Authors: Ana María Matute
Y, como todos los padres del mundo, no supo decir nada más.
Aranmanoth sacó un pergamino de entre los pliegues de su túnica y se lo entregó a Orso.
—No sé leer —dijo Orso, por primera vez pesaroso por semejante carencia.
—Yo lo leeré para ti —dijo el niño.
Pero no fue necesaria aquella lectura porque la voz regresó, y Orso pudo conocer cuanto deseaba decirle: «En el calendario del viejo rey soy el Mes de las Espigas, y es el Mes de las Espigas Aranmanoth, que fue concebido por Orso y el hada más joven del Manantial. Soy el llamado Aranmanoth, de doble naturaleza, a medias mágica, a medias humana. Yo soy la juventud y la vida y tú eres mi padre».
—¡Fui víctima de un encantamiento o brujería! —gritó Orso. Estaba asustado. Era valiente, e incluso cruel con quienes le parecía oportuno, pero ahora no sabía a quién debía enfrentarse, puesto que ni siquiera se trataba de un enemigo conocido o presentido. Y esto le confundía de tal modo que ninguna de las enseñanzas ni entrenamientos recibidos le valía ahora para defenderse o atacar.
Entonces dijo el niño:
—Yo soy tu hijo, Aranmanoth.
—¿Aceptas que fui víctima de un encantamiento? —gritó Orso. Y temblaba al decirlo, como no había temblado nunca ante la espada o la lanza.
—Sí —repitió el niño como un eco—. De un encantamiento.
Un silencio tan grande que ni la hierba osaba crecer, ni las nubes navegar, ni el viento empujar hoja alguna, llegó hasta ellos. Y como una corteza estalló la escondida memoria que durante largo tiempo llevaba aprisionada, y regresó la voz antigua, y con ella el rumor del agua, la sombra del bosque, la hermosa criatura que le abrazó y que, por primera vez, le hizo conocer cuán placentera puede ser, entre los brazos de otro ser, una agonía pequeña e infinita. Todo renacía en su corazón, y sólo atinó a repetir: «Hijo mío».
Orso abrazó a Aranmanoth, y conoció el aroma a trigo de sus largos y dorados cabellos, tan rubios como jamás viera y, acariciándolos con sus dedos, palpó en sus extremos una pequeña trenza. Así era cada mechón, como una delicada espiga.
—Encantamiento —se dijo una vez más, llevándose a los labios aquella espiga amada y nacida de sus más remotos deseos—. Encantamiento.
Despertó a la casa, despertó a todos sus habitantes, desde el más engreído mayordomo al más travieso pinche de cocina.
Reunió a su gente en el patio y, llevando de la mano a Aranmanoth, dijo:
—Éste es mi hijo muy amado, éste es Aranmanoth, Mes de las Espigas, y en él descansa toda mi esperanza y cuanto poseo. Respetadle, amadle y temedle, porque en él deposito todos mis deseos.
Por supuesto que ninguno de cuantos escucharon estas palabras comprendió su significado. Acaso, el mismo Orso tampoco. Pero la antigua voz hablaba entre sus labios. Y un suave, dulce temblor hacía que sus palabras, si no comprendidas, fueran acatadas.
