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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (63 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Podía imaginar el rostro contrito de Sor Juana al ver cómo unos desalmados ignorantes, sabuesos al servicio del arzobispo, violaban el recinto conventual para entrar a su celda a fin de vaciar los anaqueles saturados de libros, de luz, de información, de soluciones, de perspectivas y alternativas. Uno a uno desaparecieron los trabajos de científicos, músicos, filósofos, historiadores, pensadores, poetas, dramaturgos, teólogos, además de cientos de obras religiosas y textos eruditos de la más diferente naturaleza. Pensaba en los sepultureros que cumplen su trabajo sin conmoverse con el dolor de los deudos. Habrían echado en sacos de tela de manta los candelabros, las velas, los tinteros, las hojas de papel intocadas, las plumas con las que se pudo haber cambiado el destino, por lo menos, de la Nueva España. Conociendo a mi monja excelsa bien sabía yo que jamás podría superar semejante desahucio. El desamparo la mataría sin tener a su alcance las herramientas que justificaban su existencia. ¿Qué sentido tendría seguir viviendo en dichas condiciones? ¿Para qué? En lugar de utilizar su prodigioso talento en la búsqueda de explicaciones filosóficas o de sensibilizar al mundo entero con su poesía, mi genial autora se vería reducida a asistir, día con día, a las preces, a las plegarias y a rezar las vísperas, las completas, los maitines, los laudes, las primas y el ángelus en las diferentes horas como la tercia, la nona y la sexta. Cualquier desviación sería sancionada. Sólo podría leer textos religiosos. Sólo que Sor Juana supo esconder cuatrocientos libros, sus consentidos, sus favoritos, poniéndolos fuera de las manos aviesas de la Inquisición. Con ellos respiraría al menos por un tiempo más... El resto sería rematado —supuestamente— por Aguiar y Seixas, y el dinero dedicado a la ayuda a los pobres, cuando en realidad la mayoría, como ya dije, fueron a dar a la ridícula biblioteca de este prelado tan asesino como ladrón y fanático.

En febrero de 1695 Dios le concedió a Sor Juana el inmenso privilegio de saber del fallecimiento del padre jesuita Antonio Núñez de Miranda, quien la había perseguido implacablemente por varios lustros declarando públicamente, a quien lo quisiera oír, que mi musa, la de las Américas, era un
azote mayor
. Pues bien, a mí también que me escuche quien lo desee: este prefecto de la Congregación de la Purísima Concepción de la Virgen María, que él dirigió treinta y dos años, varón recto, asceta, penitente y culto, a quien llamaron «la biblioteca viva de los jesuitas», sabio maestro en Teología moral, escolástica y expositiva, docto conocedor del Derecho canónico, civil e Historia eclesiástica, «escogido para dirigir las conciencias de dos arzobispos y de tres virreyes», entre todos sus títulos el más destacado será el de cómplice en el asesinato de Sor Juana Inés de la Cruz, cargo con el que pasará a la historia extraviado en el anonimato más oprobioso con todo y sus reconocimiento s banales. Nunca nadie, y el tiempo lo dirá, podrá apagar la luz que encendió Sor Juana Inés de la Cruz. La silenciarán, sí, pero no la vencerán: sus letras serán eternas, su ejemplo inmarcesible y su legado inagotable para ser disfrutado y aprovechado por todas las generaciones subsecuentes. Seres mezquinos, ruines y miserables como Aguiar y Seixas y otros de su calaña jamás podrán opacar su santa gloria ni silenciarla para siempre ni esconder sus lúcidas razones ni destruir sus poderosos argumentos. Nadie se acordará de ellos, mientras que Sor Juana será honrada en academias y universidades a las que la sevicia, la crueldad y la sinrazón le impidieron ingresar. ¡Jesús: cómo se distorsionaron tus palabras y tu sacratísimo mensaje de amor! Sor Juana tendrá monumentos de mármol blanco, las avenidas llevarán su nombre, su efigie será elevada en gigantescas columnas de hierro, su rostro aparecerá inmortalizado en enciclopedias o en estupendos óleos que habrán de colgarse en las salas de los museos de todo el orbe, mientras que ellos, sus detractores, irán a dar a la fosa común de la historia...

