Asesinato en el campo de golf (14 page)

BOOK: Asesinato en el campo de golf
4.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Con una ligera sonrisa irónica, lo arrolló de nuevo a la daga.

—Dejaremos las cosas como estaban, hasta el punto en que sea posible —explicó—. Esto le gusta al juez de instrucción. Bueno, ¿advierte usted algo más?

Me encontré obligado a mover la cabeza negativamente.

—Mírele las manos.

Así lo hice. Las uñas estaban rotas y descoloridas, y la piel era dura. Esto apenas me iluminó como yo lo hubiera deseado. Y levanté la vista para mirar a Giraud.

—No son las manos de un caballero —dijo, contestando a mi mirada—Por el contrario, su ropa es la de un hombre de buena posición. Eso es curioso, ¿verdad?

—Muy curioso —convine.

—Y ninguna de las prendas está marcada. ¿Qué nos enseña esto? Que este hombre intentaba hacerse pasar por otro. Se había disfrazado. ¿Por qué? ¿Temía algo? ¿Era el disfraz un medio para escapar? Hasta ahora no lo sabemos, pero una cosa sí sabemos: que tenía tanto interés por ocultar su identidad como lo tenemos nosotros por descubrirla.

Y volvió a mirar al cadáver.

—Lo mismo que antes, no hay ahora impresiones digitales en el puño de la daga. El asesino llevaba guantes también.

—¿Cree usted, entonces, que el asesino es el mismo en los dos casos?

La expresión de Giraud se hizo inescrutable.

—No importa lo que yo crea. Ya veremos. ¡Marchaud!

El agente de Policía apareció en la puerta.

—¿Por qué no está aquí madame Renauld? La he enviado a buscar hace un cuarto de hora.

—Está llegando ahora por el sendero, señor, y su hijo viene con ella.

—Bueno; pero no quiero verlos más que uno a uno.

Marchaud saludó y se retiró. Al cabo de un momento reapareció con madame Renauld.

Giraud se adelantó con una breve inclinación de cabeza.

—Por aquí, señora —diciendo esto la acompañó, y apartándose luego de pronto, le dijo—: Aquí está el hombre. ¿Le conoce usted?

Y su mirada parecía penetrar en ella como una barrena, para leer lo que había en su conciencia, tomando nota de todas las indicaciones de su actitud.

Pero madame Renauld permaneció perfectamente tranquila..., demasiado tranquila, a mi juicio. Miró al cadáver sin interés, y ciertamente, sin señal alguna de agitación o de reconocerlo.

—No —confesó—; no le he visto en mi vida. Es enteramente un extraño para mí.

—¿Está segura de esto?

—Completamente segura.

—¿No reconoce en él a uno de sus agresores, por ejemplo?

—No —y pareció vacilar, como si se le hubiese ocurrido una idea—. No; creo que no. Por supuesto, aquéllos llevaban barbas (postizas, según lo piensa el juez); pero, a pesar de esto, creo que no —y ahora pareció haber tomado su partido definitivamente—. Estoy segura de que ninguno de ellos era este hombre.

—Muy bien, señora. Nada más entonces.

Y ella salió con la cabeza levantada, que irradiaba el reflejo del sol en su cabello plateado. Jack Renauld ocupó su lugar. Tampoco él identificó al hombre, ni dejó de ser su actitud enteramente natural.

Giraud se limitó a gruñir. No hubiera yo podido decir si estaba complacido o contrariado. Y llamó a Marchaud.

—¿Ha traído a la otra aquí?

—Sí, señor.

—Hágala pasar, entonces.

«La otra» era madame Daubreuil. Llegaba indignada, protestando con vehemencia.

—¡No admito esto, señor mío! ¡Es un insulto! ¿Qué tengo yo que ver con toda esta historia?

—Señora —atajó Giraud brutalmente—. ¡Estoy investigando no uno, sino dos asesinatos. Por todo lo que yo sé, usted podría ser la autora de los dos.