A partir de aquel día Orso fue requerido, cada vez con más frecuencia, por su señor, el Conde. Éste engrandecía sus dominios con una rapidez asombrosa, y su nombre era cada vez más conocido por la crueldad que demostraba con quienes se oponían a sus intereses, como por su generosidad hacia quienes le eran adictos. El Conde, tan oscuro en su apariencia como brillante en sus hazañas, era extremadamente astuto y buen conocedor de las miserias humanas. Utilizaba con gran sabiduría tanto la bien adiestrada tropa a su mando, como la humana naturaleza de cuantos le rodeaban y servían. Apreciaba a Orso por su lealtad. Le tenía por buen soldado —aunque sin rozar el heroísmo—, y esta particularidad era muy bien considerada por un hombre como el Conde, que no se dejaba llevar por actos heroicos, sino por el buen sentido, la prudencia y la lealtad. Y de este modo, día tras día, escaramuza tras escaramuza, Orso fue ascendiendo en su consideración y, naturalmente, en su posición. Porque, al fin y al cabo, Orso era bueno, valiente sin locura, de talante noble, porque no había ocasiones de no serlo y, si acaso alguna vez se le presentó esta posibilidad, o bien no se enteró de cuántos beneficios podría obtener, o bien éstos se le antojaron demasiado trabajosos comparados con los provechos que podrían reportarle. El caso es que Orso acabó siendo, si no la persona más adecuada para que el Conde le tuviera como brazo derecho, al menos sí un cómodo bastón.
Y así fue como un buen día, durante una de las muchas cacerías a caballo con las que el Conde entretenía sus ocios entre batalla y batalla, tomó del brazo a Orso y llevándolo consigo a un lugar apartado, bajo la sombra de una gran encina, le dijo:
—Querido Orso —la voz del Conde tembló de emoción al pronunciar estas palabras—, he de confiarte algo que nos atañe a ambos.
—¿Qué es, señor? —murmuró Orso temiendo cualquier cosa.
Porque el joven Señor de Lines, aunque más o menos satisfecho de su vida, acostumbrado como estaba a vivir entre sus gentes, sin grandes esperanzas ni tampoco grandes pesares, en lo más escondido de su corazón abrigaba la sospecha de que alguna desventura le acechaba y estallaría cuando menos lo esperase.
—Quiero que te cases, que tengas muchos hijos y así consolidar tu situación... —el Conde se interrumpió unos segundos, pensativo—. Te concederé un feudo con derecho a herencia... ¡Pero, eso sí! Mantendrás siempre tu vasallaje.
Orso no supo qué decir. La impresión causada por las palabras del Conde le hizo enmudecer. Entendía lo que decía su señor, pero a la vez intuía que algo escapaba a su olfato de humilde perdiguero.
—Vuestras palabras me honran —murmuró, al fin, cautamente—. Pero sabed, señor, y con ello sé que esta confesión puede acarrearme infortunios, que no deseo en modo alguno contraer matrimonio.
Y añadió en tono respetuosamente confidencial:
—Las mujeres, en general, no me gustan. Claro que... hay excepciones. Y, para complaceros, estoy dispuesto a conocer a alguna.
El Conde no acostumbraba a oír de sus vasallos tamaña sinceridad y, tras la primera sorpresa, consideró y apreció la nobleza de las palabras de Orso. Reflexionó durante unos segundos y, al fin, dijo:
—Comprendo cuanto acabas de confesar y aprecio tu honestidad. Muy pocas son las personas, entre las que me rodean y adulan, que tienen el valor necesario para exponer ante mí sus debilidades. Y menos común es aún el hecho de que esto suceda tras haberles ofrecido una mejora en sus vidas... ¡Muchacho querido! —y Orso estuvo a punto de caerse del caballo, puesto que aquellas palabras dirigidas a él le parecían un ave errante, de esas que huyen hacia los países cálidos cuando llega el invierno. Y para él, tras haber escuchado a su señor, el mundo era ya implacable invierno.
Continuó el Conde:
—He elegido para ti una bellísima criatura con todo el candor de una doncella. No lo olvides, Orso. Durante mis incursiones por el Sur he sellado y concertado acuerdos muy sensatos con algunos de aquellos señores que se creen reyes sencillamente porque sus ciudades están amuralladas... En fin, creo que sabes a quiénes me estoy refiriendo —Orso no tenía la menor idea de aquellas gentes puesto que nunca había acompañado a su señor en sus hazañas por el Sur, un territorio que constituía para él un gran misterio, casi una leyenda, pero que tampoco le inquietaba en exceso—. Te voy a dar la esposa más conveniente a nuestros intereses, tanto a los míos como a los tuyos. Debes desposarla antes de la llegada del invierno y, a cambio, tras la ceremonia, cuando aún no se haya consumado el matrimonio, precisaré de tus servicios, ¡y por largo tiempo! —El Conde dejó escapar una risita totalmente ausente de alegría.
