Asesinato en el Orient Express (17 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Asesinato en el Orient Express
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—Bien, pero eso mismo implica cierta estupidez por su parte.

—Señora, los más bondadosos, los más amables, no siempre son los más inteligentes.

—Eso es cierto.

—Y a propósito, madame, ¿viajó usted hasta Esmirna por este itinerario?

—No. Me embarqué directamente para Estambul, y un amigo de mi hija, míster Johnson, un caballero amabilísimo, que me gustaría conociesen, fue a recibirme y me enseñó Estambul, que encontré desagradabilísima como ciudad. Y en cuanto a las mezquitas y a esas grandes pantuflas que se pone uno sobre los zapatos… ¿Qué es lo que estaba yo diciendo?

—Decía usted que míster Johnson la fue a recibir.

—Es verdad, y me condujo a un buque francés de mensajerías que zarpaba para Esmirna, y el marido de mi hija me estaba esperando en el mismo muelle. ¡Qué dirá cuando se entere de todo esto! Mi hija decía que era el viaje más cómodo, seguro y agradable. «No tienes más que sentarte en tu coche», me dijo, «y te llevará directamente a París y allí empalmarás con el
American Express
». ¿Y qué haré ahora, sin haber podido cancelar mi pasaje en el vapor? Debí comunicárselo. Posiblemente ya no lo podré hacer. ¡Oh, es demasiado horrible!

Mistress Hubbard dio muestras de ir a echarse a llorar otra vez. Monsieur Poirot, que mostraba ligeros síntomas de impaciencia, aprovechó la oportunidad.

—Ha sufrido usted una gran emoción, madame. Diremos al encargado del restaurante que le traiga un poco de té con algunas pastas.

—No me sienta bien el té —gimoteó mistress Hubbard—. Es más bien una costumbre inglesa.

—Café, entonces, madame. Necesita usted algún estimulante.

—Sí, el café será mejor, porque el coñac me ataca la cabeza.

—Muy bien. Verá usted cómo le vuelven las fuerzas. Y ahora, madame, tratemos una cuestión de mero trámite. ¿Me permite que registre su equipaje?

—¿Para qué?

—Vamos a registrar los de todos los viajeros. No quisiera recordar a usted un detalle tan desagradable, pero ya sabe lo que pasó con la esponjera.

—¡Oh, hace usted bien en recordármelo! No podría resistir otra sorpresa de esta clase.

El registro quedó terminado rápidamente. Mistress Hubbard viajaba con el mínimo de equipaje: una sombrerera, un maletín y una maleta. El contenido de los tres bártulos no reveló nada notable, y el examen no habría llevado más de dos minutos, de no haber insistido mistress Hubbard en que se dedicase alguna atención a las fotografías de su hija y de dos chiquillos feos.

—¿No son encantadores mis nietos? —preguntó embelesada.

15
 
LOS EQUIPAJES

P
RONUNCIADAS unas palabras tan corteses como insinceras, y prometido a mistress Hubbard que enseguida le llevarían el café, Poirot abandonó la cabina, acompañado de sus dos amigos.

—Bien, hemos empezado con un fracaso —dijo monsieur Bouc—. ¿A quién molestaremos ahora?

—Lo más sencillo será recorrer el tren coche por coche. Lo que significa que empezaremos por la cabina número dieciséis…, la del amable míster Hardman.

Míster Hardman, que estaba fumando un cigarro, les recibió cortésmente.

—Entren, caballeros…, es decir, si es humanamente posible. Esto es un poco pequeño para celebrar una reunión.

Monsieur Bouc explicó el objeto de su visita, y el corpulento detective asintió comprensivamente.

—¡Cierto! Si he de decirle la verdad, ya me extrañaba que no hubiesen ustedes hecho esto antes. Aquí están mis llaves, señores, y si quieren registrarme también los bolsillos, por mí no hay ningún inconveniente. Voy a bajar las maletas.

—El encargado lo hará. ¡Michel!

El contenido de las dos maletas de míster Hardman no ofreció tampoco nada de particular. Se componía, quizá, de una indebida proporción de licores. Míster Hardman hizo un guiño:

—No es frecuente que le registren a uno las maletas en las fronteras… si tiene uno de su parte al encargado. Un puñado de billetes turcos y todo va como una seda.

—¿Y en París?

Míster Hardman repitió el guiño.

—Cuando llegue a París —dijo— lo que quede de este pequeño lote irá a parar a una botella de loción para el cabello.

—Por lo visto no es usted partidario de la prohibición —dijo monsieur Bouc con una sonrisa.

—Puedo decir que la prohibición nunca me molestó gran cosa —rió Hardman.

—El
speakeasy
, ¿eh? —dijo monsieur Bouc, saboreando la palabra—. Es muy pintoresca y expresiva esa jerga norteamericana.

—Me gustaría mucho ir a Estados Unidos —declaró Poirot.

—Aprendería usted allí muchas cosas —dijo Hardman—. Europa necesita despertar. Está medio dormida.

