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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Ardores de agosto (5 page)

BOOK: Ardores de agosto
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—Para usía siempre está abierto.

Tal como siempre ocurre, el hecho de haberse librado de una desgracia les provocó a todos un regocijo tan grande y un hambre tan canina que Enzo, oyéndolos reír de aquella manera y comer como si llevaran una semana de ayuno, les preguntó qué estaban celebrando. Bruno parecía aquejado del mal de San Vito, no paraba de moverse: primero tiró los cubiertos al suelo, después un vaso que por suerte no se rompió, y finalmente vertió sobre los pantalones de Montalbano el contenido de la aceitera. El comisario lamentó fugazmente haberlo sacado demasiado pronto del hoyo, pero se arrepintió enseguida del pensamiento. Al terminar de comer, Livia y sus amigos regresaron a Pizzo. En cambio, Montalbano regresó a toda prisa a Marinella para cambiarse los pantalones y después se fue a trabajar a su despacho.

Por la noche le preguntó a Fazio si había algún vehículo que pudiera acompañarlo.

—Está Gallo,
dottore
.

—¿No hay nadie más? —Quería evitar otra carrera de Indianápolis como la de aquella mañana.

—No, señor.

Nada más acomodarse en el automóvil, hizo una petición:

—Esta vez no hay ninguna prisa, Gallo. Circula despacio.

—Dígame usía a cuánto tengo que ir.

—A treinta como máximo.

—¡¿A treinta?!
Dottore
, yo a treinta no sé conducir. Hay peligro de accidente. ¿Podríamos hacer cincuenta-sesenta?

—De acuerdo.

Todo se desarrolló con la mayor tranquilidad hasta que abandonaron la carretera provincial para enfilar el camino de tierra que llevaba al
chalet
. Justo a la altura de la casita rural, un perro cruzó la calle. Para esquivarlo, Gallo dio un volantazo y estuvo a punto de estrellarse contra la puerta de la casita; rompió una tinaja de barro que había al lado.

—Has causado daños —dijo Montalbano.

Mientras ambos bajaban del coche, se abrió la puerta de la casita y apareció un campesino de unos cincuenta años, mal vestido y con una sucia boina en la cabeza.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el hombre, encendiendo una bombilla que había encima de la puerta.

—Le hemos roto una tinaja y queríamos compensarle los daños —contestó Gallo en perfecto italiano.

Entonces ocurrió una cosa muy rara. El hombre contempló el coche de policía, dio media vuelta, apagó la bombilla, entró en la casa y cerró la puerta. Gallo se quedó perplejo.

—Ha visto que somos polis. Está claro que no nos quiere —dijo Montalbano—. Prueba a llamar.

Gallo llamó. Nadie abrió.

—¡Ah de la casa! —gritó.

Nada.

—Vámonos —dijo el comisario.

Laura y Livia habían puesto la mesa en la terraza. La noche era tan bonita que hasta provocaba punzadas de melancolía. El calor del día se había transformado milagrosamente en un frescor que daba gusto, y en el cielo flotaba una luna tan brillante que habrían podido cenar a su luz.

Las dos mujeres habían preparado cosas ligeras, pues a la
trattoria
de Enzo habían ido muy tarde y, encima, se habían dado un atracón.

Mientras permanecían sentados alrededor de la mesa, Guido contó lo que le había ocurrido por la mañana con el campesino de la casita.

—En cuanto le expliqué que había desaparecido un niño, el hombre dijo «ay ay ay» y se encerró a toda prisa en la casa. Llamé, pero no me abrió.

«Entonces no es sólo la policía», pensó el comisario. Pero no comentó nada acerca del trato recibido.

Después Guido y Laura propusieron dar un paseo por la orilla del mar a la luz de la luna. Livia declinó la invitación y Montalbano también. Por suerte, Bruno optó por irse a pasear con sus padres.

Cuando ya llevaban un rato en las tumbonas disfrutando del silencio, roto tan sólo por el ronroneo de
Ruggero
que se lo estaba pasando en grande tumbado sobre la barriga del comisario, Livia dijo:

—¿Me llevas al sitio donde has encontrado a Bruno? Es que, al regresar, Laura no me ha dejado ver dónde había caído.

—Bueno. Voy al coche a buscar la linterna.

—Guido también tendrá alguna en algún sitio. Voy por ella.

Se reunieron delante de la ventana desenterrada, con sendas linternas en la mano. Montalbano saltó primero por el alféizar, miró si había ratones y después ayudó a Livia a entrar. Como es natural, detrás de ellos saltó también
Ruggero
.

—¡Increíble! —exclamó Livia, contemplando el cuarto de baño.

La atmósfera resultaba húmeda y opresiva; la única ventana a través de la cual podía entrar el aire del exterior no bastaba para ventilar el recinto. Se dirigieron a la habitación donde el comisario había encontrado a Bruno.

—Te conviene no entrar, Livia. Es un pantano.

—¡Cómo se habrá asustado el pobre chiquillo! —exclamó ella, dirigiéndose al salón.

