Y con asombro y alivio comprobaban que, a pesar de la aniquilación que habían sufrido aquellas gentes, asomaba algo que, de alguna manera, recordaba a la alegría o, al menos, a la sonrisa de la vida. Pudieron sentirse aceptados por todas aquellas personas sin hogar ni lugar al que acudir, como si ellos también hubiesen sido desposeídos o maltratados. «Lo de siempre», había dicho aquel anciano, y Aranmanoth pensó que esas palabras resumían perfectamente la ininterrumpida, periódica e inevitable expulsión que algunos —y quizá ellos también— sufren a lo largo de sus vidas.
Todos aquellos hombres y mujeres se sentían unidos por su destino incierto. Y esa unión se percibía en el aire que respiraban. Descansaban alrededor de una pequeña hoguera y se miraban los unos a los otros como sólo pueden hacerlo aquellos que comparten un sentimiento, o incluso un sueño. La huida, el temor y la misma muerte enlazaban a aquellas personas que se comprendían e intentaban ayudarse. La amistad hacía que aparecieran sonrisas en aquellos rostros cansados y que se escucharan voces, incluso algunas canciones, en las que aún quedaban rastros de alegría. Se podía respirar un nuevo olor que nada tenía que ver con el de la muerte o la miseria, y ese olor hacía que aquellas noches resultaran cálidas y hermosas, a pesar de la devastación y el dolor causados por los soldados del Conde.
Las altas estrellas y el cada vez más apagado canto de los grillos señalaban que el verano se alejaba.
Durante aquellas noches, cuando de las hogueras tan sólo quedaban sus últimas brasas, Aranmanoth y Windumanoth se abrazaban sobre la hierba y respiraban el dulce aroma de la oscuridad cuando ésta deja de ser enemiga y se transforma en un manto que envuelve cuanto hay a su alcance.
Y se amaban.
Pero no había nadie que amara en Lines desde el día en que ellos lo abandonaran.
El viejo mayordomo de los ojos de escarcha oteaba incansablemente el horizonte. Al día siguiente de su partida envió gente en busca de Aranmanoth y de la esposa del Señor de Lines, y pasaba los días enteros, y sus noches, esperando alguna señal de quienes salieron tras ellos.
Y Orso volvió una noche en la que la oscuridad no se atrevía a adueñarse completamente de cuanto quedaba bajo ella. Fue una noche extraña; el cielo parecía indeciso y tembloroso, y Orso avanzaba con su pequeña tropa de regreso al hogar.
El Señor de Lines había ayudado a incendiar aldeas, a destruir cuanto encontraba a su paso obedeciendo las órdenes del Conde. Pero ahora, de regreso a Lines, algo pesaba en su corazón, y era algo que parecía atenazarle como si se tratara de una inconfesable traición. Orso se había educado y preparado para ser un caballero y, desde niño, sabía que la traición suponía una mancha imborrable, imposible de limpiar.