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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (25 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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—Pero padre, ¿por qué un viva a Fernando VII? Le juro que no lo entiendo.

—Es para disimular, hijo mío. Yo mismo no estaba de acuerdo, pero las mayorías, sobre todo Allende, acordaron que lo hiciera así para no despertar suspicacias, de modo que en un principio mostráramos nuestra anuencia hacia Fernando VII, ya que de esta suerte no nos echaríamos encima al ejército ni a la Iglesia, y así y sólo así podríamos avanzar en el movimiento tratando de no provocar a los militares realistas hasta triunfar para entonces podernos quitar las caretas y gritar, ahora sí, ¡viva México!, sin ninguna connotación de dependencia hacia España y sin permitir la presencia de ninguna autoridad aristocrática peninsular en el nuevo país.

Le creí a mi mentor, aunque me retiré mascando ciertas dudas, pero dispuesto a dar mi vida a cambio de la libertad de mi país. No necesitábamos a España para nada, ni tendríamos por qué soportar el saqueo indiscriminado de nuestro patrimonio ni la explotación inhumana y descarada de los nuestros a cambio de aumentar la riqueza de los españoles, que crecía en la misma proporción en que nosotros nos empobrecíamos. Después de trescientos años de Colonia, teníamos el derecho, mucho más que indiscutible, de independizarnos de la Madre Patria. Ya la habíamos soportado bastante. Habíamos alcanzado la mayoría de edad. Podíamos conducirnos solos en lo sucesivo sin la ayuda de nadie y promoviendo un bienestar generalizado para la nación. Incorporaríamos garantías individuales, los derechos universales del hombre, promulgaríamos una Constitución acorde con nuestros tiempos, el marco jurídico ideal para forjar al ciudadano del futuro, mismo que crecería en términos de igualdad con sus semejantes e invariablemente sometido al imperio de la ley. Nuestros sueños dorados estaban a punto de hacerse realidad.

Como el padre Hidalgo me había encargado la sublevación de la Costa del Sur, es decir, en el territorio donde yo tenía un nutrido grupo de amigos arrieros, compañeros de la vida, me dirigí en busca de ellos, en la inteligencia de que me movía un personalísimo interés en llegar a Yestla. ¿Por qué Yestla y no otro lugar de la región? La respuesta era muy simple: ahí en Yestla vivía, desde hacía más de veinte años, mi más feroz enemigo, Matías Carranco, el engendro del demonio que había raptado a Francisca Ortiz. Me convenía no creer que ella lo había acompañado dócilmente a donde él dispusiera por amor, sólo por amor. Aceptar semejante temeridad implicaba privarme del placer de la venganza. ¿Cómo responsabilizarlo a él cuando ella era la única culpable de los hechos? Mejor, mucho mejor, acusar en mi interior a Matías Carranco de mi catástrofe amorosa. Tarde o temprano habría de encontrarme con él para ajustar cuentas viejas y dolorosas, muy viejas y muy dolorosas...

La campaña militar fue demoledora. Se requerían convicciones firmes y principios muy sólidos para no desfallecer en las batallas. Surgían líderes muy valiosos que después de la contienda militar no volvían a nuestros improvisados cuarteles. La lucha era cruenta y patética. Yo enfrentaba un dilema ético: la violación recurrente del mandamiento no matarás. Sin embargo, mandaba a matar y ordenaba la ejecución de prisioneros y traidores. Yo mataba. Yo privaba de la vida, sí, pero lo hacía en aras del bien común para salvar a millones de mexicanos de la opresión, de la explotación y de la humillación. La inmensa mayoría de nosotros sobrevivía como animales, mientras que con el producto de nuestro trabajo, los hacendados, los industriales y los mineros españoles consumían vinos, perfumes y lavandas importadas, así como trajes y vestidos de seda y brocados europeos, que disfrutaban en el interior de sus palacios o de sus castillos o de sus haciendas con cientos de esclavos miserables que jamás superarían esa condición. De modo que si se trataba de rescatar a la nación de la ignorancia y de la pobreza y para ello era menester matar, fusilar y ahorcar de cualquier rama que estuviera a nuestro alcance, pues mataríamos, fusilaríamos y ahorcaríamos con la esperanza de que Dios nuestro Señor entendiera nuestros objetivos y nuestras razones y las justificara. Si por liberar a mi país de las impías manos opresoras pasaría yo la eternidad en el infierno, bien valdría la pena pagar ese precio y cualquier otro. El hambre era insoportable.