A la luz de las linternas vieron los marcos envueltos en plástico. Y Montalbano vio, adosado a una pared, un baúl bastante grande. Presa de la curiosidad y puesto que no estaba cerrado ni con llave ni con candado, lo abrió.

Parecía el mismísimo actor Cary Grant en
Arsénico por compasión
. Volvió a cerrar de golpe la tapa y se sentó encima. Cuando la linterna de Livia lo enfocó, esbozó automáticamente una sonrisa.

—¿Por qué sonríes?

—¡¿Yo?! No, no sonrío.

—Pues entonces, ¿por qué pones esa cara?

—¿Qué cara?

—¿Qué hay dentro del baúl?

—Nada; está vacío.

¿Podía decirle que dentro había un cadáver?

Cuatro

De su romántico paseo por la orilla del mar a la luz de la luna, Laura y Guido regresaron cuando ya eran más de las once.

—¡Ha sido estupendo! —exclamó Laura—. ¡La verdad es que lo necesitaba después de un día como éste!

Guido no estaba tan entusiasmado, puesto que a medio camino a Bruno le había entrado un profundo sueño y él había tenido que llevarlo en brazos.

Desde que había vuelto a tumbarse en la terraza tras visitar con Livia el apartamento fantasma, Montalbano se debatía en una duda que ni Hamlet: ¿decirlo o no decirlo?

Si lo hacía, se armaría un alboroto indescriptible que daría lugar a una noche infernal o casi. Desde luego, estaba más que seguro de que Laura se negaría rotundamente a permanecer ni un solo minuto más bajo el mismo techo que un cadáver desconocido, y exigiría dormir en otro sitio.

Pero ¿dónde? En Marinella no había habitación de invitados. Tendrían que arreglarse. Pero ¿cómo? Pensó en cómo se colocarían Laura, Livia y Bruno en la cama de matrimonio, Guido en el sofá, y él en el sillón, y se estremeció.

No, mejor un hotel. Pero a medianoche en Vigàta, ¿dónde se podía encontrar un hotel todavía abierto? Quizá deberían buscarlo en Montelusa. Lo cual significaría llamadas y respuestas, idas y venidas en coche a y desde Montelusa para acompañar amablemente a los amigos, y por si fuera poco, la inevitable discusión con Livia hasta la madrugada:

—Pero ¿no podrías haber elegido otro
chalet
?

—Livia de mi alma, ¿qué sabía yo de que albergase un muerto?

—Conque no lo sabías, ¿eh? ¿Y tú dices que eres un buen policía?

No; decidió no decirle nada a nadie de momento.

Total, cualquiera sabía el tiempo que llevaba aquel cadáver encerrado en el baúl; día más día menos le daría igual. Y las investigaciones tampoco se resentirían del retraso.

Tras despedirse de sus amigos, el comisario y Livia regresaron a Marinella.

En cuanto Livia fue a ducharse, Montalbano llamó a Fazio con el móvil desde la galería y habló en voz baja.

—¿Fazio? Soy Montalbano.

—¿Qué ocurre,
dottore
?

—No tengo tiempo para explicártelo. Dentro de diez minutos me llamas a Marinella y dices que me necesitáis urgentemente en la comisaría.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—No hagas preguntas. Haz lo que te digo.

—¿Y después qué?

—Cuelgas y sigues durmiendo.

Al cabo de cinco minutos Livia dejó libre el cuarto de baño. Montalbano entró. Cuando estaba a punto de cepillarse los dientes, oyó sonar el teléfono. Tal como había previsto, Livia fue a contestar. Todo aquello haría más creíble la comedia que había organizado.

—¡Salvo, Fazio al teléfono!

El comisario se dirigió al comedor con el cepillo de dientes todavía en la boca y los labios manchados de dentífrico, soltando maldiciones en atención a Livia, que lo estaba mirando.

—Pero ¿será posible que uno no pueda estar tranquilo ni siquiera a esta hora? —Tomó con gesto malhumorado el auricular—: ¿Qué hay?

—Lo necesitamos inmediatamente en comisaría.

—¿Y no podéis arreglároslas solos? ¿No? Bueno pues, voy para allá. —Colgó con brusquedad, fingiendo enfado—. Pero ¿es que éstos no van a crecer nunca? ¿Siempre van a necesitar que les eche una mano papaíto? Perdóname, Livia, pero por desgracia…

—Comprendo —dijo ella con voz glacial—. Yo me voy a la cama.

—¿Me esperas?

—No.

Tras vestirse, Montalbano salió, subió al coche y arrancó para dirigirse a Marina di Montereale.

Hizo el camino muy despacio porque quería perder tiempo y estar seguro de que Laura y Guido ya se habían ido a dormir.

Cuando en Pizzo llegó a la altura de la segunda casa, la que estaba deshabitada pero muy bien conservada, se detuvo y bajó llevándose la linterna. El resto del camino lo hizo a pie, pues temía que si se acercaba en coche en medio del silencio nocturno, el ruido despertara a sus amigos.

A través de las ventanas no se filtraba ninguna luz, señal de que Laura y Guido ya estaban viajando por el país del sueño.

