Aranmanoth (2 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: Aranmanoth
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Los años de aprendizaje en el castillo del Conde fueron duros. Pero ya antes su padre había dejado la huella de los latigazos que debían inculcarle voluntad y rigor en su espalda de niño, y prepararle para una vida destinada a asumir y ejercer el poder y evitar que otros lo hicieran. Pero ahora retornaban las antiguas voces y el rumor lejano e inolvidable de las ruecas, y el perfume de algunas palabras surgidas de aquéllas que fueron —y siempre serían— las misteriosas mujeres de su infancia.

Orso alzó la cabeza y escuchó. Escuchó no sólo con sus oídos, sino con todos sus sentidos. Y aún más, con su memoria, su curiosidad, su añoranza y su misma piel.

Poco a poco fue incorporándose de entre los helechos y, como si un invisible y sutil dogal le encadenase y condujera, fue avanzando de nuevo hacia la cascada. De allí parecía brotar la voz que Orso escuchaba. Era la voz del agua, la voz de la vida. Y de nuevo aquella silueta se perfiló, ahora más nítidamente, entre la espuma blanca y torrencial. Orso entró en el raudal blanco del agua y supo que otro cuerpo le abrazaba. Un cuerpo a la vez carnal y etéreo, desconocido, sensual y casi intangible. «¿Quién eres?», alcanzó a murmurar.

En aquel momento apareció ante sus ojos, con toda claridad, una criatura que, ni en sus más alocados sueños, podía compararse en belleza y extrañeza a cuantas conocía. Era una criatura casi traslúcida, y sus largos cabellos, más brillantes y dorados que el sol, le deslumbraron.

Ella dijo entonces:

— Yo soy la más pequeña de las hadas del agua. Te he visto avanzar sobre la hierba; he visto cómo te cubrías con mi agua, con mi vida, y te amo. El agua es mi reino, y sólo tú has sabido gozar de ella sin abusar.

Orso no sabía qué responder. En realidad no entendía nada de lo que aquella criatura le decía. Y, además era la primera vez que tenía a una mujer —si es que lo era— entre sus brazos. Hasta aquel momento, el muchacho había tenido pequeños amoríos, especialmente con sus camaradas más jóvenes; sabía lo que eran las caricias y los besos, y lo que pueden llegar a ser los umbrales del amor, palabra que oía repetidamente y que, sin embargo, sospechaba que pocos conocían. Entonces Orso sintió, a partes iguales, temor, deseo y placer.

—¿Quién sois...? —preguntó mientras estrechaba aquel cuerpo contra el suyo. Y en torno a ellos, y sobre ellos, el agua se había convertido repentinamente en algo parecido a la música, aunque Orso no estaba seguro; acaso eran los largos y encendidos cabellos que, como el sol y el agua, se enroscaban en él y le retenían.

—No sé quién sois —murmuró Orso, entre feliz y temeroso. Estos dos sentires, a menudo, se entrelazan. Y ella sólo respondió a sus preguntas con el balbuceo de quien descubre un sentimiento que la había conducido más allá de su naturaleza mágica.

Entonces, aquella criatura no se diferenció de cualquier mujer, y Orso, por vez primera, conoció lo que se entiende por ser amado y correspondido.

Orso respiraba suavemente entre los helechos y la hierba; tan en paz consigo mismo como nunca antes se había sentido. Frente a él se encontraba la más hermosa de las mujeres. Era alta, tanto como él mismo y, aunque estaba desnuda, sus largos cabellos dorados la cubrían como un manto de oro. Sólo sus pies, blanquísimos, asomaban bajo aquella resplandeciente túnica, y le conferían tal fragilidad, tal inocencia e indefensión, tal desamparo, que el corazón de Orso se conmovió y a punto estuvo de echarse a llorar. Se contuvo: desde su primera infancia a Orso le estaba severamente prohibido llorar.