Sí, la historia, claro que la historia, pero la Nueva España sufría los estragos de una nueva peste de las que la azotaban recurrentemente. El flagelo, como siempre, no respetaba edades ni sexos ni profesiones ni niveles económicos. El Señor pasaba la guadaña por igual sin detenerse en contemplaciones. La enfermedad ingresó por las puertas y ventanas del convento de San Jerónimo. Sor Juana asistía a las enfermas pese a las recomendaciones de que se apartara de las hermanas dolientes debido al poderoso nivel de contagio del padecimiento. Asistió al lecho de muerte de muchas de ellas; les cerró los ojos, les dio la bendición para que se marcharan en paz, en tanto acariciaba su rostro o les secaba el sudor con un pañuelo, las acompañaba en sus delirios previos al deceso encomendándoselas a Dios. No dormía. Amanecía arrodillada en el reclinatorio con las manos cruzadas por varios rosarios. A saber si le pedía al Señor que viniera por ella. En su necedad se advirtió una intención suicida. Todo parecía indicar que deseaba contaminarse y morir, sí, morir y llegar a los pies del Señor para pasar a Su lado la eternidad. Sor Juana las animaba, las consolaba, las ayudaba a bien morir describiéndoles el rostro generoso de Dios que las esperaría cuando expiraran, hasta que los primeros malestares de la fiebre empezaron a acosarla. Ya nada tenía remedio. Su rostro expresó en todo momento una sonrisa celestial. Dios la había oído. Juana se rendía, mientras que el arzobispo daba las gracias porque Jesús había escuchado sus plegarias. ¿Dios autorizó el castigo porque ella ejercitó la inteligencia con la que Él mismo la dotó?

Según escribió Calleja, su biógrafo, el 17 de abril de 1695, a las tres de la mañana, Sor Juana Inés de la Cruz se rindió para siempre. Yo, la condesa de Paredes, su gran amiga, no pude estar a su lado teniéndole la mano, arrodillada ante su lecho de muerte, ni pude consolarla ni ayudarla ni cerrarle los ojos. Un sacerdote enviado por Aguiar y Seixas para ingresar al convento con todas las autorizaciones que el caso ameritaba, sentenció en voz grave cuando Sor Juana exhalaba su último aliento:


Requiem aeternam dona eis Domine
.

La priora de las monjas jerónimas respondió arrodillada:


Et lux perpetua luceat eis
.


Dominus vobiscum
.


Et cum spiritu tuo
.

—Amén.

Una gran cantidad de escritos, poemas místicos, ensayos y obras de teatro inacabadas que Juana guardaba y que siguió produciendo, secuestradas por el arzobispo, fueron quemadas en la chimenea de su palacio. Se llegó a decir que cada hoja arrojada para ser consumida por un fuego goloso despertaba una sonrisa sardónica en Aguiar y Seixas como cuando escuchaba los gritos de horror de los herejes y blasfemos, quemados en la hoguera, durante las ceremonias de cremación a las que asistía con supremo deleite para congraciarse con Dios.

El arzobispo presidió las misas multitudinarias cantadas en honor de esta hija privilegiada de Dios que sólo Él supo por qué nos la arrancó con tan dolorosa y patética anticipación. Es nuestro deber intentar su canonización ante el Santo Padre para que su imagen santísima sea adorada en todos los altares mexicanos por los siempres de los siempres... Amén.

EPÍLOGO

Dejo en manos de Elías Trabulse, el brillante historiador mexicano, un destacado
sorjuanista
, lo que sucedió a continuación del fallecimiento de esta perínclita monja mexicana:

