—Como es natural, aparte no hay que contar con nada —zanjó Montalbano, que no quería pasar por idiota.
—Bueno, bueno.
—¿Cómo se baja a la playa?
—Mire, usted sale por la verja de la terraza, recorre diez metros y allí empieza una escalerita de toba que lo lleva abajo. Son cincuenta escalones.
—¿Podría esperarme una media horita?
El señor Callara lo miró perplejo.
—Si es sólo una media horita…
Nada más verlo, Montalbano había experimentado el deseo de darse un buen chapuzón en aquel mar que parecía llamarlo. Se lo dio en calzoncillos.
A la vuelta, justo el tiempo de subir los cincuenta escalones, el sol ya se los había secado.
La mañana del primer día de agosto, Montalbano fue al aeropuerto de Punta Raisi para recoger a Livia, Laura y su hijo Bruno, que era un chiquillo de tres años. Guido, el marido de Laura, iría después en tren con el coche y el equipaje. Bruno era un niño que no conseguía estarse quieto ni dos minutos seguidos. A Laura y Guido les preocupaba un poco que el pequeño no hablara y sólo se comunicara con gestos. Ni siquiera dibujaba garabatos como todos los niños de su edad, pero, en compensación, era capaz de tocarle los cojones a todo el universo.
Se fueron a Marinella, donde Adelina había preparado el almuerzo para todo el grupo. Pero cuando llegaron, la asistenta ya no estaba, y Montalbano supo que no volvería a verla en el transcurso de los quince días que Livia iba a pasar en Marinella. A Livia le caía muy mal Adelina y ésta le correspondía de la misma manera.
Guido llegó sobre la una. Comieron, e inmediatamente después Montalbano subió al coche con Livia para servir de guía al de Guido con su familia. Cuando Laura vio el
chalet
, se sintió tan entusiasmada que abrazó y besó a Montalbano. Hasta Bruno, por medio de gestos, expresó que deseaba que el comisario lo levantara en brazos. Y en cuanto estuvo a la altura de su rostro, le escupió en un ojo el caramelo que estaba chupando.
Acordaron que al día siguiente Livia iría a ver a Laura con el vehículo de Salvo, quien, total, podía pedir que fueran a recogerlo a casa con un automóvil de la comisaría, y se quedaría todo el día con su amiga.
Por la tarde, cuando terminara su trabajo, Montalbano pediría que lo llevaran a Pizzo y juntos decidirían dónde cenar.
Al comisario le pareció una solución estupenda, pues de esa manera a mediodía podría zamparse lo que más le gustara en la
trattoria
de Enzo.
Los males en el
chalet
de Pizzo empezaron la mañana del tercer día. Livia, que había ido a ver a su amiga, lo encontró todo revuelto: la ropa fuera del armario y amontonada encima de unas sillas de la terraza, los colchones apoyados bajo las ventanas de los dormitorios, los utensilios de la cocina por el suelo en la explanada que había delante de la entrada principal. Bruno, en cueros y con la manguera en la mano, se dedicaba a regar la ropa, los colchones y las sábanas. Intentó regar incluso a Livia, pero ésta, que lo conocía muy bien, lo esquivó. Laura se hallaba tendida en una tumbona al lado del murete de la terraza, con un paño mojado sobre la frente.
—Pero ¿qué es lo que sucede?
—¿Has entrado en la casa?
—No.
—Mira desde la terracita, pero ni se te ocurra entrar.
Livia cruzó la verja de la terraza y miró hacia el interior del salón.
Lo primero que vio fue que el suelo se había vuelto casi negro. Lo segundo, que el suelo estaba animado, es decir, que se movía en todas direcciones. Después ya no vio nada más porque, tras haber comprendido de qué se trataba, lanzó un grito y huyó corriendo de la terraza.
—¡Pero si son escarabajos! ¡Miles!
—Esta mañana al amanecer —dijo Laura con dificultad, pues apenas le quedaba aliento—, desperté para beber un vaso de agua y los vi, pero aún no había tantos… Desperté a Guido, intentamos poner a salvo todo lo que pudimos, pero no lo conseguimos. Seguían saliendo de una grieta del suelo del salón…
—¿Y ahora Guido dónde está?
—Se ha ido a Montereale; ha llamado al alcalde, que ha sido muy amable, y vuelve enseguida.
—Pero ¿no podía llamar a Salvo?
—No se atrevía a llamar a la policía por una invasión de escarabajos.
Un cuarto de hora después llegó Guido. A sus espaldas había un vehículo del ayuntamiento con cuatro barrenderos armados con bidones de desinsectación y escobas.
Livia se llevó a Laura y a Bruno a Marinella mientras Guido se quedaba en Pizzo para coordinar las operaciones de desinsectación y limpieza de la casa. A las cuatro de la tarde él también se presentó en Marinella.
—Salían precisamente de la grieta del suelo. La hemos rociado con dos bidones enteros y después la hemos tapado.
—¿Y no habrá otras grietas parecidas? —preguntó Laura, no demasiado convencida.