Pero ella le sonreía y le tendió los brazos. Sus manos se entrelazaron mientras, con movimientos tan gráciles que sólo la hierba mecida por la brisa podía parecérsele, el hada se arrodilló a su lado. Acarició sus cabellos, besó sus labios dulcemente y dijo:

—Orso, sé quién eres, sé que alguien como yo, de mi naturaleza, no tiene lugar en tu vida. Se espera mucho de ti entre los tuyos... Entre los de mi especie eres la juventud, el amor y, quizá, la rara inocencia que aún pervive entre los humanos. Yo soy la más joven de las hadas del Manantial y he sucumbido ante tu belleza y la pureza de tu corazón... Sin embargo, he de pagar por este desliz. Sólo así podré recobrar mis atributos de hada. Por ello, he de comunicarte algo: no volverás a verme y lo más seguro es que, obedeciendo a tu naturaleza, me olvides. Los humanos aprenden a olvidar fácilmente. Pero sé que tu semilla ha prendido en mí y así, dentro de un tiempo recibirás el fruto de este arrebato: ese fruto será una criatura especial, diferente, medio mágica, medio humana y, por encima de todo, será un niño sagrado. Esto quiere decir que estará destinado a ser el objeto de algún sacrificio, el que purifica o el que redime.

Entonces el hada se inclinó aún más y, hundiendo las manos en el Manantial, extrajo de él algo brillante y dorado.

—Toma esta loriga mágica. Cuando la lleves sobre tu cuerpo nadie podrá hacerte daño..., excepto tú mismo.

—¿Yo mismo? —preguntó asombrado Orso—. No conozco a nadie tan necio o tan loco que haga una cosa semejante. Y os aseguro que no soy necio ni estoy loco.

No había terminado de pronunciar estas palabras cuando el hada del Manantial desapareció.

En un primer momento, Orso creyó que su encuentro con el hada no había sido más que un sueño. Pero cuando se incorporó, casi le cegó el brillo de las escamas de oro que componían la loriga. Reflejaban los rayos del sol entre las ramas con una luz más grande que ninguna. Allí estaba la loriga, la prueba de cuanto le había ocurrido.

Un irreprimible deseo de aquella criatura le lanzó hacia la cascada, la buscó entre la espuma y luego en el Manantial. Le pareció descubrir en el fondo del agua, entre las pulidas piedras rojas, azules y plateadas un resplandor de lo que creía eran sus huellas. Pero no lo eran.

Ella no estaba; ella era ya, tan sólo, una desaparición. Y esta desaparición era lo único que quedaba del inmenso placer y del ensueño que por primera vez había sentido y compartido.

«Nadie podrá hacerte daño..., excepto tú mismo», repitió para sí el joven Orso. «Excepto tú mismo», volvió a decir. Un vago temor se fue abriendo paso en su mente. Las últimas palabras pronunciadas por el hada se asemejaban demasiado a una profecía.

Lentamente fue recogiendo su ropa, su blanca camisa de recién nombrado caballero, su cota aún sin rastros de sangre; se vistió y calzó de nuevo, protegió su cabeza bajo el casco y ajustó la espada a su cinto. Antes de montar nuevamente a su querido Gero, recogió del suelo su loriga y la estuvo mirando largo rato, hasta que el sol reflejado en ella le deslumbró, y Orso se vio obligado a apartar sus ojos. Estaba hecha de láminas de oro sobrepuestas unas a otras, como el lomo de algunos peces. Parecía tan frágil como una tela fina, de las usadas por las damas, y, sin embargo, de ella emanaba una fuerza, una protectora y a la vez peligrosa fortaleza que hizo que todo su cuerpo se estremeciera.

Con el ánimo aún turbado, Orso guardó la loriga entre sus enseres y reanudó su camino hacia la casa de su padre.