Pocos días después de la muerte de Sor Juana, la imprenta de doña María de Benavides que era la que realizaba los trabajos tipográficos para el palacio arzobispal, recibió la orden de imprimir en una pequeña hoja volante en doceavo (14.0 x 10.6 cm) un texto que llevaba por título
Protesta de fe
de la Monja profesa Sor Juana Inés de la Cruz... era una versión resumida de la protesta de fe que Sor Juana firmó con su sangre el 5 de marzo de 1694 y le entregó al provisor junto con otros dos documentos después de la sentencia pronunciada en su contra... La publicación de la
Protesta de fe
constituye la piedra de toque de la ofensiva de Aguiar y Seijas al exigir la firma de los tres documentos de abjuración... La difusión de ese texto serviría de ejemplo paradigmático a otras monjas novohispanas que verían en la conducta de Sor Juana un modelo a seguir. Pues también ésa era la prueba testimonial que se requería para establecer sobre bases firmes el hecho histórico de su santificación. La repentina y prematura muerte de Sor Juana hizo que la pugna entre el arzobispo y la condesa de Paredes adquiriera una dimensión diferente, pues ambos tenían los elementos para mostrar a la posteridad su versión de lo que realmente había sucedido. Era vital decidir... qué versión histórica del final de Sor Juana prevalecería... El obispo tenía que actuar con rapidez a efecto de neutralizar cualquier medida emprendida por la condesa y sus aliados para revelar al mundo la verdad de lo sucedido. De esta manera fue puesta en marcha la máquina hagiográfica que transformaría los hechos reales y sórdidos del final de Sor Juana en un itinerario edificante hacia la santidad... Las medidas que adoptó Aguiar y Seijas probaron ser eficaces y de efectos duraderos. En primer lugar envió el proceso al archivo secreto del provisorato. Después impuso silencio a los clérigos y funcionarios del arzobispado que habían conocido de dicho proceso. Ninguno de ellos hizo pública la más leve mención sobre la sentencia que se había abatido sobre la monja y que era la causa del silencio que rodeó sus dos últimos años. Por otra parte conservó los tres documentos de la abjuración que pertenecían al archivo episcopal y que estaban anexos al proceso a efecto de darlos a conocer oportunamente... No deja de ser una ironía el que haya sido precisamente el hombre que la silenció quien haya dado los elementos para crear, desarrollar y fijar históricamente ese mito hagiográfico.

Sor Juana nunca abandonó por completo las letras ni sus estudios, según se lo ordenaban las sentencias pronunciadas en su contra, además del sinnúmero de presiones clericales. Los últimos descubrimientos confirman que ella se mantuvo casi hasta el final dedicada al estudio, a la filosofía, a la poesía y a todo aquello que pudiera significar abundar en el conocimiento, la máxima aventura del ser humano. Sus
Enigmas
ostentan el año de 1695, precisamente el de su muerte, como fecha de publicación, por lo que, en realidad, nunca dejó de trabajar a pesar de la pérdida de los apoyos de Payo de Ribera y de los virreyes y condes de Paredes y de las injustificadas agresiones sufridas por otras autoridades de la Iglesia católica, la única responsable de este siniestro crimen que enlutó a las letras universales.

La limitaron, la acotaron y finalmente la destruyeron. Su voz dejó de escucharse durante siglos, pero como bien decía la condesa de Paredes, su amada Lysi: ella es el lucero matutino, la primera estrella del amanecer, y nunca se apagará...

La condesa de Paredes, a la muerte de su marido, encargó la custodia de sus hijos a un tercero y se enclaustró para siempre como monja en un convento español.

Francisco Aguiar y Seixas murió tres años más tarde que Sor Juana y sus restos fueron inhumados en la catedral de México. Es de suponerse que Aguiar y Seixas estuvo enamorado hasta el último de sus días de nuestra señora Sor Juana Inés de la Cruz. Le resultaba imposible, por razones mucho más que obvias confesarle su amor, de la misma manera en que no podía oponerse frontalmente a ella limitándola en su creatividad poética ni impidiendo la publicación de sus trabajos, sobre todo en España. ¿No podía expresarle sus sentimientos como hombre ni era factible reducirla como poetisa ni someterla como pensadora, sobre todo como crítica teológica? ¿No? ¿No podría quemarla como bruja en cualquier hoguera improvisada de la Santa Inquisición? ¿No? ¿Su prestigio intelectual era de tal manera imponente en Europa que de conducirla a la pira con todos sus libros heréticos le hubiera ocasionado un mal mayor a Aguiar y Seixas, con lo cual se hubiera exhibido ante el mundo como un cavernícola? ¿Sí? Entonces sólo cabía una alternativa: silenciarla gradualmente, apagarla, secuestrar su talento, aplastarla, reducirla, matarla en vida y llorar por la pérdida del intenso amor frustrado... bien sabía el arzobispo que Sor Juana jamás podría sobrevivir sin desarrollar sus ideas filosóficas. Se trataba de una mujer adelantada por varios siglos a su momento histórico. ¿Qué hacer con lo que no se puede controlar? ¡Se destruye! Eso es lo mismo que hizo Aguiar y Seixas para su propia vergüenza y la de la Iglesia católica, esa institución maldita, enemiga de los más caros valores del género humano.

Aguiar y Seixas logró que no se volviera a escuchar nada sobre la vida de Sor Juana Inés de la Cruz durante los siguientes doscientos cincuenta años, hasta que fue redescubierta para provecho y sorpresa de la humanidad.

La herida sigue abierta, como bien lo dijera nuestro Octavio Paz.

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