—Ya lo tengo —dijo al fin—. ¡No fue el asesino quien manipuló el reloj! Fue la persona que hemos llamado el Segundo Asesino…, la persona zurda…, en otras palabras, la mujer del quimono escarlata. Ésta llegó más tarde y movió hacia atrás las manecillas del reloj, para forjarse una coartada.
—¡Bravo! —exclamó el doctor Constantine—. Eso está bien imaginado.
—En efecto —dijo Poirot—. La mujer lo apuñaló en la oscuridad sin darse cuenta de que estaba ya muerto, pero algo le hizo notar que la víctima tenía un reloj en el bolsillo del pijama, y entonces lo sacó, retrasó a ciegas las manecillas y le produjo las abolladuras.
—¿No tiene usted alguna sugerencia mejor que hacernos? —preguntó monsieur Bouc.
—Por el momento… no —contestó Poirot—. Pero es igual. No creo que ninguno de ustedes haya reparado en el punto más importante acerca de ese reloj.
—¿Tiene algo que ver con la pregunta número seis? —preguntó el doctor—. A esa pregunta… «¿fue cometido el asesinato a la una y quince?»… contesto que no.
—Estoy de acuerdo —dijo monsieur Bouc—. «¿Fue antes?», es la pregunta siguiente. A ella contesto que sí. ¿Está usted conforme, doctor?
El doctor asintió.
—Sí, pero la pregunta «¿Fue después?» puede contestarse también afirmativamente. Estoy conforme con su teoría, monsieur Bouc, y creo que también monsieur Poirot, aunque no quiere soltar prenda. El Primer Asesino llegó antes de la una y quince, pero el Segundo Asesino se presentó después de esa hora. Y respecto a la pregunta de la mano zurda, ¿no deberíamos realizar algunas gestiones para averiguar cuál de los viajeros es zurdo?
—No he descuidado completamente este punto —contestó Poirot—. Observarían ustedes que hice escribir a cada uno de los viajeros su nombre y dirección. Pero esto no es concluyente, porque algunas personas realizan ciertas acciones con la mano derecha y otras con la izquierda. Juegan, por ejemplo, al golf con ésta y escriben con aquélla. Sin embargo, ya es algo. Todas las personas interrogadas cogieron la pluma con la mano derecha… con excepción de la princesa Dragomiroff, que se negó a escribir.
—La princesa Dragomiroff está fuera de toda sospecha —dijo monsieur Bouc.
—Dudo de que la princesa tenga la fuerza suficiente para haber infligido el golpe que atribuimos a la persona zurda —confirmó el doctor Constantine—. Esa herida en especial fue inferida indefectiblemente con una fuerza considerable.
—¿Con más fuerza de la que una mujer es capaz?
—No quiero decir tanto. Pero sí con más fuerza de la que una anciana podría desplegar, y la contextura física de la princesa Dragomiroff es particularmente débil.
—Pudo ser consecuencia de la influencia del espíritu sobre el cuerpo —repuso Poirot—. La princesa Dragomiroff tiene una gran personalidad y un inmenso poder de voluntad. Pero dejemos esto a un lado por el momento.
—Examinemos, pues, las preguntas nueve y diez. ¿Podemos estar seguros de que Ratchett fue apuñalado por más de una persona, o qué otra explicación puede haber de las heridas? En mi opinión, hablando como médico,
no puede haber
otra explicación de esas heridas. Carece de sentido sugerir que un hombre golpeó primero débilmente y luego con violencia al principio con la mano derecha y después con la izquierda; y que pasado un intervalo de quizá media hora infligió nuevas heridas al cuerpo muerto.
—No —dijo Poirot—. Eso carece, en efecto, de sentido. ¿Pero cree usted que la hipótesis de los dos asesinos tiene más verosimilitud?
—Como usted mismo ha dicho, ¿qué otra explicación puede haber?
—Eso es lo que me pregunto —dijo Poirot, abstraída la mirada—. No dejo de preguntármelo.
Se retrepó en su asiento.