Orso callaba. De todos modos, si es que algo se le hubiese ocurrido —que no se le ocurrió— tampoco lo habría dicho. ¿Para qué? Su destino estaba trazado desde el principio, desde mucho tiempo atrás, mucho más incluso de lo que el mismo Orso llegaba a imaginar.
El Conde, tras una pequeña cabalgada, dijo:
—Tengo grandes intereses en el Sur. ¿Conoces el Sur? ¡Pues bien! A las orillas del Gran Río, el Sur es la tierra más bella que vieron mis ojos. ¿Conoces los viñedos, el olor de la tierra mojada, el verdor cambiante del Gran Río?
—No —respondió escuetamente Orso.
—Pues bien, es una tierra tan hermosa como jamás tú o yo podríamos soñar.
—¿Por qué? —se aventuró a preguntar Orso sin demasiado entusiasmo.
—Porque allí reside una fuente: la alegría, la sonrisa del mundo y, también, ¡no te quepa la menor duda!, la locura, el despropósito; eso que jamás debemos imitar... Pero ven, acerca tu oreja a mis labios y te confiaré un secreto que, espero, no divulgues jamás.
Orso reflexionó durante un instante —mucho más no era posible en él— y, al fin, acercó su montura a la del Conde porque era la única manera de acercarse a su oreja. Y dijo:
—Claro está que no lo voy a divulgar. Entre otras razones porque no conozco personas interesadas en ello... Señor, podéis confiar en mi discreción.
—Eres lo más preciado del mundo, Orso —dijo el Conde, no se sabía si con pena o con alivio—. Ojalá que cuantos me rodean fueran como tú.
Y, al fin, le confió:
—Tengo envidia del Sur. Lo temo y lo odio.
Días más tarde, el Conde llamó de nuevo a Orso. Se encontraban en lo alto de una colina y desde allí Orso pudo contemplar la espesura de un bosque de hayas que, por un momento, trajo a su memoria la imagen de un río que a punto estaba ya de secarse en su corazón. Cuando le tuvo delante, el Conde sonrió con benevolencia, algo inusual en él, y dijo:
—Orso, he concertado definitivamente tu matrimonio. Como ya te anuncié, se trata de una muchacha bella, honesta —no tiene más remedio que serlo, puesto que aún no alcanza la edad de nueve años—, y dentro de unos cuantos, los precisos para que pueda dar hijos, será tu esposa verdadera.
Y al decir «verdadera» recalcó la palabra, como el que da el último martillazo a un clavo. Orso se estremeció y miró a su señor con ojos que, más que ojos, eran una súplica.
—Tranquilízate, Orso; aún es una niña. Y sólo transcurrido un tiempo podrá ser efectivamente tu esposa. Mientras tanto puedes triscar cuanto quieras en prados, bosques o montañas. No me importa, pero sí quiero que, llegado el momento propicio, cumplas cuanto te ordeno y no me defraudes. Mi generosidad no será, entonces, una palabra al viento.
Orso inclinó nuevamente la cabeza y su silencio fue más elocuente que cualquier palabra que hubiera pronunciado. Además, no se le ocurrió ninguna que pudiera expresar su desazón.
—Así lo haré —dijo Orso, más para sí mismo que para los oídos del Conde. Y su voz se alejó con el viento, que aquel día soplaba con una misteriosa fuerza, hasta adentrarse en lugares que ni el mismo Orso alcanzaba a imaginar.
Algún tiempo después, en tierras de Orso, se anunció la llegada de la joven prometida.