Capítulo II

Cuando Orso divisó, aún lejanas, las montañas que anunciaban su tierra, un antiguo olor, como un perfume cálido y envolvente, llegó hasta él invadiendo cuanto le rodeaba. A golpes de memoria supo que regresaba a sus raíces, y espoleó su montura intentando acortar cuanto le fuera posible la distancia que aún le separaba de aquellas tierras.

Una alegría, casi dolorosa, crecía en su interior. Los recuerdos de su infancia, sus sueños de niño, las conversaciones de las mujeres junto al fuego se mezclaban ahora, atropelladamente, con las duras imágenes de su aprendizaje en el castillo del Conde para convertirlo en un joven destinado a la violencia. Los latigazos con que su padre le advertía de la dureza del mundo se confundían en su memoria con los aullidos de aquel pequeño perro, sin raza ni destino precisos —puesto que ni era cazador, ni pastor, ni era faldero; sólo pequeño y amigo que le acompañaron hasta el último recodo del camino la mañana en que partió hacia el castillo del Conde, y que se perdieron —ahora lo sabía— como el sol y las montañas, mundo abajo. Pero todo regresaba ahora, confuso y nítido a la vez, doloroso y sobrecogedor. El pequeño mundo que Orso conocía se mezclaba en su memoria.

En la linde de sus tierras le esperaban sus gentes. Por un momento se sintió conmovido por la fugaz ilusión de que su madre estuviera allí, con los brazos abiertos como la recordaba el último día, cuando le despidió de la casa. Y una pregunta ensombreció la alegría del regreso: «¿Por qué mi madre abría los brazos para despedirme, como si estuviera esperándome? ¡Qué extrañas y desconocidas son las mujeres!», pensó. Y las recordó vivamente, como si las viera, al tiempo que se veía a sí mismo corriendo hacia ellas, tras una travesura, en busca de refugio. «¡Qué misterioso es su mundo! », se dijo en voz alta.

Cuando se halló junto a su padre, el Señor de Lines era sólo un pálido reflejo de aquél que Orso conservaba en su memoria. «¿Acaso siempre había sido así?», se preguntó desconcertado. Alejó estos pensamientos de su mente y se inclinó hacia el lecho donde intentaba incorporarse un anciano tan frágil y quebradizo que nadie ahora podría imaginarle sosteniendo un látigo en la mano. Habían pasado muchos años. Tantos que Orso comenzó a dudar de sus recuerdos.

Ayudado por su sirviente Mut, tan envejecido como él y tan obediente como siempre lo había sido, el Señor de Lines se incorporó y contempló a su hijo como jamás lo hiciera antes:

—Orso —dijo—, tú serás ahora el Señor de Lines. Y, apoyando sus manos temblorosas sobre los hombros del muchacho, le besó en ambas mejillas por pri~ mera y última vez.

Antes del amanecer murió.

A partir de aquel día, tras el entierro de su padre, Orso se convirtió en el joven Señor de Lines. Poco a poco su carácter y su comportamiento fueron transformándose. Se volvió hosco y huraño, silencioso e introvertido; en sus ojos, el brillo que siempre resplandecía al contemplar las montañas o los bosques ahora no era más que una tenue luz a punto de extinguirse, una luz sin apenas vida que recordaba a la que recubre algunas piedras bajo el agua, escondidas y mudas. Y llegó el día en que el parecido con su padre era tal que familiares, campesinos y siervos llegaron a confundirle con él.

A veces, alguna anciana, hilando en su rueca, decía:

—Orso era un niño hermoso, bueno y tocado por las criaturas del bosque. Me acuerdo de sus cabellos castaños, casi dorados, y de sus ojos dulces como el mosto: tenían su color. Pero el tiempo le ha vuelto oscuro y fiero, y poco recuerda a aquel niño que, algunas veces, venía a pedirme que le contara la leyenda del hada del Manantial. Ahora es el Señor de Lines y apenas se diferencia de su padre. También he visto el látigo en su mano y he oído su restallar. Y me pregunto: ¿adónde se fue ese niño que yo conocía y que, sin embargo, no ha muerto, ni está en ninguna parte?, ¿qué ha sido de él? ¡Ay, la vida es una larga pregunta que nadie sabe contestar!