—De ahora en adelante todo está aquí —añadió golpeándose la frente—. Lo hemos agotado todo. Los hechos están ante nosotros… nítidamente agrupados con orden y método. Los viajeros han desfilado uno tras otro por este salón. Sabemos todo lo que puede saberse…
superficialmente
.
Dirigió una afectuosa mirada a monsieur Bouc.
—¿Recuerda que bromeamos un poco sobre aquello de recostarse y reflexionar? Bien, pues voy a poner en práctica mi sistema… aquí delante de sus ojos, ustedes dos deben hacer lo mismo. Recostémonos y reflexionemos… Uno o varios viajeros mataron a Ratchett.
¿Cuál de ellos?
P
ASÓ un cuarto de hora antes de que ninguno de ellos hablase.
Monsieur Bouc y el doctor Constantine empezaron por tratar de obedecer las instrucciones de Poirot. Y se habían esforzado por ver, a través de la masa de detalles contradictorios, una solución clara y terminante.
Los pensamientos de monsieur Bouc discurrieron de esta suerte:
«No tengo más remedio que pensar. Pero el caso es que creí tenerlo ya todo pensado… Poirot, evidentemente, opina que la muchacha inglesa está complicada en el asunto. Yo no puedo por menos que creer que eso es en extremo improbable… Los ingleses son extremadamente fríos. Pero ahora no se trata de eso. Parece ser que el italiano no pudo hacerlo. Es una lástima. Supongo que el criado inglés no mintió cuando dijo que el otro no abandonó el compartimento. ¿Y por qué iba a mentir? No es fácil sobornar a los ingleses. Son tan insobornables… Todo este asunto ha sido desgraciadísimo. No sé cuándo vamos a salir de él. Todavía queda mucho por hacer. Son tan indolentes en estos países… pasan horas antes de que a alguien se le ocurra hacer algo. Y la policía debería ser más activa. No tropiezan con un caso así todos los días. Lo publicarán todos los periódicos.»
Y desde aquí los pensamientos de monsieur Bouc siguieron un camino trillado, que ya habían recorrido centenares de veces.
Los pensamientos del doctor Constantine discurrieron de este modo:
«Este hombrecito extraño. ¿Un genio? ¿O un farsante? ¿Resolverá este misterio? Imposible. Yo no le veo solución. Todo en él es confuso… Todos mienten, quizá… De todos modos, no adelantaríamos nada. Si mienten, es tan desconcertante como si dicen la verdad. Las heridas son muy extrañas. No puedo comprenderlo… Sería más fácil si le hubiesen matado a tiros… Después de todo, la palabra pistolero tiene que significar que se dispara con una pistola. Curioso país, Estados Unidos. Me gustaría ir allá. Es tan avanzado… Cuando vuelva a casa tengo que hablar con Demetrius Zagone… ha estado allí… tiene ideas muy modernas. ¿Qué estará haciendo Zía en este momento? Si mi esposa llega a enterarse…»
Sus pensamientos continuaron ya por el camino del terreno personal.
Hércules Poirot permaneció completamente inmóvil. Cualquiera habría creído que estaba dormido.
Y de pronto, después de un cuarto de hora de completa inmovilidad, sus cejas empezaron a moverse lentamente hacia arriba. Se le escapó un pequeño suspiro. Y murmuró entre dientes:
—Al fin y al cabo, ¿por qué no? Y si fuese así, se explicaría todo.
Abrió los ojos. Eran verdes como los de los gatos.
—
Eh bien
—dijo—. Ya he reflexionado. ¿Y ustedes?
Perdidos en sus reflexiones, ambos hombres se sobresaltaron al oírle.
—Yo también he pensado —dijo monsieur Bouc, con una sombra de culpabilidad—. Pero no he llegado a ninguna conclusión. Su oficio, y no el mío, es aclarar los crímenes, amigo Poirot.
—También yo he reflexionado con gran intensidad —dijo el doctor, enrojeciendo y haciendo regresar sus pensamientos de ciertos detalles pornográficos—. Se me han ocurrido muchas posibles hipótesis, pero no hay ninguna que llegue a satisfacerme.
