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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Asesinato en el Orient Express (22 page)

BOOK: Asesinato en el Orient Express
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—Como ven, hacemos progresos —dijo.

—¡Excelente trabajo! —le felicitó cordialmente monsieur Bouc—. Por mi parte, nunca se me hubiese ocurrido sospechar del conde y la condesa Andrenyi. Confieso que los consideraba completamente
hors de combat
. Supongo que no habrá duda de que ella cometió el crimen. Es un poco triste. Sin embargo, no la guillotinarán. Existen circunstancias atenuantes. Unos cuantos años de prisión… eso será todo.

—¿Tan seguro está usted de su culpabilidad?

—¿Es que puede dudarse de ello, mi querido amigo? Yo creí que sus tranquilizadoras maneras eran sólo para arreglar las cosas hasta que salgamos de la nieve y se haga cargo del asunto la policía.

—¿No cree usted la rotunda afirmación del conde… respaldada por su palabra de honor… de que su esposa es inocente?


Mon cher
…, naturalmente…, ¿qué otra cosa podía él decir? Adora a su mujer. ¡Quiere salvarla! Dice muy bien sus mentiras… en estilo de gran señor, pero, ¿qué otra cosa pueden ser, sino mentiras?

—Bien, pues yo tenía la absurda idea de que pudieran ser verdades.

—No, no. Recuerde el pañuelo. El pañuelo confirma el asunto.

—¡Oh!, yo no estoy tan seguro sobre eso del pañuelo. Recuerde que siempre le dije que había dos posibilidades respecto del poseedor de esa prenda.

—Así y todo…

Monsieur Bouc se interrumpió. Se había abierto la puerta y la princesa Dragomiroff avanzaba directamente hacia ellos. Los tres hombres se pusieron en pie.

Ella se dirigió a Poirot, prescindiendo de los otros.

—Creo, señor —dijo—, que tiene usted un pañuelo mío.

Poirot lanzó una mirada de triunfo a sus amigos.

—¿Es éste, madame?

Poirot mostró el cuadradito de batista.

—Éste es. Tiene mi inicial en una punta.

—Pero, princesa, esa letra es una «H» —intervino monsieur Bouc—. Su nombre de pila… perdóneme… es Natalia.

Ella le lanzó una fría mirada.

—Es cierto, señor. Mis pañuelos están siempre marcados con caracteres rusos. Esto es una N en ruso.

Monsieur Bouc quedó abochornado. Había algo en aquella indomable anciana que le hacía sentirse sumamente nervioso y aturdido.

—En el interrogatorio de esta mañana no nos dijo usted que este pañuelo fuera suyo —objetó Poirot.

—Usted no me lo preguntó —replicó secamente la princesa rusa.

—Tenga la bondad de sentarse, madame.

La princesa lo hizo con un gesto de impaciencia.

—No creo que debamos prolongar mucho este incidente, señores. Ustedes me van ahora a preguntar por qué se encontraba mi pañuelo junto al cadáver de un hombre asesinado. Mi contestación es que no tengo la menor idea.

—¿De verdad que no la tiene usted?

—En absoluto.

—Excúseme, madame, pero ¿podemos confiar en la sinceridad de sus respuestas?

Poirot pronunció estas palabras suavemente, pero la princesa Dragomiroff contestó de un modo despectivo.

—Supongo que dice usted eso porque no confesé que Helena Andrenyi era la hermana de mistress Armstrong.

—En efecto, usted nos mintió deliberadamente en este punto.

—Ciertamente. Y volvería a hacer lo mismo. Su madre era amiga mía. Creo, señores, en la lealtad a los amigos, a la familia y a la estirpe.

—¿Y no cree usted en lo conveniente que es ayudar hasta el límite los fines de la justicia?

—En este caso creo que se ha hecho justicia… estrictamente justicia.

Poirot se inclinó hacia delante.

—Considere usted mi situación, madame. ¿Debo creer a usted en este asunto del pañuelo? ¿O trata usted de encubrir a la hija de su amiga?

—¡Oh! Comprendo lo que quiere usted decir, señor —su rostro se iluminó con una débil sonrisa—. Bien, señores, mi afirmación puede probarse fácilmente. Les daré a ustedes la dirección de la casa de París que me confeccionó mis pañuelos. No tienen ustedes más que enseñarles éste y les informarán de que fue hecho por encargo mío hará más de un año. El pañuelo es mío, señores.

Se puso en pie.

—¿Desean preguntarme algo más?

—Su doncella, madame, ¿cómo no reconoció este pañuelo cuando se lo enseñamos esta mañana?

—Debió reconocerlo. ¿Lo vio y no dijo nada? ¡Ah, bien! Eso demuestra indudablemente que también ella puede ser leal.

La dama hizo una ligera inclinación de cabeza y abandonó el coche comedor.

—Así tuvo que ser —murmuró Poirot—. Yo advertí un pequeñísimo titubeo cuando pregunté a la doncella si sabía a quién pertenecía el pañuelo. Dudó un instante sobre confesar o no que era de su ama.

—¡Verdaderamente, es una mujer terrible esa señora! —exclamó monsieur Bouc.

