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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Ardores de agosto (11 page)

BOOK: Ardores de agosto
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—¿Y sabe quién apoya políticamente al cuñado de Spitaleri?

—¿Al alcalde? El alcalde Alessandro pertenece al mismo partido que el presidente de la región, que por cierto es el mismo partido del
dottor
Lattes, y es el gran elector del honorable diputado Catapano, lo cual es mucho decir.

Gerardo Catapano era un hombre que había sido capaz de mantener buenas relaciones tanto con los Cuffaro como con los Sinagra, las dos familias mafiosas de Vigàta.

Por espacio de un instante, Montalbano se desanimó. ¿Sería posible que las cosas no cambiaran jamás? Pirilí-pirulá, las cosas siempre acababan entre parentescos peligrosos, relaciones entre mafia y política, entre mafia y empresariado, entre política y bancos de blanqueo y usura…

¡Qué baile tan obsceno! ¡Qué bosque petrificado de corrupción, estafas, negocios sucios, indignidades, especulación!

Se imaginó un posible diálogo:

—Mira bien cómo te mueves porque X, que es hombre del honorable diputado Y y es yerno de K, que es hombre del mafioso Z, mantiene excelentes relaciones con el honorable H.

—Pero ¿el honorable H no está en la oposición?

—Sí, pero da igual.

¿Qué decía el padre Dante?

¡Ay sierva Italia de dolor morada,

barca sin timón en la tormenta,

no señora de provincias sino de mancebía!

Italia seguía siendo sierva como mínimo de dos amos, Estados Unidos y la Iglesia, y la tormenta se había convertido en algo cotidiano por culpa de un timonel que mejor perderlo de vista cuanto antes. Claro que las provincias de las cuales Italia era señora superaban ahora el centenar, pero, en compensación, la mancebía también se había multiplicado de manera exponencial.

—Bueno pues, los seis albañiles… —dijo Fazio, siguiendo con el tema.

—Espera. ¿Tienes algo que hacer esta noche?

—No, señor.

—¿Te importaría ir conmigo a Montelusa?

—¿A hacer qué?

—A charlar un ratito con Filiberto el vigilante. Sé dónde está la obra, me lo ha explicado Dipasquale.

—Yo creo que usía quiere hacerle daño a ese Spitaleri.

—Lo has adivinado.

—Pues claro que voy con usted.

—Bueno, ¿me dices de una vez el nombre de esos albañiles o no?

Fazio lo miró con mala cara.


Dottore
, hace una hora que lo estoy intentando.

Desdobló la hoja.

—Los nombres de los obreros son éstos: Antonio Dalli Cardillo, Ermete Smecca, Ignazio Butera, Antonio Passalacqua, Stefano Fiorillo y Gaspare Miccichè. Cardillo y Miccichè son los dos que trabajaron hasta el último día, los que cubrieron el piso ilegal.

—Si te hago una pregunta, ¿me contestarás con la verdad?

—Lo intentaré.

—¿Has ido a buscar los datos completos de todos estos hombres?

Fazio se ruborizó ligeramente. No sabía resistirse a su «manía del registro civil», tal como la llamaba el comisario.

—Sí, señor
dottore
. Pero no se los he leído.

—No me los has leído porque no has tenido valor. ¿Has averiguado si trabajan y dónde?

—Claro. Actualmente están trabajando en las cuatro obras que tiene el aparejador.

—¿Cuatro?

—Sí, señor. Y dentro de cinco días empieza otra. Con las influencias que tiene tanto políticas como mafiosas, ¡imagínese si a ése le va a faltar trabajo! En resumen, Spitaleri me ha dicho que prefiere tener siempre a los mismos obreros.

—Exceptuando algún que otro árabe de paso que se puede arrojar al cubo de la basura sin demasiados problemas. ¿Cardillo y Miccichè trabajan en la obra de Montelusa?

—No, señor.

—Mejor así. Tú a esos dos me los convocas para mañana por la mañana, uno a las diez y el otro al mediodía, en vista de que esta noche quizá nos retrasemos. No aceptes excusas. En caso necesario, amenázalos.

—Ahora mismo me ocupo de eso.

—Muy bien. Yo me voy a casa. Nos vemos aquí a las doce de la noche y después nos vamos a Montelusa.

—De acuerdo. ¿Me pongo el uniforme?

—Ni se te ocurra. Ése, si nos cree unos delincuentes, mejor.

En Marinella, sentado en la galería, le pareció notar un poco de fresco, pero era más bien una hipótesis de frescor, pues ni el mar ni el aire se movían.

Adelina le había preparado una
pappanozza
. Cebollas y patatas hervidas un buen rato y después colocadas en un plato y aplastadas con la parte convexa de un tenedor hasta convertirlas en una espesa mezcla. Condimento: aceite, una pizca de vinagre, sal y pimienta negra molida al momento. No comió otra cosa, quería mantenerse ligero.

Después estuvo leyendo hasta las once de la noche una estupenda novela policíaca de dos autores suecos que eran marido y mujer, y en la cual no había ni una sola página que no contuviera un despiadado ataque a la social-democracia y el gobierno. Montalbano lo dedicó mentalmente a todos aquellos que no se dignaban leer novelas policíacas por considerarlas un mero pasatiempo repleto de enigmas.