Poirot asintió amablemente. Su gesto parecía significar: «Perfectamente. No podían decir otra cosa. Me han dado la contestación que esperaba».
Permaneció muy tieso, sacó pecho, se acarició el bigote y habló a la manera de un orador veterano que se dirige a una asamblea.
—Amigos míos, he revisado los hechos en mi imaginación, y me he repetido también las declaraciones de los viajeros… con ciertos resultados. Veo, nebulosamente todavía, una cierta explicación que abarcaría los hechos que conocemos. Es una curiosísima explicación, pero todavía no puedo estar seguro de que sea la verdadera. Para averiguarlo definitivamente, tendré que hacer todavía ciertos experimentos aclaratorios.
»Me gustaría mencionar, en primer lugar, ciertos puntos que parecen muy sugestivos. Empezaremos por una observación que me hizo monsieur Bouc, en este mismo lugar, en ocasión de nuestra primera comida en el tren. Comentaba el hecho de que estuviésemos rodeados de personas de todas clases, edades y nacionalidades. Es un hecho algo raro en esta época del año. Los coches Atenas-París y Bucarest-París, por ejemplo, están casi vacíos. Recuerdo también un pasajero que dejó de presentarse. Es un detalle significativo. Después hay algunos detalles que también me llaman la atención. Por ejemplo, la posición de la esponjera de mistress Hubbard, el nombre de la madre de mistress Armstrong, los métodos detectivescos de míster Hardman, la sugerencia de míster MacQueen de que el mismo Ratchett destruyó la nota que encontramos carbonizada, el nombre de pila de la princesa Dragomiroff y una mancha de grasa en el pasaporte húngaro.
Los dos hombres se le quedaron mirando, desconcertados.
—¿Les sugieren a ustedes algo esos puntos? —preguntó Poirot.
—A mí lo más mínimo —confesó francamente monsieur Bouc.
—¿Y a usted, doctor?
—No comprendo nada de lo que está usted diciendo.
Monsieur Bouc, entretanto, agarrándose a la única cosa tangible que su amigo había mencionado, se puso a revolver los pasaportes. Encontró el del conde y la condesa Andrenyi y los abrió.
—¿Se refiere usted a esta mancha? —preguntó.
—Sí. Es una mancha de grasa relativamente fresca. ¿Observa usted dónde está situada?
—Al principio de la filiación de la esposa del conde…, sobre su nombre de pila, para ser más exacto. Pero confieso que todavía no comprendo lo que quiere usted decir.
—Voy a preguntárselo desde otro ángulo. Volvamos al pañuelo encontrado en la escena del crimen. Según dijimos hace un momento, sólo tres personas están relacionadas con la letra «H»: mistress Hubbard, miss Debenham y la doncella Hildegarde Schmidt. Consideremos ahora ese pañuelo desde otro punto de vista. Es, amigos míos, un pañuelo extremadamente costoso…,
un objet de luxe
, hecho a mano, bordado en París. ¿Cuál de los viajeros, prescindiendo de la inicial, es probable que poseyese semejante pañuelo? No mistress Hubbard, una digna señora sin pretensiones ni extravagancias en el vestir. No miss Debenham; esta clase de inglesas utilizan pañuelos finos, pero no un pedazo de batista, que habrá costado, quizá, doscientos francos. Y ciertamente no la doncella. Pero hay dos mujeres en el tren que podrían haber poseído tal pañuelo. Veamos si podemos relacionarlas en algún modo con la letra «H». Las dos mujeres a que me refiero son la princesa Dragomiroff…
—Cuyo nombre de pila es Natalia —interrumpió irónicamente monsieur Bouc.
—Exactamente. Nombre de pila, como antes dije, que es decididamente sugestivo. La otra mujer es la condesa Andrenyi. Y enseguida algo nos llama la atención…
—¡Se la llamará a usted!
—Bien; pues a mí. El nombre de pila que figura en su pasaporte está desfigurado por una mancha de grasa. Un mero accidente, diría cualquiera. Pero consideren ese nombre, Elena. Supongamos que, en lugar de Elena, fuese
Helena
, con hache. Esa «H» mayúscula pudo ser transformada en una «E», haciéndole cubrir la «e» minúscula siguiente… y luego una mancha de grasa disimuló completamente la alteración.
