Asesinato en el Orient Express (24 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Asesinato en el Orient Express
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»El testimonio de míster Hardman, miembro de una agencia de detectives de Nueva York —varias cabezas se volvieron para mirar a míster Hardman— demuestra que nadie pudo pasar por delante de su compartimento (número dieciséis, al final del pasillo), sin ser visto por él. Nos vemos, por tanto, obligados a admitir la conclusión de que el asesino tiene que encontrarse entre los ocupantes de un determinado coche… el Estambul-Calais. Pero expondré a ustedes una hipótesis alternativa. Es muy sencilla. Míster Ratchett tenía un cierto enemigo a quien temía. Dio a míster Hardman su descripción y le dijo que el atentado, de efectuarse, se realizaría con toda probabilidad, en la segunda noche de viaje.

»Pero tengan en cuenta, señoras y caballeros, que míster Ratchett sabía bastante más de lo que dijo. El enemigo, como míster Ratchett esperaba, subió al tren en Belgrado, o
posiblemente
en Vincovci, por la puerta que dejaron abierta el coronel Arbuthnot y míster MacQueen, cuando bajaron al andén. Iba provisto de un uniforme de empleado de coche cama, que llevaba sobre su traje ordinario, y de una llave maestra que le permitió el acceso al compartimento de míster Ratchett a pesar de estar cerrada la puerta. Míster Ratchett estaba bajo la influencia de un somnífero. Aquel hombre apuñaló a su víctima con gran ferocidad y abandonó la cabina por la puerta de comunicación con el compartimento de mistress Hubbard.

—Así fue —dijo mistress Hubbard con enérgicos movimientos de cabeza.

—Al pasar —continuó diciendo Poirot— arrojó la daga en la esponjera de mistress Hubbard. Sin darse cuenta, perdió un botón de su chaqueta. Después salió al pasillo, metió apresuradamente el uniforme en una maleta que encontró en un compartimento momentáneamente desocupado, y unos instantes más tarde, vestido con sus ropas ordinarias, abandonó el tren poco antes de ponerse en marcha. Para bajar utilizó el mismo camino que antes: la puerta próxima al coche comedor.

Todo el mundo ahogó un suspiro.

—¿Qué hay de aquel reloj? —preguntó míster Hardman.

—Ahí va la explicación:
míster Ratchett omitió retrasar el reloj una hora, como debió haberlo hecho en Tzaribrood
. Su reloj marcaba todavía la hora de Europa oriental, que está una hora adelantada con respecto a la Europa central. Eran las doce y cuarto cuando míster Ratchett fue apuñalado…, no la una y cuarto.

—Pero esa explicación es absurda —exclamó monsieur Bouc—. ¿Qué nos dice de la voz que habló desde la cabina a la una y veintitrés minutos? ¿Fue la voz de Ratchett o la de su asesino?

—No necesariamente. Pudo ser una tercera persona. Alguien que entró a hablar con Ratchett y lo encontró muerto. Tocó entonces el timbre para que acudiese el encargado, pero después tuvo miedo de que se le acusase del crimen y habló fingiendo que era Ratchett.


C’est possible
—admitió monsieur Bouc de mala gana.

Poirot miró a mistress Hubbard.

—¿Qué iba usted a decir, madame?

—Pues… no lo sé exactamente. ¿Cree usted que yo también olvidé retrasar mi reloj?

—No, madame. Creo que oyó usted pasar al individuo…, pero inconscientemente; más tarde tuvo usted la pesadilla de que había un hombre en su cabina y se despertó sobresaltada y tocó el timbre para llamar al encargado.

La princesa Dragomiroff miraba a Poirot con un gesto de ironía.

—¿Cómo explica usted la declaración de mi doncella, señor? —preguntó.