—¿Pudo asesinar a Ratchett? —preguntó Poirot al doctor Constantine.

Éste hizo un gesto negativo.

—Aquellas heridas…, las causadas con tanta fuerza que llegaron hasta el hueso…, no pudieron ser nunca obra de una persona tan débil físicamente.

—¿Y las otras?

—Las otras, las superficiales, sí.

—Estoy pensando —dijo Poirot— en el incidente de esta mañana, cuando dije a la princesa que su fuerza residía más en su voluntad que en su brazo. Aquella observación fue una especie de trampa. Yo quería ver si posaba la mirada en su brazo izquierdo o en el derecho. No miró a ninguno de los dos. Pero me dio una extraña respuesta. «No tengo fuerza alguna en ellos —dijo—. No sé si alegrarme o lamentarlo». Curiosa observación que confirma mi opinión sobre el crimen.

—Pero no nos aclaró si la dama es zurda.

—No. Y a propósito, ¿se dio usted cuenta de que el conde Andrenyi guarda su pañuelo en el bolsillo del lado derecho del pecho?

Monsieur Bouc hizo gesto negativo. Su imaginación voló a las desconcertadas revelaciones de la pasada media hora.

—Mentiras y más mentiras —murmuró—. Es asombrosa la cantidad de mentiras que hemos escuchado esta mañana.

—Todavía faltan por descubrir algunas —dijo Poirot jovialmente.

—¿Lo cree usted?

—Me decepcionaría mucho que no fuese así.

—Tal duplicidad es terrible. Pero parece que le agrada —dijo monsieur Bouc en tono de reproche.

—Tiene sus ventajas —replicó Poirot—. Si confronta usted con la verdad a alguien que ha mentido, generalmente lo confesará… si se le coge de sorpresa. No se necesita más que obrar acertadamente para producir ese efecto.

»Es la única manera de llevar este caso. Yo considero a los viajeros uno tras otro, examino sus declaraciones y me digo: “Si tal y tal cosa es mentira, ¿en qué punto mienten y cuál es la
razón
de mentir?”. Y me contestó que si mienten… y observen que hablo en condicional… sólo puede ser por tal razón y en determinado punto. Lo hemos hecho una vez con feliz resultado con la condesa Andrenyi. Vamos a ensayar ahora el mismo método con otras diversas personas.

—Pero cabe la posibilidad, amigo mío, de que sus conjeturas sean erróneas.

—En ese caso, una persona, al menos, estará libre de sospecha.

—¡Ah! Un proceso de eliminación.

—Exactamente.

—¿A quién probaremos primero?

—Al coronel Arbuthnot.

6
 
UNA ENTREVISTA CON EL CORONEL ARBUTHNOT

E
L coronel Arbuthnot dio claras muestras de disgusto al ser llamado por segunda vez al coche comedor. La expresión de su rostro tampoco la pudo ocultar.


Eh bien?
—preguntó, tomando asiento.

—Admita usted mis disculpas por molestarle por segunda vez —dijo Poirot—. Pero existen todavía ciertos detalles que creo podrá usted aclarar.

—¿De veras? Me resisto a creerlo.

—Empecemos. ¿Ve usted este limpiapipas?

—Sí.

—¿Le pertenece?

—No lo sé. Como usted comprenderá, no pongo una marca particular en cada uno de ellos.

—¿Está usted enterado, coronel Arbuthnot, de que es usted el único viajero del coche Estambul-Calais que fuma en pipa?

—En este caso, es probable que sea mío.

—¿Sabe usted dónde fue encontrado?

—No tengo la menor idea.

—Fue encontrado junto al cuerpo del hombre asesinado.

El coronel Arbuthnot enarcó las cejas.

—¿Puede usted decirnos, coronel Arbuthnot, cómo cree que llegó hasta allí?

—Lo único que puedo decir con certeza, es que yo no lo dejé caer.

—¿Entró usted en el compartimento de míster Ratchett en alguna ocasión?

—Ni siquiera hablé nunca con ese hombre.

—¿Ni le habló… ni le asesinó?

Las cejas del coronel volvieron a elevarse sardónicamente.

—Si lo hubiese hecho, no es probable que se lo confesase a usted. Pero puede usted estar tranquilo: no lo asesiné.

—Muy bien —murmuró Poirot—. Carece de importancia.

—¿Cómo dice?

—Que carece de importancia.

—¡Oh! —exclamó el coronel, desconcertado, pues no esperaba aquella salida.

—Comprenderá usted —continuó diciendo Poirot— que lo del limpiapipas carece de importancia. Puedo discurrir otras once excelentes explicaciones de su presencia en la cabina de míster Ratchett.

Arbuthnot le miró, asombrado.

—Yo, realmente, deseaba verle a usted para otro asunto —continuó Poirot—. Miss Debenham quizá le haya dicho que yo sorprendí algunas palabras que cambiaron ustedes en la estación de Konya.

Arbuthnot no contestó.

—Ella decía: «
Ahora no. Cuando todo termine. Cuando todo quede atrás
». ¿Sabe usted a qué se referían aquellas palabras?