—Quédate tranquila, hemos mirado bien por todas partes —contestó Guido en tono definitivo—. No volverá a ocurrir. Podemos irnos tranquilamente a casa.
—Pero ¿por qué habrán salido…? —terció Livia.
—Uno de los empleados me ha explicado que anoche el
chalet
debió de sufrir un imperceptible movimiento de dilatación y asentamiento que provocó la grieta. Y los escarabajos que estaban bajo tierra subieron atraídos por el olor de la comida, de nuestra presencia, vete tú a saber.
Al quinto día hubo una segunda invasión. Esa vez no de escarabajos, sino de ratones. Al levantarse, Laura vio unos quince por toda la casa, chiquitos y hasta graciosos. Huyeron a toda prisa por la puerta cristalera de la terraza en cuanto ella se movió. Encontró otros dos en la cocina, comiéndose las migajas de pan. A diferencia de casi todas las mujeres, a Laura los ratones no le causaban demasiada impresión. Guido llamó nuevamente al alcalde, fue a Montereale y regresó con dos trampas para ratones, cien gramos de queso picante y un gato pelirrojo, simpático y paciente, que no reaccionó de mala manera cuando Bruno trató enseguida de sacarle un ojo.
—Pero ¿cómo es posible que, después de los escarabajos, ahora salgan también ratones? —le preguntó Livia a Montalbano cuando ambos acababan de acostarse.
A él, teniendo a Livia desnuda a su lado, no le apetecía hablar de ratones.
—Bueno, verás, es que la casa ha estado un año deshabitada, y claro… —fue su vaga respuesta.
—A lo mejor, antes de que Laura la ocupara habrían tenido que limpiar, quitar el polvo, desinfectar…
—Yo también lo necesito —la interrumpió Montalbano.
—¿Qué? —preguntó Livia perpleja.
—Lo segundo que has dicho.
Y la abrazó.
Al octavo día hubo una tercera invasión. Fue una vez más Laura, que se levantaba primero, quien descubrió su presencia. Vio una criatura por el rabillo del ojo, pegó un brinco y, sin siquiera saber cómo, aterrizó sobre la mesita de la cocina, donde, sintiéndose suficientemente a salvo, temblando y empapada de sudor, abrió despacio los ojos y miró al suelo.
Allí se paseaban tranquilamente una treintena de arañas que parecían una escogida representación de la especie: una era bajita y peluda, otra era sólo una cabeza redonda y unas patas muy largas que semejaban hilos de telaraña, una tercera era rojiza y tan grande como un cangrejo, una cuarta era la viva imagen de la terrible viuda negra…
Laura, que no se impresionaba demasiado en presencia de los escarabajos y a quien los ratones no le daban ningún asco, se ponía histérica en cuanto veía una araña. Sufría eso que se denomina con una palabra muy difícil, aracnofobia, y que, en palabras sencillas, significa miedo irracional e incontrolable a las arañas.
Así pues, mientras se le erizaba el vello de la nuca, lanzó un grito espantoso y cayó desmayada al suelo desde la mesita. Al caer, se golpeó la cabeza y empezó a sangrar.
Guido, despertado de golpe, se levantó precipitadamente de la cama y acudió en auxilio de su mujer. Pero no se percató de la presencia de
Ruggero
, que así se llamaba el gato, el cual huía a toda prisa de la cocina, aterrorizado en un primer momento por el grito de Laura y, en un segundo, por el estrépito de su caída.
El caso fue que Guido salió volando en sentido horizontal al suelo hasta que su cabeza hizo de parachoques contra el frigorífico.
Cuando Livia llegó como de costumbre para bañarse en la playa con sus amigos, tuvo la sensación de encontrarse en un hospital de campaña.
Laura y Guido llevaban la cabeza vendada, y a Bruno, por su parte, le habían vendado el pie izquierdo porque, al levantarse de la cama, había provocado la caída del vaso de agua de la mesilla, el vaso se había roto y él había pisado los añicos de vidrio. Extrañada, Livia observó que hasta
Ruggero
cojeaba levemente como consecuencia de su encontronazo con Guido.
Al final se presentó la consabida cuadrilla de exterminadores enviada por el alcalde, que ahora ya se había convertido en amigo de la familia. Mientras Guido dirigía las operaciones, Laura, todavía trastornada, le confió en voz baja a Livia:
—Esta casa no nos quiere.
—¡Quita, mujer! Una casa es una casa; no puede querer ni odiar.
—¡Pues yo te digo que esta casa no nos quiere!
—¡Anda ya!
—¡Está embrujada! —insistió Laura con los ojos brillantes, como si tuviera fiebre.
—Laura, te lo ruego, no digas esas chorradas. Comprendo que tienes los nervios destrozados, pero…
—¿Sabes una cosa? Estoy pensando en todas esas películas que he visto sobre casas malditas, casas habitadas por espíritus infernales.
—¡Pero todo eso son fantasías!
—Ya verás si tengo razón o no.