A las once encendió el televisor. Hablando del rey de Roma: Televigata estaba mostrando al honorable Gerardo Catapano inaugurando la nueva perrera municipal de Montelusa.

Apagó, se refrescó bien la cara en el lavabo y salió de casa.

Llegó a la comisaría a las doce menos cuarto de la noche. Fazio ya estaba allí. Ambos vestían chaqueta ligera y camisa de manga corta. Se miraron sonriendo porque los dos habían pensado lo mismo. Alguien que conserva la chaqueta puesta en medio de tanto calor no tiene más remedio que despertar inquietud, porque en el noventa y nueve por ciento de los casos la chaqueta sirve para ocultar el revólver que lleva remetido en la cintura o guardado en el bolsillo.

Y, en efecto, ambos iban armados.

—¿Vamos con el suyo o con el mío?

—Con el tuyo.

Tardaron media hora escasa en llegar a la obra, que estaba en la misma Montelusa, por la parte de la vieja estación.

Aparcaron y bajaron. La obra estaba protegida por una empalizada de madera de casi dos metros de altura, con una gran verja cerrada.

—¿Recuerda lo que había aquí? —preguntó Fazio.

—No.

—El palacete Linares.

Montalbano lo recordó. Una pequeña joya de la segunda mitad del siglo XIX que los Linares, ricos comerciantes de azufre, habían encargado al famoso arquitecto Basile, el del teatro Massimo de Palermo. Más tarde los Linares se arruinaron, y con ellos el palacete. En lugar de restaurarlo, se les había ocurrido derribarlo y construir en su lugar un edificio de ocho pisos. ¡Ah, la dureza de la ley de protección de los bienes culturales!

Se acercaron a la verja de madera y miraron entre los barrotes, pero no vieron luz.

Fazio la empujó despacio tres veces seguidas.

—Está cerrada por dentro con una tranca.

—¿Te atreves a encaramarte y abrir?

—Sí, señor. Pero no por aquí, pues podría pasar algún coche. Entro por la parte de atrás, encaramándome a la empalizada. Usía me espera aquí.

—Ten cuidado, que podría haber un perro.

—No creo; ya habría ladrado.

Tuvo tiempo de fumarse un cigarrillo antes de que en la verja se abriera un resquicio suficiente para permitirle pasar.

Nueve

Dentro estaba completamente oscuro, pero a mano derecha se distinguía una barraca.

—Voy por la linterna —dijo Fazio.

Ya de regreso, volvió a cerrar la verja y encendió la linterna. Se acercaron cautelosamente a la puerta de la barraca y advirtieron que estaba entreabierta. Era obvio que, con el calor que hacía, Filiberto no aguantaba permanecer allí dentro con la puerta cerrada. Ahora se le oía roncar a lo bestia.

—No debemos darle tiempo de reflexionar —murmuró Montalbano al oído de Fazio—. No encendamos las luces, sólo utilizaremos la linterna. Tenemos que pegarle un susto de muerte.

Entraron de puntillas. En el interior de la barraca había un pestazo a sudor y un olor a vino que emborrachaba de sólo respirarlo. Filiberto estaba tumbado en calzoncillos en un catre de campaña. Era el mismo hombre de la fotografía de la ficha personal.

Fazio lo recorrió todo con el haz de la linterna. La ropa del vigilante estaba colgada de un clavo. Había una mesa, dos sillas, una palangana esmaltada encima de un trípode de hierro, y una jarra. Montalbano la cogió y la olfateó: agua. Llenó sin hacer ruido la palangana, la sujetó con ambas manos, se acercó al catre y arrojó violentamente el agua sobre la cara de Filiberto. Éste abrió los ojos, volvió a cerrarlos deslumbrado por la linterna de Fazio y los abrió de nuevo, haciendo visera con una mano para protegerse la vista.

—¿Qui… qui…?

—Quiquiriquí —dijo Montalbano—. No te muevas.

Y con el rayo de luz se iluminó la pistola. Instintivamente, Filiberto levantó las manos.

—¿Tienes móvil?

—Sí.

—¿Dónde?

—En la chaqueta.

La que colgaba del clavo. El comisario sacó el móvil, lo arrojó al suelo y lo descacharró pisoteándolo. Filiberto hizo acopio de valor para preguntar:

—¿Quiénes sois?

—Amigos, Filibè. Levántate.

El vigilante obedeció.

—Date la vuelta.

Filiberto, cuyas manos temblaban ahora ligeramente, se giró de espaldas.

—Pero ¿qué queréis de mí? ¡Spitaleri siempre ha pagado la cuota!

—¡A callar! —ordenó Montalbano—. Santíguate. —Y amartilló el arma.

Al oír el seco ruido metálico, Filiberto cayó de rodillas como si tuviera piernas de requesón.

—¡Por favor! ¡Yo no he hecho nada! ¿Por qué queréis matarme? —sollozó.