—Lo siento, monsieur Poirot, pero debo negarme a contestar a esa pregunta.


Pourquoi?

—Porque prefiero que se la dirija usted antes a la misma miss Debenham.

—Ya lo he hecho.

—¿Y se negó a explicarlo?

—Sí.

—Entonces creo que debería estar perfectamente claro… aun para usted… que mis labios deben permanecer callados.

—¿No quiere usted revelar el secreto de una dama?

—Puede usted interpretarlo de ese modo, si gusta.

—Miss Debenham me dijo que las palabras se referían a un asunto particular.

—Entonces, ¿por qué no acepta usted esa explicación?

—Porque miss Debenham es lo que podríamos llamar una persona altamente sospechosa.

—Tonterías…

—Nada de tonterías.

—Usted no tiene ninguna prueba contra ella.

—¿No es suficiente el hecho de que miss Debenham fuese institutriz de la familia Armstrong en la época del secuestro de la pequeña Daisy?

Hubo un minuto de mortal silencio. Poirot movió la cabeza lentamente.

—Ya ve usted —añadió— que sabemos más de lo que cree. Si miss Debenham es inocente, ¿por qué ocultó ese hecho? ¿Y por qué me dijo que no había estado nunca en Estados Unidos?

El coronel se aclaró la garganta.

—¿No cree posible que esté usted equivocado?

—No estoy equivocado. ¿Por qué mintió, pues, miss Debenham?

El coronel se encogió de hombros.

—Será mejor que se lo pregunte a ella. Yo sigo creyendo que se equivoca usted.

Poirot levantó la voz y llamó. Uno de los camareros acudió desde el otro extremo del coche.

—Vaya y diga a la dama inglesa del número once que tenga la bondad de venir.

—Bien, señor.

El camarero se alejó. Los cuatro hombres permanecieron en silencio. El rostro del coronel Arbuthnot parecía como tallado en madera, rígido e impasible.

Volvió el camarero.

—La señorita viene ahora mismo, señor.

—Gracias.

Unos minutos más tarde, Mary Debenham entró en el coche comedor.

7
 
LA IDENTIDAD DE MARY DEBENHAM

N
O llevaba sombrero. Entró con la cabeza echada hacia atrás, como en un desafío. La curva de su nariz recordaba una nave surcando valiente un mar embravecido. En aquel momento, Mary Debenham estaba hermosísima.

Su mirada se posó en Arbuthnot un instante…, sólo un instante.

—Deseaba preguntarle, señorita, por qué nos mintió usted esta mañana.

—¿Mentirle yo? No sé a lo que se refiere.

—Ocultó usted el hecho de que en la época de la tragedia de Armstrong habitaba usted en aquella casa. Me dijo que no había estado nunca en Estados Unidos.

Se la vio palidecer un instante, pero se rehízo enseguida.

—Sí —dijo—. Es cierto.

—No, señorita, es falso.

—No me comprende usted. Quiero decir que es cierto, que le mentí a usted.

—¡Ah! ¿Lo confiesa?

Sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Ciertamente, puesto que usted me ha descubierto.

—Por lo menos es usted franca, señorita.

—No creo que me quede otro remedio que serlo.

—Es cierto. Y ahora, señorita, ¿puedo preguntarle la razón de sus evasivas?

—¿No lo adivina usted, señor Poirot?

—No, por cierto.

—Tengo que ganarme la vida —dijo ella con un tono de dureza en la voz.

—¿Lo que significa…?

La joven levantó los ojos y le miró fijamente a la cara.

—¿Sabe usted, monsieur Poirot, lo que hay que luchar para conseguir y conservar una colocación decente? ¿Cree usted que alguna familia inglesa, por modesta que sea, se atrevería a admitir como institutriz de sus hijas a una joven que fue detenida como implicada en un caso de asesinato y cuyo nombre y fotografía reprodujeron todos los periódicos ingleses?

—No veo por qué no —replicó Poirot—, si nadie tiene nada que censurarle.

—No se trata de censura, monsieur Poirot, ¡es la publicidad! Hasta ahora he logrado triunfar en la vida. He tenido puestos agradables y bien retribuidos. No iba a arriesgar la posición alcanzada, ¡y todo para no poder servir a un fin práctico!

—Permítame que le sugiera, señorita, que yo y no usted habría sido el mejor juez en esta cuestión.

La joven se encogió de hombros.

—Usted, por ejemplo, podría haberme ayudado en la identificación.

—No sé a qué se refiere.

—¿Es posible, señorita, que no haya usted reconocido en la condesa Andrenyi a la hija de mistress Armstrong que estuvo a su cuidado en Nueva York?

—¿La condesa Andrenyi? ¡No! Le parecerá extraño, pero no la reconocí. Cuando me separé de ella estaba todavía poco desarrollada. De eso hace más de trece años. Es cierto que la condesa me recordaba a alguien… y me tenía intrigada. Pero está tan cambiada que nunca la relacioné con mi pequeña discípula norteamericana. Bien es verdad que sólo la miré casualmente cuando entró en el comedor. Me fijé más en su traje que en su cara. ¡Somos así las mujeres! Y luego… yo tenía mis preocupaciones.

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