Read Asesinato en el Orient Express Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Asesinato en el Orient Express (8 page)

BOOK: Asesinato en el Orient Express
5.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—A la una menos veintitrés minutos, para concretar más —corrigió el doctor.

—Digamos entonces que a las doce treinta y siete míster Ratchett estaba vivo. Es un hecho, al menos.

Poirot no contestó y quedó pensativo, fija la mirada en el espacio. Sonó un golpe en la puerta y entró el camarero del restaurante.

—El coche comedor está ya libre, señor —anunció.

—Vamos allá —dijo monsieur Bouc, y se levantó.

—¿Puedo acompañarles? —preguntó Constantine.

—Ciertamente, mi querido doctor. A menos que monsieur Poirot tenga algún inconveniente.

—Ninguno, ninguno —dijo Poirot.

Y, tras alguna cortés discusión sobre quién había de salir primero
«Après vous, monsieur…» «Mais non, après vous…»
, abandonaron el compartimento.

SEGUNDA PARTE
 
LAS DECLARACIONES
1
 
DECLARACIÓN DEL CONDUCTOR DEL COCHE DORMITORIO

E
N el coche comedor estaba todo preparado.

Poirot y monsieur Bouc se sentaron juntos, a un lado de la mesa. El doctor se acomodó al otro extremo del pasillo.

Sobre la mesa de Poirot había un plano del coche Estambul-Calais, con los nombres de los pasajeros escritos en tinta roja.

Los pasaportes y billetes formaban un montón a un lado. Había también papel de escribir, tinta y lápices.

—Excelente —dijo Poirot—. Podemos abrir nuestro tribunal de investigaciones sin más ceremonias. En primer lugar tomaremos declaración al encargado del coche cama. Usted, probablemente, sabrá algo de este hombre. ¿Qué carácter tiene? ¿Puede fiarse uno de su palabra?

—Sin dudarlo un momento —declaró monsieur Bouc—. Pierre Michel lleva empleado en la Compañía más de quince años. Es francés… Vive cerca de Calais. Perfectamente respetuoso y honrado. Quizá no descuelle por su talento.

—Veámoslo, pues —dijo Poirot.

Pierre Michel había recuperado parte de su aplomo, pero estaba todavía extremadamente nervioso.

—Espero que el señor no pensará que ha habido negligencia por mi parte —dijo, paseando la mirada de Poirot a monsieur Bouc—. Es terrible lo que ha sucedido. Espero que los señores no me atribuirán ninguna responsabilidad.

Calmados los temores del encargado, Poirot empezó su interrogatorio. Indagó, en primer lugar, el apellido y dirección de Michel, sus años de servicio y el tiempo que llevaba en aquella línea en especial. Aquellos detalles los conocía ya, pero las preguntas sirvieron para tranquilizar el nerviosismo de aquel individuo.

—Y ahora —agregó Poirot— hablemos de los acontecimientos de la noche pasada. ¿Cuándo se retiró míster Ratchett a descansar?

—Casi inmediatamente después de cenar, señor. Realmente, antes de que saliésemos de Belgrado. Lo mismo hizo la noche anterior. Me había ordenado que le preparase la cama mientras cenaba, y en cuanto cenó se acostó.

—¿Entró alguien después en su compartimento?

—Su criado, señor, y el joven norteamericano que le sirve de secretario.

—¿Nadie más?

—No, señor, que yo sepa.

—Bien. ¿Y eso es lo último que vio o supo usted de él?

—No, señor. Olvida usted que tocó el timbre hacia la una menos veinte… poco después de nuestra detención.

—¿Qué sucedió exactamente?

—Llamé a la puerta, pero él me contestó que se había equivocado.

—¿En inglés o en francés?

—En francés.

—¿Cuáles fueron sus palabras exactamente?

—«No es nada. Me he equivocado.»

—Perfectamente —dijo Poirot—. Eso es lo que yo oí. ¿Y después se alejó usted?

—Sí, señor.

—¿Volvió usted a su asiento?

—No, señor. Fui primero a contestar a otra llamada.

—Bien, Michel. Voy a hacerle ahora una pregunta importante. ¿Dónde estaba usted a la una y cuarto?

—¿Yo, señor? Estaba en mi pequeño asiento al final del pasillo.

—¿Está usted seguro?