Se acercó casi de puntillas a la consabida ventana que servía de puerta del apartamento oculto y saltó por el alféizar. Una vez dentro, encendió la linterna y se dirigió al salón.

Abrió la tapa del baúl. El cadáver había sido envuelto varias veces en uno de los grandes
naylons
utilizados para empaquetar el apartamento clandestino, y, además, lo habían sellado con varias vueltas de cinta adhesiva, de esa marrón que se usa para hacer paquetes. El cadáver parecía algo intermedio entre una momia y un embutido listo para el envío.

Acercando un poco más la linterna, observó que el cuerpo, por lo menos lo que conseguía ver, estaba bastante bien conservado: todo aquel
nylon
había ejercido el efecto de un envasado al vacío, no dejaba escapar ni una pizca del terrible olor de la muerte.

Aguzó la vista y vio que, encima y alrededor de la cabeza, había cabello largo y rubio, mientras que la cara no se distinguía porque dos vueltas de cinta adhesiva le pasaban por encima.

Era una mujer, de eso estaba seguro.

No había nada más que hacer o ver. Cerró de nuevo el baúl, abandonó el apartamento, subió al automóvil y regresó a Marinella.

Encontró a Livia acostada pero no dormida. Estaba leyendo un libro.

—Cariño, he vuelto lo más pronto que he podido. Voy a ducharme, que antes no he…

—Anda, date prisa, no te entretengas. No pierdas más tiempo.

Cuando a las nueve de la mañana siguiente Livia salió del cuarto de baño, encontró a Montalbano sentado en la galería.

—Pero ¿cómo? ¿Todavía estás aquí? ¡Me habías dicho que ibas a la comisaría por el asunto de anoche!

—He cambiado de idea. Voy a tomarme medio día de vacaciones. Te acompaño a Pizzo y me paso la mañana con vosotros.

—¡Oh, qué bien!

Laura, Guido y Bruno ya estaban listos para bajar a la playa. Laura había preparado unos cestitos porque habían decidido pasar todo el día fuera.

«¿Cuándo y cómo anunciarles la buena noticia?», se iba preguntando entretanto el angustiado comisario.

Quien le echó una mano fue precisamente Guido.

—¿Has llamado a los de la agencia para comentarles lo del apartamento ilegal?

—Todavía no.

—¿Y eso por qué?

—Temo que os suba el alquiler porque tenéis otra vivienda a vuestra disposición. —Había intentado bromear, pero intervino Livia:

—Vamos, ¿a qué esperas? Quiero ver la cara del que te lo alquiló.

«Pues yo quiero ver la que vas a poner tú dentro de poco», pensó él. Pero en cambio dijo:

—Es que hay una complicación muy gorda.

—¿Cuál?

—¿Puedes enviar a Bruno a algún sitio? —le dijo Montalbano a Laura en voz baja.

Ella lo miró perpleja, pero lo hizo.

—Bruno, hazle un favor a mamá. Ve a la cocina y saca una botella de agua mineral de la nevera.

La petición los dejó a todos sobre ascuas.

—¿Y bien? —lo urgió Guido.

—El caso es que he encontrado un cadáver. De mujer.

—¿Dónde?

—En el apartamento de abajo. En el salón. Dentro de un baúl.

—¿Estás de guasa? —preguntó Laura.

—No, no está de guasa —declaró Livia—. Lo conozco bien. ¿Lo descubriste anoche cuando bajamos?

Bruno regresó con una botella.

—¡Ve por otra! —le ordenaron todos a coro.

El niño dejó la botella en el suelo y se fue.

—Y tú —dijo Livia, que empezaba a darse cuenta de la situación—, ¿has dejado que mis amigos durmieran con un cadáver?

—¡Vamos, Livia, está en el piso de abajo! ¡Ni que fuera contagioso!

De repente Laura lanzó uno de esos aullidos de sirena en que estaba especializada.

Ruggero
, que estaba tumbado al sol encima del murete, huyó a toda velocidad. Bruno regresó, dejó la botella en el suelo y fue por otra sin necesidad de que nadie le dijera nada.

—¡Sinvergüenza! —exclamó Guido enfadado. Y siguió a su mujer, que se había ido llorando al dormitorio.

—¡Pero si yo lo he hecho por su bien! —trató de disculparse Montalbano con Livia.

Ella lo miró con desprecio.

—Anoche, cuando te llamó Fazio, te habías puesto de acuerdo con él para tener un pretexto para salir, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y regresaste aquí para examinar mejor el cadáver?

—Sí.

—¡Y después hiciste el amor conmigo! ¡Eres un animal, un bruto!

—Pero si me duché para no…

—¡Eres un ser repugnante!

Se levantó y fue a reunirse con sus amigos, dejándolo plantado. Regresó al cabo de cinco minutos, más fría que un témpano.

—Están haciendo las maletas.

—¿Se van? ¿Y los billetes?

—Guido ha decidido no esperar, así que se van en coche. Acompáñame a Marinella. He de hacer la maleta porque yo también me voy. Con ellos.

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