Fazio le propinó un puntapié en la espalda y lo hizo caer hacia delante. Montalbano le apoyó la boca de la pistola en la nuca.

—Escúchame bien… —empezó. Pero se interrumpió—. O está muerto o se ha desmayado.

Se agachó para tocarle la vena del cuello.

—Se ha desmayado. Colócalo en una silla.

Fazio le pasó la linterna al comisario, sujetó al vigilante por las axilas y lo sentó. Pero tuvo que sostenerlo, porque se caía hacia un lado. Repararon en que tenía los calzoncillos mojados: se había orinado encima de miedo. Montalbano se acercó y le arreó un guantazo que lo obligó a abrir los ojos. Filiberto parpadeó desconcertado y volvió a echarse a llorar.

—¡No me matéis, por el amor de Dios!

—Si contestas a mis preguntas, salvarás la vida —dijo Montalbano, acercándole la pistola a la cara.

—Contesto, contesto ahora mismo.

—Cuando cayó el árabe, ¿había barandilla de protección?

—¿Qué árabe?

Montalbano le encañonó la frente.

—Cuando cayó el albañil árabe…

—Ah, sí, no, no, señor, no había.

—¿La colocasteis el domingo por la mañana?

—Sí, señor.

—¿Tú, Spitaleri y Dipasquale?

—Sí, señor.

—¿A quién se le ocurrió echarle vino encima al muerto?

—A Spitaleri.

—Ahora procura no meter la pata al contestar. ¿El material para la barandilla de protección ya estaba en la obra?

La pregunta era fundamental para Montalbano. La respuesta que le diese Filiberto sería decisiva.

—No, señor. Spitaleri la encargó y me la llevaron a la obra a las tantas de la madrugada del domingo.

Era la mejor respuesta que podría haber recibido el comisario.

—¿Qué empresa la sirvió?

—La Ribaudo.

—¿Firmaste el recibo?

—Sí, señor.

Montalbano se felicitó a sí mismo. No sólo había acertado de lleno, sino que además había averiguado lo que quería.

Ahora habría que hacer un poco de comedia para uso y consumo del aparejador Spitaleri.

—¿Por qué no recurristeis a la empresa Milluso?

—¡Y yo qué sé!

—Mira que se lo hemos dicho una y mil veces a Spitaleri. ¡Utiliza los servicios de Milluso! ¡Utiliza los servicios de Milluso! Pero él, nada. Quiere pasarse de listo con nosotros. No quiere entenderlo. Y ahora nosotros te matamos a ver si por fin lo comprende.

Bajo los efectos de la desesperación, Filiberto se levantó de un salto. Pero no tuvo tiempo de nada más. A su espalda Fazio le propinó un golpe en la nuca con el canto de la mano.

El vigilante se desplomó y se quedó inmóvil.

Salieron corriendo, abrieron la verja y subieron al coche; mientras Fazio lo ponía en marcha, Montalbano dijo:

—¿Ves como a las buenas se consigue todo?

Después ya no dijo nada más.

Mientras se dirigían a Vigàta, Fazio comentó:

—¡Parecía una película americana de verdad! —Y al ver que el comisario permanecía en silencio, preguntó—: ¿Está echando la cuenta de todos los delitos que hemos cometido?

—En eso mejor no pensar.

—¿No está contento con las respuestas de Filiberto?

—Al contrario.

—Pues entonces, ¿qué le ocurre?

—No me gusta lo que he hecho.

—Estoy seguro de que no nos ha reconocido.

—Fazio, no digo que nos hayamos equivocado, digo que no me ha gustado.

—¿Nuestra manera de tratar a Filiberto?

—Sí.

—¡Pero,
dottore
, si es un delincuente!

—Y nosotros no.

—Si no lo hubiéramos hecho así, ése no hablaba.

—No es una buena razón.

—¿Qué quiere, que regresemos y le pidamos perdón?

Montalbano no contestó. Al cabo de un rato, Fazio dijo:

—Lo siento.

—¡Quita, hombre!

—¿Usía cree que Spitaleri se va a tragar la historia de que nos enviaron para favorecer a la empresa Milluso?

—Tardará dos o tres días en comprender que la empresa Milluso no tiene nada que ver. Pero esos dos o tres días de ventaja son suficientes para mí.

—Hay algo que no me convence.

—Dilo.

—¿Por qué Spitaleri, para el material de la barandilla de protección, se dirigió a la empresa Ribaudo y no lo cogió de otra de sus obras?

—Tendrían que haber participado otras personas de las otras obras. Y Spitaleri debió de pensar que cuantas menos personas lo supieran, mejor. Se ve que la empresa Ribaudo es de confianza.

* * *

Durante la noche, y contrariamente a lo que él temía, la conciencia de Montalbano prefirió descansar. Por cuyo motivo el comisario despertó de las cinco horas de reparador sueño como si hubiera dormido diez. El día despejado lo puso de buen humor. Pero ya de buena mañana el aire era muy caliente.

En cuanto llegó a su despacho, llamó a Alberto Laganà, el comandante de la Policía Fiscal que tantas veces le había echado una mano.

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