—Sí…, sólo que…

—¿Qué?

—Entré en el coche inmediato, en el de Atenas, a charlar con mi compañero. Hablamos de la nieve. Eso fue poco después de la una. No lo puedo decir exactamente.

—¿Y cuándo regresó usted?

—Sonó uno de mis timbres, señor. Era la dama norteamericana. Ya había llamado varias veces.

—Lo recuerdo —dijo Poirot—. ¿Y después?

—¿Después, señor? Acudí a la llamada de usted y le llevé agua mineral. Media hora más tarde hice la cama de uno de los otros compartimentos…, el del joven norteamericano, secretario de míster Ratchett.

—¿Estaba míster MacQueen solo en su compartimento cuando entró usted a hacer la cama?

—Estaba con él el coronel inglés del número quince. Estaban sentados y hablando.

—¿Qué hizo el coronel cuando se separó de míster MacQueen?

—Volvió al compartimento.

—El número quince está muy cerca de su asiento, ¿no es verdad?

—Sí, señor. En la segunda cabina a partir de aquel extremo del pasillo.

—¿Estaba ya hecha su cama?

—Sí, señor. La hice mientras él estaba cenando.

—¿A qué hora ocurría todo esto?

—No la recuerdo exactamente, señor, pero no pasarían de las dos.

—¿Qué ocurrió después?

—Después me senté en mi asiento hasta por la mañana.

—¿No volvió usted al coche de Atenas?

—No, monsieur.

—¿Quizá se durmió usted?

—No lo creo, señor. La inmovilidad del tren me impidió dormitar un poco, como tengo por costumbre.

—¿Vio usted a algún viajero circular por el pasillo?

El encargado reflexionó.

—Me parece que una de las señoras fue al aseo.

—¿Qué señora?

—No lo sé, señor. Era al otro extremo del pasillo y estaba vuelta de espaldas. Llevaba un quimono de color escarlata con dibujos de dragones.

Poirot hizo un gesto de asentimiento.

—Y después, ¿qué?

—Nada, señor, hasta por la mañana.

—¿Está usted seguro?

—¡Oh, perdón! Ahora recuerdo que usted abrió su puerta y se asomó un momento.

—Está bien, amigo mío —dijo Poirot—. Me extrañaba que no recordara usted ese detalle. Por cierto que me despertó un ruido como de algo que hubiese golpeado contra mi puerta. ¿Tiene usted formada alguna idea de lo que pudo ser?

El hombre se le quedó mirando perplejo.

—No fue nada, señor. Nada, estoy seguro.

—Entonces debió de ser una pesadilla —dijo Poirot, filosóficamente.

—A menos —intervino monsieur Bouc— que lo que usted oyó fuese algo producido en el compartimento contiguo.

Poirot no tomó en cuenta la sugerencia. Quizá no deseaba hacerlo delante del encargado del coche cama.

—Pasemos a otro punto —dijo—. Supongamos que anoche subió al tren un asesino. ¿Es completamente seguro que no pudo abandonarlo después de cometer el crimen?

Pierre Michel movió la cabeza.

—¿Ni que pudiera esconderse en alguna parte?

—Todo ha sido registrado —dijo monsieur Bouc—. Abandone esa idea, amigo mío.

—Además —añadió Michel—, nadie pudo entrar en el coche cama sin que yo le viese.

—¿Cuándo fue la última parada?

—En Vincovci.

—¿A qué hora?

—Teníamos que haber salido de allí a las once cincuenta y ocho, pero debido al temporal lo hicimos con veinte minutos de retraso.

—¿Pudo venir alguien de la otra parte del tren?

—No, señor. Después de la cena se cierra la puerta que comunica los coches ordinarios con los coches cama.

—¿Bajó usted del tren en Vincovci?

—Sí, señor. Bajé al andén como de costumbre, y estuve al pie del estribo. Los otros encargados hicieron lo mismo.

—¿Y la puerta delantera, la que está junto al coche comedor?

—Siempre está cerrada por dentro.

—Ahora no lo está.

El hombre puso cara de sorpresa, luego se serenó.

—Indudablemente la ha abierto algún viajero para asomarse a ver la nieve —sugirió.

—Probablemente —dijo Poirot.

Tamborileó pensativo sobre la mesa durante unos breves minutos.

