A lo largo de los siglos, hombres y mujeres han sido arrastrados por el inevitable impulso de poseer a quien parece ostentar el sentido de la vida. Y de esta atracción impetuosa no se libran los grandes forjadores del destino de una nación, ¿qué apetitos y obsesiones sirvieron de causa para algunos de los protagonistas de la historia de México?
Con su singular estilo, donde confluyen una rigurosa investigación y la maestría narrativa, Francisco Martín Moreno hurga en la memoria de nuestro país y se adentra en un viaje íntimo hacia el corazón y la alcoba de la monja, el dictador, el revolucionario, el político reformador, el emperador y el líder de la Independencia.
Un libro provocador que revela la condición humana y su inevitable rendición ante la pasión amorosa.
Francisco Martín Moreno
Arrebatos Carnales
ePUB v1.0
ALEX_AAR16.01.12
© 2009 Francisco Marín Moreno
Editorial: Planeta
ISBN:9786070702730
Año de edición: Noviembre 2009
413 páginas
Cómo no comenzar con Beatriz? Claro, otra vez Beatriz, siempre Beatriz, quien en esta ocasión no solo me volvió a obsequiar su generosa paciencia a la hora de escuchar mis planteamientos, alternativas y soluciones, sino porque también dedicó una buena parte de su tiempo en la purga de los textos de modo que la redacción fuera fluida, "no decayera la tensión de la trama y se evitaran repeticiones innecesarias. Le agradezco una vez más que no tenga el menor sentimiento de piedad a la hora de leer mis trabajos.
Beatriz jugó además un papel muy importante en el momento final de la selección del título, porque yo había propuesto
Arrebatos carnales y otras efemérides mexicanas
y sin embargo me convenció de la conveniencia de suprimir la segunda parte, punto de acuerdo en el que concluimos mis editores y yo.
A Erick Llamas, una joven promesa entre los investigadores mexicanos de la historia patria.
A Carolina, mi eterna asistente, por su comprensión y tolerancia en los difíciles momentos de la mecanografía.
Abordar la vida de grandes personajes, no sólo de México sino de todo el mundo, en cualquier tiempo, implica invariablemente un desafío. Lo asumí con el propósito de exhibirlos a la luz pública en una textura diferente a la expuesta en las enciclopedias, en los libros de texto y, por supuesto, en los manuales de confusión redactados por los eternos narradores de la historia oficial que han subsistido sin mayores penas, al cobrar en las interminables listas de nómina de los enemigos de México.
Morelos, por ejemplo, cuenta con miles de calles que con justicia llevan su nombre. Existe un sinnúmero de estatuas con su imagen; su vida y su gesta heroica aparecen en almanaques, ensayos, textos de diferente naturaleza, novelas y libros en general. En la inmensa mayoría de ellos se proyecta como el magnífico héroe de la Independencia, como en realidad fue en términos indiscutibles. ¡Claro que sí, nadie como él! Pero, ¿por qué, en lugar de analizar estrictamente su figura histórica, no exponemos su existencia como la de un hombre con las fortalezas y debilidades de un personaje de carne y hueso? ¿O acaso no llegó a sentir una gran atracción por el sexo opuesto? Por supuesto que vivió pasiones intensas, las de un ser humano enamorado de la vida, y compartió sinsabores y éxitos con diversas mujeres. ¿Por esta razón dejaría de ser uno de los grandes forjadores de México? Entonces, ¿por qué hacer de él una figura cuasi religiosa, carente de sentimientos como si el hecho de tenerlos denigrara su personalidad o provocara decepciones entre sus admiradores y seguidores? Es evidente que Morelos vivió romances que hicieron girar radicalmente el rumbo de su existencia. El hecho de divulgarlos no empequeñece su figura, sino que la aumenta de manera exponencial al revelar la circunstancia en que desarrolló su carrera política, religiosa y militar.
La pareja, la compañía, el ser amado, fuera hombre o mujer, tuvo que jugar un papel muy importante en los acontecimientos, como sin duda es el caso de cualquiera de nuestros semejantes. Resulta inadmisible estudiar las biografías de los grandes personajes de nuestra historia con un criterio moralista o religioso que excluya sus inclinaciones sentimentales o ignore los arrebatos carnales en que pudieron haber caído, víctimas de una obnubilación permanente o pasajera. El amor constituye la columna vertebral de las relaciones humanas. ¿Adónde se va en la vida sin un cómplice con quien se comparten secretos exquisitos en la cama?
Si se trata de investigar al gran protagonista de un episodio histórico, resulta imperativo describir el contexto amoroso en que se desempeñaron la monja, el revolucionario, el político reformador, el emperador, el líder de la Independencia o el dictador para poder comprender a cabalidad sus obstáculos e impedimentos, que una vez salvados les permitieron alcanzar sus objetivos y justificar con ello su existencia. ¿Por qué omitir esta parte del relato sólo para caer en los terrenos de la hipocresía donde germina la confusión? ¿Por qué un novelista tiene que convertirse en otro mojigato, en un santurrón, en un comediante mendaz que aprueba la falsedad, la simulación y la beatería? Me niego: no dedico mi vida a la historia y a las letras para ser etiquetado como un fariseo más... Por dicha razón me atreví a meterme en las alcobas de Sor Juana, Porfirio Díaz, Vasconcelos, Villa, Morelos y hasta en la habitación imperial de Maximiliano, porque Carlota nunca lo acompañó en el lecho durante su breve estancia en el Castillo de Chapultepec.