—Es cierto que Estados Unidos es el país del progreso —convino Poirot—. Admiro a los norteamericanos por muchas cosas. Pero las mujeres norteamericanas… y quizás en esto estoy yo algo anticuado… Me parecen menos atractivas que mis compatriotas. A la mujer francesa o belga, coqueta, encantadora… creo que no hay ninguna que la iguale.

Hardman se asomó un instante a la ventanilla para contemplar la nieve.

—Quizá tenga usted razón, monsieur Poirot —dijo—. Pero a cada uno le gustan las mujeres de su país.

Parpadeó como si la nieve le hubiese hecho daño en los ojos.

—Es deslumbrador, ¿verdad? —observó—. Miren, señores, este asunto me ataca los nervios. El asesinato por un lado, la nieve por otro, y aquí nadie hace nada. Todos andan de un lado a otro matando el tiempo. Me gustaría mucho ocuparme en hacer algo; esta inactividad es completamente desesperante.

—El verdadero espíritu pionero del Oeste —comentó Poirot con una sonrisa.

El encargado volvió a colocar las maletas en su sitio y se trasladaron todos al compartimento inmediato. El coronel Arbuthnot no puso dificultad alguna. Tenía dos pequeñas maletas de cuero.

—El resto de mi equipaje ha ido por mar.

Como la mayoría de los militares, el coronel era un buen empaquetador. El examen de su equipaje ocupó solamente unos pocos minutos. Poirot reparó en un paquete de limpiapipas.

—¿Los usa usted siempre de la misma clase? —quiso saber el detective.

—Generalmente. Si puedo conseguirlos.

Los limpiapipas eran idénticos al encontrado en el suelo de la cabina del hombre muerto.

El doctor Constantine hizo también la observación cuando se encontraron en el pasillo.


Tout de même
—murmuró Poirot—. Me cuesta trabajo creerlo. No está en su carácter y con esto queda dicho todo.

La puerta de la cabina inmediata estaba cerrada. Era la ocupada por la princesa Dragomiroff. Llamaron y contestó desde dentro la profunda voz de la dama:


Entrez
.

Monsieur Bouc era el que llevaba la voz cantante. Estuvo muy deferente y cortés al explicar su comisión.

La princesa le escuchó en silencio, su pequeño rostro de sapo completamente impasible.

—Si es necesario, señores —dijo cuando el otro hubo terminado—, aquí está todo lo que hay que registrar. Mi doncella tiene las llaves. Ella se entenderá con ustedes.

—¿Lleva siempre las llaves su doncella, madame? —preguntó Poirot.

—Ciertamente, monsieur.

—¿Y si durante la noche, en una de las fronteras, los oficiales de Aduanas quieren abrir una de sus maletas?

La dama se encogió de hombros.

—Es muy improbable. Pero, en tal caso, el encargado iría a buscar a mi doncella.

—¿Confía usted, entonces, en ella completamente, madame?

—Ya se lo he dicho —contestó la princesa—. No utilizo gente que no me inspire confianza.

—Sí —dijo Poirot, pensativo—. La confianza es ciertamente algo en estos días. Es quizá mejor tener una mujer sencilla en quien poder confiar que no una doncella
chic
, una linda parisiense, por ejemplo.

Vio que sus inteligentes ojos giraban lentamente para fijarse en su rostro.

—¿Qué quiere usted decir con eso, monsieur Poirot?

—Nada, madame, nada.

—No lo niegue. ¿De verdad que cree usted que debería tener una encantadora francesita para atender mi
toilette
?

—Sería quizá más natural, madame.

Ella movió la cabeza.

—Schmidt siente adoración por mí —dijo recalcando las palabras—. Y ya sabe usted que esta clase de afecto…
c’est impayable
.

La alemana llegó con las llaves. La princesa le habló en su propio idioma para decirle que abriese las maletas y ayudase a los señores a hacer el registro. La princesa, entretanto, permaneció en el pasillo contemplando la nieve, y Poirot la acompañó, dejando a monsieur Bouc la tarea de registrar el equipaje.

Ella le miró, sonriendo irónicamente.

—Bien, monsieur, ¿no desea usted ver lo que contienen mis valijas?

—Madame, es una formalidad y nada más.

—¿Está usted seguro?

—En su caso, sí.

—Sin embargo, conocí y amé a Sonia Armstrong. ¿Piensa usted que no sería yo capaz de ensuciarme las manos matando a un canalla como Cassetti? Bien, quizá tenga usted razón.

Guardó silencio unos minutos, y añadió:

—¿Sabe usted lo que me gustaría haber hecho con ese hombre? Habría llamado a mis criados y les habría dicho: «Matadle a palos y arrojadle después al estiércol». Así se hacían estas cosas cuando yo era joven, señor.

Poirot no habló; se limitó a escuchar atentamente.

Ella le miró con repentina impetuosidad.

—No dice usted nada, monsieur Poirot. ¿En qué está usted pensando?