La mañana del noveno día se puso a llover a cántaros. Livia y Laura se fueron al museo de Montelusa, y Guido, invitado por el alcalde, fue a visitar la mina de sal y se llevó a Bruno. Por la noche arreció la lluvia.
La mañana del décimo día seguía diluviando. Laura llamó a Livia para decirle que iba a llevar al niño al hospital con Guido porque uno de los cortes le estaba supurando. Livia decidió aprovechar la ocasión para ordenar las cosas de Salvo. A última hora de la tarde el cielo se despejó y todos estuvieron seguros de que el día siguiente sería claro y caluroso, un día perfecto para ir a la playa.
No se equivocaron en su previsión. El mar grisáceo había recuperado su color; la arena mojada tiraba a marrón claro, pero dos horas de sol le devolverían el tono dorado. Quizá el agua estaba un poco fría, pero a mediodía, con el calor que ya hacía a las siete de la mañana, estaría como un caldo. Ésa era justo la temperatura que le gustaba a Livia, mientras que a Montalbano le desagradaba, le daba la impresión de introducirse en una bañera de balneario, y cuando salía, se sentía debilitado y sin fuerzas.
Livia llegó a Pizzo a las nueve y media y se enteró de que el inicio de la mañana había sido normal; no habían encontrado ni escarabajos ni ratones ni arañas, y tampoco se habían registrado nuevas visitas tipo escorpiones o víboras. Laura, Guido y Bruno ya estaban preparados para bajar a la playa.
Estaban a punto de cruzar la pequeña verja de la terraza cuando sonó el teléfono. Guido, que era ingeniero, trabajaba en una empresa especializada en la construcción de puentes y a quien dos días atrás habían llamado desde Génova a causa de un problema que él había intentado explicarle a Montalbano pero acerca del cual éste no había entendido absolutamente nada, dijo:
—Id bajando que ya os alcanzo.
Y entró en la casa para contestar al teléfono.
—Tengo que hacer pis —le dijo Laura a Livia.
Y entró también en la casa. Livia la siguió, porque, como todo el mundo sabe, orinar es contagioso; basta con que alguien se esté aguantando para que en cuestión de un momento a todos les ocurra lo mismo. Fue al otro cuarto de baño.
Cuando todos hubieron terminado de hacer sus cosas y se reunieron en la terraza, Guido cerró la puerta cristalera, la verja, cogió el parasol porque le correspondía llevarlo a él siendo el hombre, y se encaminaron hacia la escalerita de toba que llevaba a la playa. Pero antes de iniciar el descenso, Laura miró alrededor y preguntó:
—¿Dónde está Bruno?
—A lo mejor ha empezado a bajar solo —dijo Livia.
—¡Dios mío, pero si solo no puede! Siempre tengo que cogerlo de la mano —replicó Laura.
Se asomaron a mirar. Desde allí se veían unos veinte peldaños, pero después la escalerita giraba hacia un lado. Bruno no estaba a la vista.
—Es imposible que haya podido bajar más —dijo Guido.
—¡Ve a ver, por el amor de Dios! ¡Puede haberse caído! —exclamó Laura, que ya empezaba a ponerse nerviosa.
Guido, seguido por las miradas de Laura y Livia, bajó corriendo, desapareció al llegar a la curva y volvió a aparecer en ella al cabo de menos de cinco minutos.
—He recorrido toda la escalera. No está; id a ver en casa, a lo mejor lo hemos dejado encerrado dentro —indicó, levantando la voz y respirando afanosamente.
—Pero ¿cómo lo hacemos? ¡Las llaves las tienes tú!
Guido, que había tratado de ahorrarse la subida, llegó arriba soltando maldiciones, abrió la verja de la terraza y la puerta cristalera. E inmediatamente se oyó un coro:
—¡Bruno! ¡Bruno!
—Este imbécil de niño es capaz de pasarse todo un día escondido debajo de una cama sólo para fastidiarnos —dijo Guido, que ya estaba perdiendo la paciencia.
Lo buscaron por toda la casa, debajo de las camas, dentro del armario, encima del armario, debajo del armario, en el trastero de las escobas. Nada. En determinado momento, Livia dijo:
—Pues tampoco se ve a
Ruggero
.
Era verdad. El gato, que por regla general se metía entre los pies de la gente como bien sabía Guido, también parecía haber desaparecido.
—Cuando lo llamamos,
Ruggero
suele venir o maullar. Vamos a llamarlo —sugirió Guido.
Era una ocurrencia lógica: puesto que el niño no hablaba, el único que en cierto modo podía contestar era el gato.
—¡
Ruggero
! ¡
Ruggero
!
No hubo respuesta gatuna.
—Pues entonces Bruno tiene que estar fuera —concluyó Laura.
Salieron todos a buscar alrededor de la casa, comprobaron el interior de los dos vehículos aparcados. Nada.
—¡Bruno! ¡
Ruggero
! ¡Bruno! ¡
Ruggero
!
—A lo mejor se ha ido por el caminito que lleva a la carretera provincial —apuntó Livia.