Así conocí a hombres ilustres como Hermenegildo Galeana en Tecpan, un individuo de los que nacen cada mil años, un adorador de la libertad, de cuna noble y próspera familia que despreció la comodidad, el poder, el dinero, la tranquilidad de una posición social y económica privilegiada, a cambio de inseguridad, incomodidades, peligros e incluso la muerte.

En pleno fragor de la revolución, le escribí una carta a mi compadre, Juan Francisco Díaz de Velasco, en el Rancho de la Concepción, Nocupétaro.

Noviembre 10 de 1810

Mi distinguido compadre: ...Pueblos enteros me siguen a la lucha por la Independencia; pero les impido diciendo que es más poderosa su ayuda labrando la tierra para darnos el pan a los que luchamos y nos hemos lanzado a la guerra. Dios Guarde a su merced muchos años.

JOSÉ MA. MORELOS.

No podíamos detenernos. Tomamos Acapuleo y lo perdimos y lo volvimos a tomar, mientras abríamos frentes en diferentes puntos de la región a mi cargo. La falta de pertrechos me obligó a escribirle al padre Hidalgo la siguiente carta:

Noticio a usted cómo he corrido toda la costa del sur, que son como doscientas leguas, con la mayor felicidad, y no he encontrado en todos los gachupines que he cogido ningunos reales, pues se infiere que éstos los han ocultado con anticipación. En el día tengo solicitado el puerto de Acapulco con ochocientos hombres y me hallo sin pólvora ni balas, por un ataque que hemos tenido, aunque sin ningún mal herido; y de los contrarios un mal herido, pues se conoce que D. Antonio Carreño, que es el gobernador, y los demás europeos, han seducido a estas gentes. Y así, mándeme V. E. cañones y pólvora, que según noticia tengo, toda la artillería del castillo. esta apuntada a tierra; y así, espero de V.E. el refuerzo que le pido con la mayor brevedad que se pueda, pues considero que estas tropas están en camino, pues no desisto del cerco hasta nueva orden de S.E. diciéndome el rumbo que debo tomar, si para la Misteca o Chilpancingo, porque desde el día 20 del pasado que tuve el honor de comer con V.E. y nos separamos, no he tenido la menor noticia, por lo que dígame del ejército de México.

¡Cuál no sería mi sorpresa cuando, como consecuencia de la derrota de Miguel Hidalgo en el Puente de Calderón, mi querido maestro tuvo que renunciar en favor de Allende, poniendo en manos de este último la suerte de la guerra de Independencia! Me quedaba sin mi guía y protector. Las razones que adujo Allende para deponer a Hidalgo de tan elevada responsabilidad consistieron, según él, en que mi mentor no controlaba los saqueos, las violaciones ni la destrucción masiva de los territorios conquistados a los realistas, además de haber demostrado escasa pericia militar y de haberse confundido al hacer que se dirigieran a él como Su Alteza Serenísima. Más tarde fui informado de que Allende había intentado envenenar al padre Hidalgo sin mayor éxito en su criminal empresa. A cuatro meses de detonado el movimiento de Independencia, o sea, en enero de 1811, el padre Hidalgo dejó de ser, para desgracia de todos nosotros, el líder insustituible del levantamiento armado. ¿Qué pasaría con nosotros sin él?