Él le clavó la mirada escrutadora y tras una pausa dijo:

—Pienso, madame, que su fuerza reside en la voluntad…, no en su brazo.

Ella se contempló los escuálidos brazos enfundados en las negras mangas, brazos que terminaban en unas manos amarillentas, como garras, con los dedos cubiertos de valiosas sortijas.

—Es cierto —dijo—. No tengo fuerza en ellos…, ninguna. No sé si alegrarme o deplorarlo.

Se volvió repentinamente y entró en la cabina, donde la doncella se ocupaba ya en guardar las cosas.

La princesa Dragomiroff cortó en seco las disculpas de monsieur Bouc.

—No hay necesidad de que se disculpe, señor —dijo—. Se ha cometido un asesinato. Hay que ejecutar ciertos trámites. Eso es todo.


Vous êtes bien amable, madame
.

Ella se inclinó ligeramente para despedirlos.

Las puertas de las cabinas inmediatas estaban cerradas. Monsieur Bouc se detuvo y se rascó la cabeza.


Diable!
—exclamó—. Esto sí que va a ser terrible. Son pasaportes diplomáticos. Sus equipajes se hallan exceptuados.

—Lo estarán para la cuestión de Aduana. Pero un asesinato es diferente.

—Lo sé. Así y todo, no queremos tener complicaciones.

—No se preocupe, amigo mío. El conde y la condesa serán razonables. Vea usted lo amable que estuvo la princesa Dragomiroff.

—Es verdaderamente una
grande dame
. Estos dos son también de la misma posición, pero el conde me da la impresión de tener un carácter algo truculento. No le agradó que insistiese usted en interrogar a su esposa… Y esto le molestará más todavía. Supongamos que prescindimos de ellos. Al fin y al cabo, no pueden tener nada que ver con el asunto. ¿Para qué molestarnos?

—No estoy de acuerdo con usted —replicó Poirot—. Estoy seguro de que el conde Andrenyi será razonable. Intentémoslo, de todos modos.

Y antes de que monsieur Bouc pudiera replicar, llamó vivamente a la puerta número trece.


Entrez
—dijo una voz desde dentro.

El conde estaba sentado en el rincón más próximo a la puerta, leyendo un periódico. La condesa, acurrucada en el rincón opuesto, junto a la ventana, tenía la cabeza recostada en una almohada y parecía estar durmiendo.


Pardon
, señor conde —empezó diciendo Poirot—. Perdóneme esta intrusión. Estamos registrando todos los equipajes del tren. Se trata de una mera formalidad, pero hay que realizarla. Monsieur Bouc sugiere que, como usted tiene un pasaporte diplomático, podría alegar razonablemente que está exento de tal registro.

El conde reflexionó un momento.

—Gracias —dijo—. Pero no creo que deba hacer una excepción en mi caso. Prefiero que nuestro equipaje sea examinado como el de los demás viajeros.

Se volvió a su mujer y añadió:

—Supongo que no tendrás ningún inconveniente, ¿verdad, Elena?

—En absoluto —contestó la condesa sin titubear.

Siguió un rápido examen, casi superficial. Poirot parecía tratar de ocultar su incomodidad haciendo algunas observaciones insignificantes.

—En este maletín hay una etiqueta todavía húmeda, madame —dijo levantando uno de tafilete con iniciales y una corona.

La condesa no contestó a esta observación. Parecía molesta por aquellos trámites y permaneció todo el tiempo acurrucada en su rincón, contemplando soñadora el paisaje que se divisaba por la ventanilla.

Poirot terminó el registro abriendo el armario colocado sobre el lavabo y echando una rápida ojeada a su contenido: una esponja, cremas, polvos y un frasquito con la etiqueta de Trional.

Luego, con corteses protestas por ambas partes, el grupo se retiró.

Seguían la cabina de mistress Hubbard, la del hombre muerto y la del mismo Poirot.

Continuaron hacia los compartimentos de segunda clase. El primero —literas número diez y once— estaba ocupado por Mary Debenham, que leía un libro, y por Greta Ohlsson, que estaba profundamente dormida, pero que se despertó sobresaltada al entrar los tres hombres.

Poirot repitió su fórmula. La sueca pareció tranquilizarse. Mary Debenham siguió fría e indiferente.

Poirot se dirigió a la viajera sueca.

—Si usted lo permite, mademoiselle, examinaremos primeramente su equipaje y luego el de la señora norteamericana. Tal vez quisiera ir a verla. La hemos hecho trasladarse a uno de los compartimentos del coche siguiente, pero continúa muy nerviosa a consecuencia de su descubrimiento. He ordenado que le lleven café, pero ya sabe usted que es una señora para quien hablar con alguien constituye algo de primera necesidad.

La buena mujer se compadeció instantáneamente. Sí, iría enseguida y llevaría consigo algunas sales de amoniaco por si las necesitaba.

Sus maletas no tardaron en ser examinadas. Contenían muy pocos efectos. La viajera no había notado todavía que faltaban alambres de su sombrerera.

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