—¿Cómo se atreve usted? —exclamó—. ¿Cómo se atreve a insultarme con una acusación tan descabellada? ¡Esto es infamante!

—¿Qué es infamante? ¿Qué dice de esto? —e inclinándose una vez más, desprendió el cabello y lo sostuvo en alto—. ¿Ve usted esto, señora? —y se acercó a ella—. ¿Me permite que vea si es como los suyos?

Con un grito, ella retrocedió con el rostro y los labios blancos.

—Esto es falso. Lo juro. No sé nada del crimen..., de ninguno de los dos crímenes. ¡Quien diga lo contrario, miente! ¡Ah,
mon Dieu
!, ¿qué voy a hacer?

—Cálmese, señora —dijo Giraud fríamente—. Nadie le ha acusado a usted todavía. Pero hará bien en contestar a mis preguntas sin más protestas.

—A lo que usted quiera, caballero.

—Mire al muerto. ¿Le había visto alguna vez?

Acercándose más, mientras sus mejillas recobraban un poco de su color, madame Daubreuil miró a la víctima con cierto interés y curiosidad. Luego, movió la cabeza.

—No le conozco.

Y parecía imposible dudar de sus palabras; tan natural fue su acento. Giraud la despidió con una inclinación de cabeza.

—¿La deja usted marcharse? —le pregunté en voz baja—. ¿Es esto prudente? Seguramente, este cabello negro viene de su cabeza.

—No necesito que me enseñen mi oficio —bufó Giraud secamente—. Está vigilada. No deseo detenerla por ahora.

Luego, con la frente arrugada, miró al cadáver.

—¿Diría usted que tiene algo del tipo español? —me preguntó de pronto.

Examiné aquel rostro.

—No —dije, por último—; diría, resueltamente, que es francés. Giraud dejó oír un gruñido de descontento.

—Me parece lo mismo.

Por un momento se mantuvo quieto; luego, con un gesto imperioso, me hizo apartar, y a gatas de nuevo, continuó el examen del suelo. Era maravilloso. Nada se le escapaba. Lo fue recorriendo centímetro a centímetro, revolviendo potes y examinando sacos viejos. Lanzóse sobre un lío cercano a la puerta, pero resultó contener únicamente una chaqueta y un pantalón harapientos, que echó de nuevo al suelo, refunfuñando. En seguida le interesaron dos pares de guantes viejos, pero acabó por mover la cabeza y apartarlos. Volvió luego a examinar los potes vacíos, invirtiéndolos uno por uno, y renovó sus signos negativos. Parecía hallarse contrariado y perplejo. Creo que había ya olvidado mi presencia.

Pero en aquel momento llegaron de fuera rumores agitados y se precipitaron en el cobertizo nuestro antiguo amigo el juez, su oficial de secretaría, Bex y el doctor.

—Pero ¡esto es extraordinario, Giraud! —exclamó Hautet—. ¡Otro crimen! ¡Ah!, no hemos llegado al fondo de este caso. Hay aquí algún misterio profundo. Pero ¿quién es la víctima esta vez?

—Eso es precisamente lo que nadie sabe decirnos. No ha sido identificado.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó el médico.

Giraud se apartó un poco.

—Ahí, en el rincón. Ha sido acuchillado en el corazón, como usted ve. Y con la daga que fue robada ayer por la mañana. Imagino que el crimen siguió de cerca al robo..., pero esto es usted quien ha de decirlo. Puede manosear la daga sin reparos..., no contiene impresiones digitales.

El doctor se arrodilló junto al muerto y Giraud se volvió hacia el juez de instrucción.

—Un problemita espinoso, ¿verdad? Pero yo lo resolveré.

—¿Es decir, que nadie sabe identificarle? —dijo el magistrado, pensativo—. ¿No podría ser uno de los asesinos? Pueden haber disputado entre sí.

Giraud movió la cabeza.

—Este hombre es francés... Estaría dispuesto a jurarlo.

Pero en aquel momento fueron interrumpidos por el doctor, que se había sentado sobre sus talones con expresión perpleja.