Y llegó el día en que entró en aquella tierra y en la mansión de Lines, con tanto boato y festejo que parecía más la llegada de una princesa.
Orso la aguardó en la linde de sus dominios. Cuando al salir del bosque vio avanzar la pequeña comitiva y distinguió una minúscula criatura sobre un hermoso caballo, una mano invisible se apoderó de tal modo de su corazón que a punto estuvo de gemir.
Nadie, hasta aquel momento, le había despertado tanta piedad. Era una niña, sólo una niña, muy frágil y pequeña, que intentaba mantenerse impávida sobre la montura. Tenía hermosos cabellos negros, rizados, que, súbitamente, trajeron a la memoria de Orso los racimos de uvas negras que otoño tras otoño acarreaban sus sirvientas desde tierra sureña.
Desde el día en que Aranmanoth llegó a Lines, Orso le distinguió de cuantos le rodeaban. No sólo porque era su hijo —y él no lo dudaba—, sino porque conociendo su doble naturaleza, medio mágica, medio humana, sabía que debía cuidar de él con mayor atención.
Aranmanoth era una criatura más bien silenciosa. Apenas hablaba y, si esto ocurría, sólo lo hacía con su padre. Era un niño muy bello, alto —muy alto para su edad—, delgado y con grandes ojos azules, de un azul poco frecuente, parecido a los cielos despejados de nubes después de la tormenta. Se rumoreaba, tanto entre los que le querían como entre los que le envidiaban, que el color de sus ojos era el gran azul que, en ciertos días de verano, se extiende sobre los trigales. Su mirada era limpia, cristalina, como el agua transparente de un manantial, y en ocasiones se le encontraba contemplando el cielo o a algún ave que lo atravesaba, y parecía —eso se decía— que entre el cielo y el niño existiera un pacto silencioso que les hacía brillar a ambos. Y además había en él algo, si cabe, aún más peculiar, algo que, por una parte, atraía y, por otra atemorizaba a cuantos le miraban. En los extremos, sus largos cabellos, mechón a mechón, se trenzaban de forma natural de manera que se asemejaban increíblemente a las espigas que inundaban los campos del verano. Nadie podía dejar de mirar sus cabellos. Se rumoreaba que eran espigas milagrosas, capaces de curar lo incurable, y algunos decían que sólo bastaba contemplarlos o rozarlos suavemente para que una extraña y bella calma se instalara en el corazón de cuantos se acercaban a él. Pero como suele suceder con todas las cosas inexplicables y bellas, Aranmanoth también causaba temor, un temor del que él apenas era consciente y que ni siquiera presentía puesto que, desde su llegada a la mansión del Señor de Lines, el niño se mostró ante todos como cualquier otro. Y poco a poco fue saliendo de su silencio: jugaba, reía, preguntaba y procuraba mezclarse con cuantas criaturas de su edad encontraba. Y de este modo, Aranmanoth jugaba con otros niños, se bañaba en el río y escuchaba sobrecogido, confundido entre los demás, las antiquísimas historias que la anciana Mengoa, junto al fuego, contaba durante las noches de invierno en su cabaña. Y oyéndola, Aranmanoth, como los demás, buscaba manos amigas, abría los ojos y encendía su imaginación —y acaso escuchaba lejanos ecos de un mundo que no atinaba a emplazar en su memoria—. Luego regresaba a la casa y dormía plácidamente en el pequeño lecho que su padre había ordenado habilitar junto al suyo. Porque Orso desde el principio deseó que su hijo participara de casi todos los momentos en que distribuía su jornada. Aranmanoth le seguía allí donde iba, y recibía ansioso sus instrucciones y enseñanzas.
El niño estaba al lado de su padre cuando, a lo lejos, divisaron a la joven prometida. Orso buscó los ojos azules de su hijo y le preguntó tembloroso:
—Aranmanoth, hijo mío, dime qué debo hacer.