—Muy sencillamente, madame. Su doncella reconoció como propiedad de usted el pañuelo que le enseñé. Y, aunque un poco torpemente, trató de disculparla. Luego tropezó con el asesino, pero más temprano, cuando el tren estaba en la estación de Vincovci, y fingió haberle visto una hora más tarde, con la vaga idea de proporcionarle a usted una coartada a prueba de bombas.

La princesa inclinó la cabeza.

—Ha pensado usted en todo, señor. Le admiro.

Reinó el silencio. De pronto, un puñetazo que el doctor Constantine descargó sobre la mesa sobresaltó a todos.

—¡No, no y no! —exclamó—. Ésa es una explicación que no resiste el menor análisis. El crimen no fue cometido así… y monsieur Poirot tiene que saberlo perfectamente.

Poirot le lanzó una significativa mirada.

—Creo —dijo— que tendré que darle mi segunda solución. Pero no abandone ésta demasiado bruscamente. Quizás esté de acuerdo con ella un poco más tarde.

Volvió a enfrentarse con los otros:

—Hay otra posible solución del crimen. He aquí cómo llegué a ella:

»Una vez que hube escuchado todas las declaraciones, me recosté, cerré los ojos y me puse a pensar. Se me presentaron ciertos puntos como dignos de atención. Enumeré esos puntos a mis dos colegas. Algunos los he aclarado ya, entre ellos una mancha de grasa en un pasaporte, etcétera. Recordaré ligeramente los demás. El primero y más importante es una observación que me hizo monsieur Bouc en el coche comedor, durante la comida, al día siguiente de nuestra salida de Estambul. En aquella observación me hizo notar que el aspecto del comedor era interesante, porque estaban reunidas en él todas las nacionalidades y clases sociales.

»Me mostré de acuerdo con él, pero cuando este detalle particular volvió a mi imaginación, me pregunté si tal mezcolanza habría sido posible en otras condiciones. Y me contesté… sólo en los Estados Unidos. En los Estados Unidos puede haber un hogar familiar compuesto por diversas nacionalidades: un chófer italiano, una institutriz inglesa, una niñera sueca, una doncella francesa, y así sucesivamente. Esto me condujo a mi sistema de «conjeturar»…, es decir, que atribuí a cada persona un determinado papel en el drama Armstrong, como un director a los actores de su compañía. Esto me dio un resultado extremadamente interesante, satisfactorio y con visos de realidad.

»Examiné también en mi imaginación la declaración de cada uno de ustedes y llegué a curiosas deducciones. Recordaré en primer lugar la declaración de monsieur MacQueen. En mi primera entrevista con él no hubo nada de particular. Pero en la segunda me hizo una extraña observación. Le había hablado yo del hallazgo de una nota en que se mencionaba el caso Armstrong y él me contestó: «Pero si debía…»; pero hizo una pausa y continuó: «Quiero decir que seguramente fue un descuido del viejo».

»Enseguida me di cuenta de que aquello no era lo que había empezado a decir.
Supongamos que lo que quiso decir fuese: «¡Pero si debió quemarse!»
. En este caso,
MacQueen conocía la existencia de la nota y su destrucción
. En otras palabras, era el asesino verdaderamente o un cómplice del asesino.

»Vamos ahora con el criado. Dijo que su amo tenía la costumbre de tomar un somnífero cuando viajaba en tren. Eso podía ser verdad,
¿pero se explica que lo tomase Ratchett anoche?
La pistola automática guardada bajo su almohada desmiente esa afirmación. Ratchett se proponía estar alerta la pasada noche. Cualquiera que fuese el narcótico que se le administrara, tuvo que hacerse sin su conocimiento. ¿Por quién? Evidentemente, sin lugar a ninguna duda, por MacQueen o el criado.

»Llegamos ahora al testimonio de míster Hardman. Yo creí todo lo que dijo acerca de su identidad, pero cuando habló de los métodos que había empleado para cuidar a míster Ratchett, su historia me pareció absurda. El único medio eficaz de proteger a míster Ratchett habría sido pasar la noche en su compartimento o en algún sitio desde donde pudiera vigilar la puerta. La única cosa que su declaración mostró claramente fue
que ninguno de los viajeros de aquella parte del tren podía posiblemente haber asesinado a Ratchett
. Ello trazaba un claro círculo en torno al coche Estambul-Calais, y como me pareció un hecho algo extraño e inexplicable, tomé nota de él para volverlo a examinar.