Si el amable lector que pasa la vista generosamente por estas líneas desea acompañarme a descubrir secretos ignorados durante siglos, los mismos que conocí oculto en armarios o escondido debajo de la cama o en la sala de baño o disfrazado para entrar o salir de las tiendas de campaña militar, y se ha armado del debido valor para conocer la cara oculta de los amores y desamores vividos por algunos de los grandes protagonistas de la historia; pase la página y comience por imaginar a la emperatriz Carlota destrozada, sentada en un sillón de seda verde cosido con brocados de hilo de oro, en tanto recordaba sus años de soltera en la corte de Bélgica, con la mirada clavada en la inmensidad del Valle de México, enmarcado por los volcanes, cuyos nombres nunca pudo pronunciar correctamente...
AMORES Y DESAMORES IMPERIALES
A Francisco Betancourt, el hombre generoso que
obsequia palabras de aliento cuando más se necesitan.
Ven, ven, toma una silla, sí, aquélla, la de bejuco, la que se encuentra al fondo, mi preferida, la de mis más felices recuerdos. Yo conservo una, la otra se perdió en la noche de los tiempos cuando Maximiliano abandonó para siempre su pequeño Trianón, mejor dicho, nuestro pequeño Trianón, construido en Acapatzingo, Morelos, en donde volvimos a vivir días de apasionado amor como en los felices años cuando éramos adolescentes y mi tío Enrique Bombelles nos educaba en los suntuosos palacios de Viena.
Ven, ven, te cuento, ¿sabías que Maximiliano de Habsburgo era nieto de Napoleón, sí, el emperador de los franceses y rey de Italia? ¿Sabías que Maximiliano era homosexual, pero que además disfrutaba compartir el lecho con mujeres? ¿Sabías que a partir de su llegada a México y varios años atrás, la pareja real nunca volvió a dormir en la misma cama y que las historias de amor respecto a su eterno idilio eran totalmente falsas? ¿Sabías que cuando Carlota abandonó México para no volver jamás y viajó por Europa movida supuestamente por el deseo de convencer a Napoleón III y al Papa Pío Nono de las consecuencias de abandonar a su suerte al Segundo Imperio Mexicano, en realidad la emperatriz huía del país para ocultar un embarazo, cuya paternidad era completamente ajena a Maximiliano, quien nunca reconoció al hijo bastardo que su esposa diera a luz el 21 de enero de 1867? ¿Sabías que la así llamada locura de Carlota no era sino una estrategia para excluirla y excluirse de la sociedad y esconder así su estado de gravidez? ¿Sabías que mientras Carlota
negociaba
en Francia la salida de las tropas francesas del territorio mexicano en el verano de 1866,
la India Bonita,
Concepción Sedano, una de las amantes de Maximiliano, daba a luz a un hijo de ambos en Cuernavaca? ¿Cuál fidelidad entre la famosa pareja real...? Sí, en efecto, cornudos ambos...
¿ Sabías, sabías, sabías... ?
Ven, ven, acércate, confía en mí, no te dejes impresionar por las terribles condiciones de miseria en las que vivo desde que el emperador Francisco José, medio hermano mayor de Maximiliano, me excluyó de la corte sin detenerse a considerar que me sepultaba en la pobreza. ¡Cómo olvidar cuando mi Maxi me nombró coronel comandante de la Guardia Palatina en el Segundo Imperio Mexicano o cuando, a mi regreso de México, el propio Francisco José me acogió para elevarme a la categoría de Gran Chambelán de la casa del archiduque Rodolfo! No, el agradecimiento no es un sentimiento que anide en la aristocracia.
Yo, Carlos Bombelles, el conde Carlos Bombelles, título de nobleza heredado de mi padre, escúchame bien, fui el primer hombre que besó a Maximiliano escondidos en cualquiera de los cuartos del castillo de Schonbrunn en 1840, cuando ambos contábamos con tan sólo ocho años de edad. Todo comenzó como una travesura sin que yo imaginara, por mi corta edad, la trascendencia de disfrutar semejantes relaciones con el heredero al trono austriaco, en el caso de que llegara a faltar Francisco José. En aquella feliz coyuntura que yo jamás olvidaré, intercambiamos besos esquivos y juguetones en la boca antes de reventar entre carcajadas sin que pudiéramos vernos a la cara congestionada por el rubor. Justo es reconocerlo, nuestra inocencia nos impidió llegar a las caricias y a la adopción de papeles propios del niño o de la niña, episodios que se darían después cuando la pasión y la madurez, la plena conciencia de los poderes ocultos de nuestros cuerpos, irrumpieran en nuestras vidas con la fuerza de un huracán.
Maxi y yo, al final niños, corríamos a lo largo de los interminables pasillos del castillo rompiendo con cualquier protocolo y sin tomar en cuenta que tal vez heríamos la memoria de María Teresa, su real alteza imperial, la archiduquesa de Austria y reina de Hungría y Bohemia, un siglo atrás. No, nada nos detenía: de la misma manera en que nos correteábamos en medio de un griterío ensordecedor por las galerías y salones, de cuyos techos colgaban enormes candiles decorados con miles de brillantes, auténticas arañas de vidrio, y retozábamos sobre inmensos tapetes persas sin percatarnos de la presencia de varios gobelinos descoloridos que contenían diversos pasajes heroicos de la historia del Sacro Imperio Romano, salíamos de golpe al jardín francés o al inglés o al botánico, hasta llegar al grito de «salchicha el último» a la glorieta en donde se encontraba el gran parterre. Nunca dejamos de sorprendernos por los extraños animales que alojaba el zoológico, extraídos, según las apariencias, de antiguas fábulas, ni nos explicábamos por qué a los mayores les llamaban tanto la atención las ruinas romanas ahí todavía existentes, o bien la fuente con un gran obelisco. Para nosotros, alegres chamacos, todo era diversión en aquellos exquisitos espacios construidos por generaciones de austriacos ilustres, ávidos de lujo, boato, bienestar y trascendencia política.