—Dejémoslo así, señor Spitaleri, no diga más —dijo con aire magnánimo—. Yo estoy obligado a respetar su privacidad, ¿sabe? Y lo hago no por una adaptación formal a la ley, sino por un profundo respeto innato hacia los demás. Si desde Roma me dicen algo, volveré a convocarlo a la comisaría para interrogarlo.
Por detrás de la espalda del aparejador, Fazio hizo el gesto de aplaudir la interpretación de Montalbano.
—Pues entonces, ¿ya puedo irme?
—No.
—¿Por qué?
—Mire, yo no lo he mandado llamar por la muerte de su obrero, sino por un motivo muy distinto. ¿Recuerda si fue usted quien proyectó y construyó un
chalet
en la urbanización de Pizzo, en Marina di Montereale?
—¿El de Angelo Speciale? Sí.
—Es mi deber comunicarle un delito. Hemos descubierto toda una planta ilegal.
Spitaleri no disimuló un largo suspiro de alivio y después se echó a reír. ¿Acaso esperaba una acusación más grave?
—¿Lo han descubierto? Pues han tardado lo suyo. Comisario, las construcciones ilegales, aquí entre nosotros, yo diría que son una obligación para no pasar por tontos a los ojos de los demás. ¡Lo hace todo el mundo! Basta que ahora Speciale presente una solicitud de regularización y…
—Lo cual no quita que usted, en su calidad de constructor y director de las obras, estuviera obligado a cumplir lo que se establecía en el permiso de edificación.
—¡Pero, señor comisario, se lo repito, todo esto es una chorrada!
—Es un delito.
—¿Un delito, dice? Yo diría que es, como máximo, un leve error, como aquellos que en la escuela se marcaban con un lápiz rojo. A usted, créame, no le conviene denunciarme.
—¿Acaso me está amenazando?
—Jamás lo haría en presencia de un testigo. Sólo que, si me denuncia, todo el pueblo se burlará a sus espaldas, hará el ridículo.
El muy canalla y cabrón se estaba envalentonando. Por la cuestión de la llamada telefónica casi se había cagado encima y, en cambio, lo de la construcción ilegal se lo tomaba a risa.
Entonces Montalbano decidió dispararle a la frente.
—Puede que, por desgracia, tenga usted razón, pero yo tendré que encargarme de todas maneras de ese apartamento ilegal.
—¿Y podría explicarme por qué?
—Porque dentro hemos encontrado un cadáver.
—¿Un ca… cadáver? —se sobresaltó.
—Pues sí. De una chica de quince años. Una menor de edad. Poco más que una niña. Horrendamente degollada. —Acentuó adrede las palabras que se referían a la edad de la víctima.
Y, en efecto, Spitaleri abrió de golpe los brazos como si quisiera oponer resistencia a una fuerza que lo estaba empujando por detrás, trató de levantarse, pero le fallaron las piernas y el aliento y volvió a caer en la silla.
—¡Agua! —consiguió articular a duras penas.
Le dieron agua e incluso le subieron una copa de coñac del bar.
—¿Se encuentra mejor?
Spitaleri, que aún no parecía en condiciones de hablar, dio a entender con un gesto de la mano que se encontraba así así.
—Oiga, señor Spitaleri, por ahora hablaré yo y usted me dirá que sí o que no con la cabeza. ¿De acuerdo?
El aparejador asintió con la cabeza.
—El homicidio de la muchacha no puede haberse producido más que el día anterior o el mismo día en que se enterró definitivamente el piso ilegal con tierra arenisca. Si ocurrió el día anterior, el homicida ocultó el cadáver en algún sitio y lo trasladó allí al día siguiente, justo a tiempo, ya que después el acceso habría resultado imposible. ¿Correcto?
Señal afirmativa con la cabeza.
—Si, por el contrario, el homicidio se produjo el último día, el asesino dejó una sola entrada abierta, hizo pasar a través de ella a la muchacha, y una vez dentro la violó, la degolló y la introdujo en un baúl. Después salió del apartamento y cerró la única entrada. ¿Correcto?
Spitaleri abrió los brazos como diciendo que no sabía qué decir.
—¿Usted siguió el curso de las obras hasta el último día?
El aparejador negó.
—¿Y eso cómo es posible?
Spitaleri extendió los brazos y emitió una especie de rugido a través de la boca:
—Oooooooooo…
¿Estaba imitando un avión?
—¿Viajaba en avión?
Señal afirmativa.
—¿Cuántos albañiles trabajaban en el soterramiento del piso ilegal?
Spitaleri levantó dos dedos.
Pero ¿cómo se podía seguir de aquella manera? El interrogatorio se estaba convirtiendo en una farsa.
—Señor Spitaleri, ya me está tocando los cojones verlo contestar así. Entre otras cosas, estoy empezando a pensar que usted nos trata como a unos gilipollas y nos está dando por culo. —Después se dirigió a Fazio—: ¿A ti te ha entrado esa misma duda?
—Sí. A mí también.