»Todos ustedes estarán probablemente enterados a estas horas de las palabras que sorprendí entre miss Debenham y el coronel Arbuthnot. Lo que más atrajo mi atención fue que el coronel la llamase
Mary
y que la tratase en términos de clara intimidad. Pero el coronel tenía que aparentar que la había conocido solamente unos días antes… y yo conozco a los ingleses del tipo del coronel. Aunque se hubiese enamorado de la joven a primera vista, habría avanzado lentamente y con decoro, sin precipitar las cosas. Por tanto, deduje que el coronel Arbuthnot y miss Debenham se conocían en realidad muy bien y fingían, por alguna razón, ser extraños. Otro pequeño detalle fue su fácil familiaridad con el término «larga distancia» aplicado a una llamada telefónica. Sin embargo, miss Debenham me había dicho que no había estado nunca en los Estados Unidos, donde tan corriente es aquella expresión.

»Pasemos a otro testigo. Mistress Hubbard nos había dicho que, tendida en la cama, no podía ver si la puerta de comunicación tenía o no echado el cerrojo, y por eso rogó a miss Ohlsson que lo mirase. Ahora bien, aunque su afirmación hubiese sido perfectamente cierta de haber ocupado uno de los compartimentos número dos, cuatro, doce o algún número par… donde el cerrojo está directamente colocado bajo el tirador de la puerta…, en los números impares, tales como el compartimento número tres, el cerrojo está muy por encima del tirador y, por lo tanto, no podía haber sido tapado por la esponjera. Me vi, pues, obligado a llegar a la conclusión de que mistress Hubbard había inventado un incidente que jamás había ocurrido.

»Y permítame que diga ahora algunas palabras acerca del tiempo. A mi parecer, el punto realmente interesante sobre el reloj abollado fue el sitio en que lo encontramos: en un bolsillo del pijama de Ratchett, lugar incómodo y absurdo para guardar un reloj, especialmente cuando existe un gancho para colgarlo a la cabecera de la cama. Me sentí, por tanto, seguro de que el reloj había sido colocado deliberadamente en el bolsillo, y de que el crimen, por consiguiente, no se había cometido a la una y cuarto como todo daba a entender.

»¿Se cometió entonces más temprano? ¿A la una menos veintitrés minutos, para ser más exacto? Mi amigo monsieur Bouc avanzó como argumento en favor de tal hipótesis el grito que me despertó. Pero si Ratchett estaba fuertemente narcotizado,
no pudo gritar
. Si hubiese sido capaz de gritar, lo habría sido igualmente para intentar defenderse, y no había indicios de que se hubiese producido lucha alguna.

»Recordé que MacQueen me había llamado la atención… no una, sino dos veces (y la segunda de un modo ostensible)… sobre el hecho de que Ratchett no sabía hablar francés. ¡Llegué entonces a la conclusión de que todo lo sucedido entre la una y la una menos veintitrés minutos había sido una comedia representada en mi honor! Cualquiera podría haber comprendido lo del reloj; es un truco muy común en las historias de detectives. Con él se pretendía que yo fuese víctima de mi propia perspicacia y que llegase a suponer que, puesto que Ratchett no hablaba francés, la voz que oí a la una menos veintitrés minutos no podía ser la suya ya que tenía que estar muerto. Pero estoy seguro de que a la una menos veintitrés minutos Ratchett vivía todavía y dormía en su soporífero sueño.