Aquellas criaturas del bosque a las que aludían las viejas hilanderas habían abandonado, al parecer, al joven Señor de Lines.

Pasaron algunos años, durante los cuales Orso hubo de probar su lealtad al Conde. Fue requerido en varias ocasiones para combatir junto a su señor en las innumerables luchas que éste mantenía con sus vecinos o sus enemigos personales —y eran muchos, según pudo ir conociendo Orso—, puesto que su señor era belicoso, ambicioso y, a la vez, poco escrupuloso con sus semejantes. Orso le había jurado lealtad, y este pacto, según le aleccionara su padre, era sagrado. El Conde era su señor y le debía obediencia.

Orso no tenía grandes ambiciones, ni era violento por naturaleza y, aunque se veía abocado a pequeños lances —que mucho respondían a estos dos incentivos—, la verdad es que su vida transcurría sin grandeza alguna. Tal vez, por su talante, o a pesar de él, lo cierto es que el Conde fue distinguiéndole de los de su entorno. Le otorgó honores y donaciones sustanciosas que, quizá, otros merecían más que él. Fue, por tanto, objeto de envidias y rencores. Pero tan oscuros sentimientos, del mismo modo que se encendian, se apagaban sin ruido ni grandes consecuencias.

Una noche Orso despertó envuelto en sudor e inquietud. Era la inquietud que causa sentirse observado por alguien. Pero estaba solo, únicamente el pequeño lebrel, Rai, que dormía plácidamente a sus pies, y Ari, su sirviente, le acompañaban. Ambos dormían. Sin embargo, Orso notaba que alguien le estaba mirando o, al menos, recordando, que son cosas parecidas.

Un lejano rumor de agua llegó hasta él. La voz del agua volvía, y Orso permaneció inmóvil unos segundos mientras aquel sonido se hacía cada vez más preciso. Después de tantos años de miedo y silencio, regresaban las voces, las mismas que marcaron su infancia y que —ahora lo sabía—, como lento y espaciado goteo, eran parte de su vida: «Despierta, Orso, y recibe al hijo que te prometí y al que debes amar».

Orso se cubrió apresuradamente con el manto y, aún descalzo y sin despertar a nadie, descendió hasta el último escalón de la torre.

Entonces vio a un hombre viejo. Tenía el aspecto de un campesino y llevaba de la mano a un niño. El anciano le dijo:

—Señor de Lines, éste es tu hijo: Aranmanoth, Mes de las Espigas.

Y, apenas lo hubo dicho, el viejo desapareció, como si nunca hubiera estado allí. Sin embargo, el niño permanecía quieto, mirando a Orso tan intensamente que éste no pudo sino apartar sus ojos de él.

El niño tendría unos diez u once años. Era alto, delgado y tan rubio que parecía contener toda la luz de agosto.

Entonces Orso se inclinó hacia él y le dijo:

—¿Qué es lo que ese hombre ha dicho? ¿Quién eres y por qué estás aquí? —Porque Orso había olvidado, como bien anunció el hada, lo que años atrás había sucedido en el Manantial.

El niño sonrió, y jamás Orso recordó, en todos los años de su vida, una sonrisa parecida: ni alegre ni triste, algo parecido a un despertar. Y, por primera vez, oyó su voz:

—Yo soy tu hijo Aranmanoth, Mes de las Espigas.

—¿Mi hijo? —casi gritó Orso—. Yo no tengo hijos.

—Soy Aranmanoth, Mes de las Espigas. Tu hijo.

Entonces, el antiguo rumor regresó y Orso recuperó en su memoria la voz del Manantial, las palabras del hada y su presencia incorpórea en el bosque. Se arrodilló ante el niño, le abrazó, y le dijo:

—Hijo mío ——entre asombrado y temeroso—, hijo mío.

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