—Pues entonces, ¿sabes qué vas a hacer? Te lo llevas al cuarto de baño, lo mandas desnudarse y lo colocas bajo la ducha hasta que se recupere.
—¡Quiero un abogado! —gritó Spitaleri, recobrando milagrosamente la voz.
—¿Le conviene dar publicidad al asunto?
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que, si usted llama al abogado, yo llamo a los periodistas. Creo saber que usted tiene ciertos antecedentes en cuestión de niñas… Si los periodistas empiezan a montarle un juicio paralelo en la plaza, está usted jodido. En cambio, si colabora, dentro de cinco minutos estará en la calle.
Más amarillo que un muerto, el aparejador experimentó un repentino ataque de temblor.
—¿Qué más quiere saber?
—Usted acaba de decir que no pudo seguir las obras hasta el final porque se había ido en avión. ¿Cuántos días antes?
—Me fui la mañana del último día de las obras.
—¿Y recuerda cuándo fue aquel último día?
—El doce de octubre.
Fazio y Montalbano intercambiaron una mirada.
—Por consiguiente, usted está en condiciones de decirme si en el salón, aparte de los marcos de ventana envueltos en plástico, había también un baúl.
—Lo había.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. Y estaba vacío. Lo mandó dejar allí el señor Speciale. Lo había utilizado para trasladar unas cosas desde Alemania. Y puesto que ya estaba casi inservible y medio roto, ordenó colocarlo en el salón. Dijo que, a lo mejor, podría servirle para algo.
—Dígame el nombre de los albañiles que se quedaron a trabajar hasta el final.
—No lo recuerdo.
—Pues entonces será mejor que vaya llamando a su abogado. Porque tengo que acusarlo de complicidad en…
—¡Pero si es verdad que no lo recuerdo!
—Lo siento por usted, pero…
—¿Puedo hacer una llamada a Dipasquale?
—¿Quién es?
—Un maestro de obras.
—¿El mismo a quien ha llamado antes?
—Sí. Dipasquale era el maestro de obras que tenía cuando edificamos el
chalet
de Speciale.
—Llame si quiere, pero recuerde, no diga nada que pueda comprometerlo. Tenga en cuenta los pinchazos telefónicos.
Spitaleri sacó el móvil y marcó un número.
—Hola, 'Ngilino. Soy yo. ¿Recuerdas por casualidad quiénes eran los albañiles que trabajaron hace seis años en la construcción del
chalet
de Pizzo en Marina de Montereale? ¿No? ¿Y ahora qué hago? El comisario Montalbano quiere saberlo. Ah, sí, es verdad, tienes razón. Perdona. —Y colgó.
—Oiga, antes de que se me olvide, ¿me da ahora mismo el número del móvil de Angelo Dipasquale? Fazio, anótalo.
Spitaleri se lo dictó.
—¿Y bien? —inquirió Montalbano.
—Dipasquale no recuerda el nombre de los albañiles. Pero en mi despacho seguro que están. ¿Puedo ir a buscarlos?
—Faltaría más.
El aparejador se levantó y se dirigió a la puerta casi corriendo.
—Un momento. Lo acompaña Fazio, él me traerá los nombres y las direcciones. Usted permanezca a nuestra disposición.
—¿Eso qué quiere decir?
—Que no debe alejarse de Vigàta y alrededores. Si tuviera que desplazarse más lejos, avíseme. Por cierto, si lo recuerda, ¿adónde se dirigía en avión aquel doce de octubre?
—A… a Bangkok.
—Está claro que le gusta la carne fresca, ¿eh?
En cuanto Fazio y Spitaleri se fueron, llamó al maestro de obras. No quería dar tiempo al aparejador para que lo llamara y se pusieran de acuerdo en las respuestas que deberían dar.
—¿Dipasquale? Soy el comisario Montalbano. ¿Cuánto tiempo tardará en trasladarse desde la obra a la comisaría de Vigàta?
—Una media hora como máximo. Pero es inútil que me lo pregunte porque ahora estoy trabajando y no puedo ir.
—Yo también trabajo. Y mi trabajo consiste en decirle que venga aquí.
—Le repito que no puedo.
—¿Qué le parece si lo mando buscar en uno de nuestros vehículos con la sirena sonando a todo volumen en presencia de sus obreros?
—Pero ¿qué quiere de mí?
—Usted venga aquí y saciará su curiosidad. Dispone de veinticinco minutos.
Tardó veintidós minutos exactos. Para no perder tiempo, ni siquiera se había cambiado, llevaba puesto todavía un mono de trabajo manchado de argamasa. Dipasquale era un cincuentón con el cabello completamente blanco pero el bigote negro. Bajito, más bien rechoncho, no levantaba los ojos hacia la persona con quien hablaba, y cuando lo hacía, su mirada era turbia.
—No comprendo por qué primero llama al señor Spitaleri por la historia del árabe y ahora me llama a mí por el
chalet
de Pizzo.
—Yo no lo he llamado por el
chalet
de Pizzo.
—Ah, ¿no? Pues entonces, ¿por qué?