El tiempo nos apremiaba. El miedo a las traiciones también. Así supimos con el ánimo contrito, que Elizondo había traicionado a Hidalgo y Allende hasta ponerlos en manos de las fuerzas realistas, las mismas que fusilaron a este último, junto con Aldama y Jiménez, el 21 de junio de 1811. Abasolo había sido desterrado a España, salvando la vida gracias a las influencias de su mujer. ¿Qué podía esperar mi maestro en semejante coyuntura? No se equivocó. Fue degradado de su calidad de sacerdote, excomulgado, fusilado y decapitado el 31 de julio de ese mismo año.

El dolor fue insoportable. Lloré en la soledad la pérdida del padre Hidalgo, el padre de mi vida. Recordamos el elevadísimo precio a pagar por el hecho de ser un insurgente. La muerte era una jugadora permanente que nos acompañaba con el mismo silencio que produce una sombra al desplazarse junto con nosotros en los campos de batalla, como en las tiendas de campaña o en las fogatas nocturnas, en donde nunca faltaron los traidores infiltrados. Un sentimiento de dolorosa orfandad se apoderó de nosotros. Todos éramos Miguel Hidalgo, cualquiera podría llegar a caer en una trampa semejante. Nadie podía ignorar la suerte que le esperaba de llegar a caer prisionero de los militares realistas, peor, mucho peor, si como era mi caso, se trataba de curas rebeldes, de los que nuestra Iglesia se ocuparía no sólo de hacerlos pasar podas armas, sino de someterlos a torturas inenarrables como las que habría vivido el Padre de la Independencia. Ojalá y sólo nos fusilaran... Sólo que nada ni nadie me detendría. Ya lo había dicho muchas veces y lo repetiría otras tantas: ni las torturas ni las ejecuciones ni las traiciones me harían desistir de mis objetivos libertarios. Enjugadas las lágrimas y pasado el duelo, continuamos con la tarea...

Por esa razón convoqué a la tropa entre la que me sorprendió la presencia de Vicente Guerrero, un capitán joven, alto, que por su traje y manera' de hablar costeña revelaba su origen indígena. o mestizo, lo que se conocía por su nariz aguileña, sus pómulos salientes y sus cabellos lisos, negros y grandes, que formaban un crecido tupe sobre la frente. Si un día volvía a tener un hijo varón, le pondría Vicente... No pude dejar de distinguir a Antonio Gómez Ortiz ni a Juan Álvarez ni, por supuesto, a Hermenegildo Galeana, hombres fuertes y decididos que algún día harían historia:

Ahora, pues, se hace indispensable avanzar hacia el centro y hacerlo pronto, mañana mismo si es posible... Es necesario probar a la Nación que la muerte de un caudillo no acaba con los principios que proclamó ni con el pueblo que los defiende. ¡Es preciso hacerle ver que aunque la estrella de la insurrección palidece en el norte, todavía sigue brillando en el sur!

Ignacio López Rayón heredó la dirección del movimiento. Saquearon la casa de mi hermana Antonia en Valladolid. Dios da y quita: surgió la familia Bravo en el horizonte liberal de México, los hermanos Leonardo, Miguel, Víctor y don Máximo, el hijo del primero, un joven prominente que contaba, a la sazón, con diecinueve años de edad y que ligaría el esclarecido nombre de su estirpe a una acción inmortal. Los amantes de la independencia nos uníamos y nos dábamos la mano, como cuando estreché la diestra del cura don Mariano Matamoros quien, por su demostrada lealtad, sus firmes convicciones y su cultura superior, se convertiría en un valioso aliado y en un dirigente natural indispensable. Tomábamos ciudades, nos hacíamos de pueblos y villorrios. La gente nos admiraba y se sumaba a nuestra causa apenas con un traje de manta y unos huaraches llenos de costras de lodo y sin presupuesto para pagar ni un solo cartucho. La mayor parte de la tropa sólo aportaba hambre y desesperación, dos de los ingredientes más importantes para combatir a las fuerzas realistas. Libramos veintiséis batallas de las cuales ganamos veintidós; en las cuatro restantes se llevó a cabo una honrosa retirada.