—¡Helena! —exclamó monsieur Bouc—. ¡No es mala idea!
—¡Ciertamente que no lo es! He buscado a mi alrededor una confirmación de esa idea, por ligera que sea… y la he encontrado. Una de las etiquetas del equipaje de la condesa estaba todavía húmeda. Y da la casualidad que estaba colocada sobre la primera inicial de su maletín. Esta etiqueta había sido arrancada y vuelta a pegar en un lugar diferente con toda seguridad.
—Empieza usted a convencerme —dijo monsieur Bouc—. Pero la condesa Andrenyi…
—Oh, ahora,
mon vieux
, tiene usted que retroceder y examinar el caso desde un ángulo completamente diferente. ¿Cómo se pensó que apareciera el asesinato ante la gente? No olvide que la nieve ha trastornado todo el plan original del asesino. Imaginemos, por un momento, que no hubo nieve, que el tren siguió su curso normal. ¿Qué habría sucedido entonces?
»El asesinato se habría descubierto con toda probabilidad esta mañana temprano en la frontera italiana. Las pruebas habrían sido encontradas por la policía. Míster MacQueen habría mostrado las cartas amenazadoras, míster Hardman habría contado su historia, mistress Hubbard se habría apresurado a contar cómo un hombre pasó por su compartimento y cómo encontró un botón sobre la revista. Me imagino que solamente dos cosas habrían sido diferentes. El hombre habría pasado por el compartimento de mistress Hubbard poco antes de la una… y el uniforme se habría encontrado tirado en uno de los lavabos.
—Lo que significaría…
—Lo que significaría que el asesinato fue
planeado para que apareciese como obra de alguien del exterior
… Se habría supuesto que el asesino abandonó el tren en Brod, donde tenía que llegar a las cero cincuenta y ocho. Alguien, probablemente, se habría tropezado con un encargado falso en el pasillo. El uniforme habría quedado abandonado en un lugar visible para mostrar claramente cómo se había ejecutado el crimen. Ninguna sospecha habría recaído sobre los viajeros. Así fue, amigos míos, cómo se pensó que el asunto apareciese ante los ojos del mundo.
»Pero el accidente de la nieve lo trastornó todo. Indudablemente, tenemos aquí una razón de por qué el hombre permaneció en el compartimento tanto tiempo con su víctima. Estaba esperando que el tren reanudase la marcha. Pero al fin se dio cuenta de
que el tren no se movía
. Había que improvisar un plan diferente. Ya no se podía impedir que se averiguase que el asesino continuaba todavía en el tren.
—Sí, sí —dijo monsieur Bouc, impaciente—. Todo eso lo comprendo. Pero ¿qué tiene que ver el pañuelo con ello?
—Vuelvo a ese asunto por un camino algo tortuoso. Para empezar, tiene usted que darse cuenta de que las cartas amenazadoras eran una especie de pantalla. Probablemente fueron inspiradas por alguna novela detectivesca norteamericana. No eran
verdaderas
. Están, en efecto, sencillamente destinadas a la policía. Lo que tenemos que preguntarnos nosotros es: «¿Engañaron esas cartas a Ratchett?». En vista de lo que conocemos, la respuesta parece que tiene que ser: «No». Las instrucciones de Ratchett a Hardman indican un determinado enemigo «particular», de cuya identidad estaba perfectamente enterado. Esto, lógicamente, es así si aceptamos el relato de Hardman como verdadero. Pero lo que sí es cierto es que Ratchett recibió una carta de un carácter muy diferente: la que contenía una referencia al
baby
Armstrong, un fragmento de la cual encontramos en su compartimento. Esta carta
no estaba destinada a ser encontrada
. El primer cuidado del asesino fue destruirla. Ése fue, pues, el segundo tropiezo de sus planes. El primero fue la nieve, el segundo nuestra reconstrucción de aquel fragmento de papel carbonizado.