»¡Pero el truco dio resultado! Abrí mi puerta y me asomé. Oí realmente la frase francesa utilizada. Por si yo fuese tan increíblemente torpe que no comprendiese el significado de esa frase, alguien se encargó de llamarme la atención. Míster MacQueen lo hizo abiertamente: «Perdóneme, monsieur Poirot —me dijo—,
no pudo ser míster Ratchett quien habló; no sabe hablar francés
».

»Veamos cuál fue la verdadera hora del crimen y quién mató a míster Ratchett.

»En mi opinión, y esto es solamente una opinión, míster Ratchett fue muerto en un momento muy próximo a las dos, hora máxima que el doctor nos da como posible.

»En cuanto a quien le mató…

Hizo una pausa, mirando a su auditorio. No podía quejarse de falta de atención. Todas las miradas estaban fijas en él. Tal era el silencio que podría haberse oído caer un alfiler.

Poirot prosiguió lentamente:

—Me llamó la atención particularmente la extraordinaria dificultad de probar algo contra cualquiera de los viajeros del tren y la curiosa coincidencia de que cada declaración proporcionaba la coartada a uno determinado… Así, míster MacQueen y el coronel Arbuthnot se proporcionaron coartadas uno a otro… ¡y se trataba de dos personas entre las que parecía muy improbable que hubiese existido anteriormente alguna amistad! Lo mismo ocurrió con el criado inglés y el viajero italiano, con la señora sueca y con la joven inglesa. Yo me dije: «¡Esto es extraordinario…, no pueden estar todos de acuerdo!».

»Y entonces, señores, vi todo claro. ¡Todos estaban de acuerdo, efectivamente! Una coincidencia de tantas personas relacionadas con el caso Armstrong viajando en el mismo tren era, no solamente improbable, era
imposible
. No podía ser una casualidad, sino un
designio
. Recuerdo una observación del coronel Arbuthnot acerca del juicio por jurados. Un jurado se compone de doce personas… Había doce viajeros… y Ratchett fue apuñalado doce veces. El detalle que siempre me preocupó, la extraordinaria afluencia de viajeros en el coche Estambul-Calais en una época tan intempestiva del año, quedaba explicado.

»Ratchett había escapado a la justicia en Estados Unidos. No había duda de su culpabilidad. Me imaginé un jurado de doce personas nombrado por ellas mismas, que le condenaron a muerte y se vieron obligadas por las exigencias del caso a ser sus propios ejecutores. E inmediatamente, basado en tal suposición, todo el asunto resultó de una claridad meridiana.

»Lo vi como un mosaico perfecto en el que cada persona desempeñaba la parte asignada. Estaba de tal modo dispuesto, que si sospechaba de una de ellas, el testimonio de una o más de las otras salvaría al acusado y demostraría la falsedad de la sospecha. La declaración de Hardman era necesaria para, en el caso de que algún extraño fuese sospechoso del crimen, poder proporcionarle una coartada. Los viajeros del coche de Estambul no corrían peligro alguno. Hasta el menor detalle fue revisado de antemano. Todo el asunto era un rompecabezas tan hábilmente planeado, de tal modo dispuesto, que cualquier nueva pieza que saliese a la luz haría la solución del conjunto más difícil. Como mi amigo monsieur Bouc observó, el caso parecía prácticamente imposible. Ésa era exactamente la impresión que se intentó producir.

»¿Lo explica todo esta solución? Sí, lo explica. La naturaleza de las heridas… infligidas cada una por una persona diferente. Las falsas cartas amenazadoras… falsas, puesto que eran irreales, escritas solamente para ser presentadas como pruebas. (Indudablemente hubo cartas verdaderas, advirtiendo a Ratchett de su muerte, que MacQueen destruyó, sustituyéndolas por las otras.) La historia de Hardman de haber sido llamado por Ratchett…, mentira todo desde el principio hasta el fin…; la descripción del mítico «hombre bajo y moreno con voz afeminada», descripción conveniente, puesto que tenía el mérito de no acusar a ninguno de los verdaderos encargados del coche cama, y podía aplicarse igualmente a un hombre que a una mujer.

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