—¿Ha dicho usted que fue muerto ayer por la mañana?

—Me guío por el robo de la daga —explicó Giraud—. Puede, naturalmente, haber sido muerto más tarde.

—¡Más tarde! ¡Qué disparate! Hace por lo menos cuarenta y ocho horas que este hombre está muerto, y, probablemente, más.

Y nos miramos unos a otros, mudos de asombro.

Capítulo XV
-
Una fotografía

Eran las palabras del doctor tan sorprendentes que todos nos quedamos desconcertados. Teníamos allí a un hombre apuñalado con una daga robada sólo veinticuatro horas antes y, no obstante, afirmaba el doctor Durand, de un modo categórico, ¡que su muerte había ocurrido hacía, por lo menos, cuarenta y ocho horas! Todo aquello era fantástico en el más alto grado.

Estábamos aún reponiéndonos de la sorpresa causada por el anuncio del doctor, cuando me trajeron un telegrama. Había sido recibido en el hotel y enviado a la villa. Lo abrí. Era de Poirot, que avisaba su regreso en el tren que llegaba a Merlinville a las doce y veintiocho.

Miré mi reloj y comprobé que tenía el tiempo justo para ir a recibirle a la estación sin precipitarme. Comprendía que era importantísimo que quedase informado en seguida de la emocionante novedad.

Reflexioné que, evidentemente, Poirot no había tenido dificultad en encontrar lo que buscaba en París. Así lo demostraba la prontitud de su regreso. Le habían bastado unas cuantas horas. Me pregunté qué efecto le causaría la noticia que iba a comunicarle.

El tren venía con algunos minutos de retraso y me puse a pasear sin objeto por el andén hasta que se me ocurrió que podía ocupar el tiempo en hacer algunas preguntas acerca de las personas que habían salido de Merlinville con el último tren de la noche de la tragedia.

Me acerqué al factor, hombre de aspecto inteligente, y no me costó mucho persuadirle para hablar del asunto. Afirmó calurosamente que era una vergüenza para la Policía que tales bandoleros o asesinos pudiesen circular por ahí sin el merecido castigo. Le hice la insinuación de que había alguna posibilidad de que hubiesen salido con el tren de medianoche; pero él lo negó resueltamente. Dos extranjeros le hubieran llamado la atención..., estaba seguro de ello. Sólo habían tomado aquel tren unas veinte personas, y él no hubiera dejado de advertir su presencia.

No sé qué fue lo que me puso esta idea en la cabeza (quizá el acento de angustia de las palabras oídas a Marta Daubreuil); pero, de pronto, le pregunté:

—¿No partió con este tren monsieur Renauld, hijo?

—¡Ah!, no, señor. ¡Llegar y volver a marcharse al cabo de media hora no hubiera sido muy divertido!

Le miré sin comprender apenas el significado de sus palabras. Luego, lo comprendí.

—¿Quiere usted decirme —le pregunté con el corazón algo agitado— que monsieur Jack Renauld había llegado a Merlinville aquella noche?

—Sí, señor. Con el último tren que llega por el otro lado, el de las once y cuarenta.

Mi cerebro giró como en un torbellino. He aquí, pues, la razón de la angustia de Marta. Jack Renauld había estado en Merlinville en la noche del crimen. Pero ¿por qué no lo había dicho? ¿Por qué, por el contrario, nos había inducido a creer que había permanecido en Cherburgo? Recordando su expresión franca y juvenil, difícilmente hubiera podido yo decidirme a pensar que tuviese alguna relación con el crimen. No obstante, ¿por qué este silencio por su parte acerca de un punto de tan vital importancia? Una cosa era cierta: Marta había estado siempre enterada de todo. De aquí su congoja y sus ansiosas preguntas a Poirot sobre si se sospechaba de alguien.

Mis reflexiones fueron interrumpidas por la llegada del tren, y un momento después estaba dando la bienvenida a Poirot. El hombrecillo venía radiante. Reía y vociferaba y, olvidando mis reparos británicos, me abrazó calurosamente en el andén.