—Por la muerte del albañil árabe. ¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo. ¡Pero aquello fue una desgracia! ¡Estaba completamente borracho! Ésos beben todos los días a primera hora de la mañana, ¡imagínese siendo sábado! El comisario Lozupone llegó a la conclusión de que…
—Olvídese de las conclusiones de mi compañero y dígame exactamente cómo ocurrieron los hechos.
—Pero si ya se lo expliqué al juez, al comisario…
—No hay dos sin tres.
—Pues bueno. A las cinco y media de aquel sábado terminamos de trabajar y nos fuimos. El lunes por la mañana…
—Alto ahí. ¿No se dieron cuenta de que el árabe no estaba?
—No. ¿Qué quiere que haga, que me ponga a pasar lista?
—¿Quién cierra la obra?
—El vigilante. Filiberto. Filiberto Attanasio.
Pero al entrar ellos en el despacho y sorprender a Spitaleri al teléfono, ¿acaso éste no había dicho precisamente ese nombre, Filiberto?
—¿Por qué necesitan un vigilante? ¿No pagan la cuota de protección a la mafia?
—Sí, pero siempre hay algún drogata que…
—Entiendo. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—¿A Filiberto? También está de vigilante en la obra donde trabajamos ahora. Y por eso duerme allí.
—¿Al aire libre?
—No, señor; hay una caseta de chapa ondulada.
—Dígame exactamente dónde está la obra.
Dipasquale se lo dijo.
—Continúe.
—¡Pero si ya le he dicho todo lo que sé! El lunes por la mañana lo encontramos muerto. Había caído desde el andamio del tercer piso. Había saltado, borracho como estaba, por encima de la barandilla de protección. ¡Fue una desgracia, se lo digo yo!
—Por ahora, dejémoslo así.
—Entonces ¿puedo irme?
—Dentro de un momento. ¿Usted estaba allí cuando terminaron la obra?
Dipasquale lo miró con extrañeza.
—¡Pero si en la obra de Montelusa todavía no hemos terminado!
—Estoy hablando del
chalet
de Pizzo.
—Pero ¿no ha dicho que me había llamado por lo del árabe?
—Pues ahora he cambiado de idea. ¿Le parece bien?
—Tiene que parecerme bien a la fuerza.
—Usted sabe, naturalmente, que en Pizzo se construyó todo un piso ilegal, ¿no?
—Pues claro que lo sé. Pero yo obedecía órdenes.
—¿Conoce el significado de la palabra complicidad?
—Lo conozco.
—¿Y qué me dice?
—Le digo que hay complicidad y complicidad. Llamar complicidad al hecho de haber ayudado a alguien a levantar un piso ilegal es como llamar herida mortal al pinchazo de un alfiler.
Hasta le daba por la dialéctica al señor capataz.
—¿Usted se quedó en Pizzo hasta que finalizaron el
chalet
?
—No. El señor Spitaleri me envió a Fela cuatro días antes de que acabaran para ir a organizar otra obra. Pero, ¿sabe?, en Pizzo ya estaba hecho casi todo el trabajo. Sólo quedaba por envolver con
nylon
el piso ilegal y cubrirlo con la tierra arenisca. Era un trabajo fácil, no se necesitaba ningún capataz. Se lo encargué a dos albañiles, aunque ahora no recuerdo cómo se llamaban. Pero tal como le he dicho al señor Spitaleri, eso se puede averiguar mirando…
—Sí, el aparejador ha ido a verlo. Oiga, ¿usted sabe si el señor Speciale se quedó hasta el final de los trabajos?
—Mientras yo estuve allí, él estaba. Y estaba también aquel chalado de su hijastro, el alemán.
—¿Por qué lo llama chalado?
—Porque lo era.
—Dígame qué hacía de raro.
—Era capaz de pasarse una hora haciendo el pino, con la cabeza abajo y los pies arriba. Y comía hierba a cuatro patas como las ovejas.
—¿Sólo eso?
—Cuando le entraba la necesidad, se bajaba los pantalones y lo hacía delante de todo el mundo sin ninguna vergüenza.
—Hoy en día hay muchos como él, ¿sabe? Dicen que son amantes de la naturaleza y que por eso… En resumen, no me parece que el alemán hiciera demasiadas locuras.
—Espere. Un día bajó a la playa, era verano y había mucha gente, y se le ocurrió desnudarse delante de todo el mundo y ponerse a perseguir a una chica con toda la polla fuera.
—¿Y cómo acabó la cosa?
—Pues acabó con que dos chicos que estaban por allí lo agarraron y le dieron de hostias.
A lo mejor a Ralf se le había metido en la cabeza que era el fauno de Mallarmè. Pero lo que le estaba diciendo el encargado de obras era muy interesante.
—¿Conoce algún otro episodio de ese tipo?
—Sí, me dijeron que había hecho lo mismo con otra chica que se encontró en el caminito que va desde la carretera provincial a Pizzo.
—¿Qué hizo?
—En cuanto la vio, se quedó en pelotas y se puso a perseguirla.
—¿Y la chica consiguió salvarse?
—Sí, porque justo en aquel momento pasaba con su coche el señor Spitaleri.