La verdad de verdades, no podía creer lo que me decían mis ojos cuando finalmente cayó en mis manos el edicto de excomunión en contra del padre Hidalgo, proclamado por el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo.

¿Cómo pudo recurrir al
Omne Regnum in se divisum desolabitur
, alegando que Miguel Hidalgo había levantado el estandarte de la rebelión, encendido la tea de la discordia y la anarquía y seducido a una porción de labradores inocentes, a los que les hizo tomar las armas?

Es claro que mi amado obispo jamás había pasado hambre en su dorado palacio obispal ni tampoco había padecido los horrores de la esclavitud. Por esa razón, no le duele la pobreza de mis feligreses. Hidalgo jamás propuso la anarquía, sino la destrucción de un régimen opresivo, injusto e inhumano en el que subsistían precisamente dichos labradores inocentes, hartos de vivir en una miseria desconocida para un príncipe de la Iglesia. A lo largo de su carrera clerical, ¿habría sufrido alguna vez las estrecheces económicas de nosotros, los párrocos pueblerinos, de los que ahora, instalado en la gloria, no quiere ni acordarse don Manuel?

Agregó que mi maestro había insultado a la religión y a Fernando VII, pintado en su estandarte la imagen de nuestra augusta patrona, nuestra Señora de Guadalupe, poniéndole la inscripción siguiente: ¡Viva la religión! ¡Viva nuestra Madre Santísima de Guadalupe! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva América y muera el mal gobierno! Que al poner la referida inscripción había cometido dos sacrilegios gravísimos: el insulto a la religión, a Nuestra Señora y a nuestro soberano, y el desprecio y ataque al gobierno, oprimiendo a sus vasallos inocentes, perturbando al orden público y violando el juramento de fidelidad al soberano y al gobierno. Por todo ello, al. ser perturbador del orden público, seductor del pueblo, sacrílego, perjuro y por haber incurrido en la excomunión mayor del canon,
Siquis suadente diabolo
, lo declaró excomulgado y prohibió que se les proporcionara socorro, auxilio y favor, bajo la pena de excomunión mayor,
Ipso facto incurrenda
, a los contraventores.

Hidalgo jamás ofendió a la religión, todo lo contrario, de la misma manera en que nunca ofendió a Fernando VII. Es suficiente recordar el grito de Dolores y contemplar el estandarte para entender en nombre de quién y por qué se detonó el movimiento de la libertad. ¿Dónde estaba el sacrilegio y el perjurio que justificaron, según Abad y Queipo, un castigo tan severo como la excomunión, así como la pena capital y la decapitación? ¿Qué desearía esconder mi amado obispo que buscaba acusar con argumentos ingrávidos a quien sólo deseaba el bien y la prosperidad del pueblo, objetivos que supuestamente debería perseguir nuestra Santa Madre Iglesia que tiene en el dicho Abad a un pastor, al menos, equivocado?

Hidalgo ya no sólo no existía como líder de la independencia, no, claro que no, había sido torturado, excomulgado y fusilado en atención a las solicitudes vertidas por la alta jerarquía católica. ¿Por qué nuestra Iglesia se oponía con tanta fiereza y crueldad a la independencia de México cuando el futuro, a través de una república democrática, obligatoriamente nos proporcionaría mejores condiciones de vida, además de una marcada superación social a través de la educación? ¿Por qué oponerse al bienestar de las masas? ¿Por qué, por qué, no me cansaré de insistir, por qué fusilar, excomulgar y castigar a quien tan sólo soñaba con la mejoría de la nación? ¿Por qué destruir la simiente que conducía al progreso?

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