Mon cher ami
, ¡He triunfado, he triunfado maravillosamente!

—¿De veras? Me encanta saberlo. ¿Tiene usted las últimas noticias de aquí?

—¿Cómo quiere que tenga ninguna noticia? Ha ocurrido algo, ¿verdad? ¿Ha detenido a alguien ese buen Giraud? ¿O a varias personas, quizá? ¡Ah, ahora voy a ponerle en ridículo a ese tipo! Pero ¿adonde me lleva usted, amigo mío? ¿No vamos al hotel? Es necesario que me arregle el bigote..., está deplorablemente caído con el calor del viaje. Además, sin duda llevo polvo en el traje. Y tengo que ajustarme la corbata.

Corté de golpe estas protestas.

—Mi querido Poirot, deje todo esto. Tenemos que ir a la villa inmediatamente. ¡Ha habido otro asesinato!

Nunca he visto un hombre tan aturdido. Cayó su mandíbula y su expresión perdió toda la anterior viveza. Con la boca abierta, se quedó mirándome.

—¿Qué dice? ¿Otro asesinato? ¡Ah!, pero entonces estoy equivocado por completo. He fracasado. Giraud puede burlarse de mí..., ¡no le faltará razón!

—¿No lo esperaba usted entonces?

—¿Yo? De ningún modo. Esto destruye mi explicación..., lo deshace todo... Esto... ¡Ah, no! —y se detuvo de repente, golpeándose el pecho—. Es imposible. ¡No puedo estar equivocado! Considerados metódicamente y en su verdadero orden, los hechos sólo admiten una explicación. ¡Debo tener razón! ¡Tengo razón!

—Pero entonces...

Me interrumpió.

—Espere, amigo mío. Debo tener razón, y, por tanto, este nuevo asesinato es imposible, a no ser..., a no ser... ¡Oh!, espere, se lo ruego. No diga una palabra.

Permaneció callado por unos momentos; luego, volviendo a su actitud normal, dijo con voz tranquila y segura:

—La víctima es un hombre de mediana edad. Su cuerpo ha sido hallado en el cobertizo cerrado cercano al lugar del crimen, y la muerte había ocurrido, por lo menos, cuarenta y ocho horas antes. Y es muy probable que fuese acuchillado de un modo parecido al de Renauld, aunque no necesariamente en la espalda.

Ahora me llegó a mí el turno de quedarme con la boca abierta, y así lo hice. En todo lo que sabía de la historia de Poirot no había un hecho tan sorprendente corno éste. Y, como era casi inevitable, cruzó una duda por mi mente.

—Poirot —exclamé—, está usted bromeando ahora a costa mía. Estaba ya informado.

Pero él me dirigió una mirada de reproche.

—¿Soy yo capaz de hacer una cosa así? Le aseguro que no sabía una palabra de esto. ¿No ha observado la impresión que me han causado sus noticias?

—Pero ¿cómo ha podido saber todo esto?

—¿Tenía razón entonces? Pero yo lo sabía. Las pequeñas células grises, amigo mío, ¡las pequeñas células grises! Ellas me lo habían dicho. Así, y no de otro modo, era posible una segunda muerte. Cuéntemelo ahora todo. Si vamos por la izquierda podremos tomar un atajo, cruzando el campo de golf, que nos llevará mucho más deprisa a la parte posterior de Villa Geneviéve.

Mientras caminábamos, siguiendo el atajo indicado por él, le conté cuanto sabía. Poirot me escuchó con gran atención.

—¿La daga estaba en la herida, dice usted? Es curioso. ¿Está seguro de que era la misma?

—Absolutamente seguro. Esto es lo que hace el caso tan imposible.

BOOK: Asesinato en el campo de golf
4.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Magic Resistant by Veronica Del Rosa
Legacy of the Mind by H.R. Moore
Out of Nowhere by Roan Parrish
Very Wicked Things by Ilsa Madden-Mills
Under the Hawthorn Tree by Marita Conlon-Mckenna
Christmas in the Air by Irene Brand