—¿El señor no me censura? —preguntó tímidamente el encargado.

Poirot le sonrió bondadosamente.

—Ha tenido mala suerte, amigo mío —le dijo—. ¡Ah! Otro punto que recuerdo ahora. Dijo usted que sonó otro timbre cuando estaba usted llamando a la puerta de míster Ratchett. En efecto, yo también lo oí. ¿De quién era?

—De madame, la princesa Dragomiroff. Deseaba que llamase a su doncella.

—¿Y lo hizo usted así?

—Sí, señor.

Poirot estudió pensativo el plano que tenía delante. Luego inclinó la cabeza.

—Nada más por ahora —dijo.

—Gracias, señor.

El hombre se puso de pie y miró a monsieur Bouc.

—No se preocupe usted —dijo éste afectuosamente—. No veo que haya habido negligencia por su parte.

Pierre Michel abandonó el compartimento algo más tranquilo.

2
 
DECLARACIÓN DEL SECRETARIO

D
URANTE unos minutos Poirot permaneció sumido en sus reflexiones.

—Creo —dijo al fin— que será conveniente, en vista de lo que sabemos, volver a cambiar unas palabras con míster MacQueen.

El joven norteamericano no tardó en aparecer.

—¿Cómo va el asunto? —preguntó.

—No muy mal. Desde su última conversación me he enterado de algo…, de la identidad de Ratchett.

Héctor MacQueen se inclinó en gesto de profundo interés.

—¿Sí? —dijo.

—Ratchett, como usted suponía, era meramente un alias. Ratchett era Cassetti, el hombre que realizó la célebre racha de secuestros, incluyendo el famoso de la pequeña Daisy Armstrong.

Una expresión de supremo asombro apareció en el rostro de MacQueen; luego se serenó.

—¡El maldito! —exclamó.

—¿No tenía usted idea de esto, míster MacQueen?

—No, señor —dijo rotundamente el joven norteamericano—. Si lo hubiese sabido, me habría cortado la mano derecha antes de servirle como secretario.

—Parece usted muy indignado, míster MacQueen.

—Tengo una razón particular para ello. Mi padre era el fiscal del distrito que intervino en el caso. Vi a la señora Armstrong más de una vez…, era una mujer encantadora. ¡Qué desgraciada fue! Si algún hombre merecía lo que le ha ocurrido, era éste, Ratchett o Cassetti. ¡No merecía vivir!

—Habla usted como si hubiera deseado realizar el hecho por sí mismo.

—Verdaderamente, que casi me estoy acusando —dijo MacQueen, enrojeciendo.

—Me sentiría más inclinado a sospechar de usted —replicó Poirot— si demostrase un extraordinario pesar por la muerte de su jefe.

—Creo que no podría hacerlo, ni aun para salvarme de la silla eléctrica —exclamó MacQueen con acento sombrío. Luego añadió—. Aunque sea pecar de curioso, ¿cómo logró usted descubrirlo? Me refiero a la identidad de Cassetti.

—Por un fragmento de una carta encontrada en su cabina.

—¿No le parece que fue algo descuidado el viejo?

—Eso depende del punto de vista.

El joven pareció encontrar esta respuesta algo desconcertante y miró a Poirot como si tratase de averiguar lo que había querido decir.

—Mi misión —aclaró Poirot— es cerciorarme de los movimientos de todos los que se encuentran en el tren. Nadie debe ofenderse por ello. Es sólo cuestión de trámite.

—Comprendido. En lo que a mí respecta, puede usted seguir adelante.

—No necesito preguntarle el número de su compartimento —dijo Poirot, sonriendo—, porque lo compartí con usted por una noche. Tiene usted las literas de segunda clase números seis y siete y, al marcharme yo, se las reservó para usted solo. ¿Es cierto?

—Sí.

—Ahora, míster MacQueen, tenga la bondad de describirme sus actos durante la última noche, desde la hora en que abandonó el coche comedor.

—Es muy sencillo. Volví a mi compartimento, leí un poco, en Belgrado bajé al andén, decidí que hacía mucho frío y volví a subir al coche. Charlé un rato con una joven inglesa que ocupaba el compartimento contiguo al mío. Luego entablé conversación con aquel inglés, el coronel Arbuthnot, con quien usted me vio hablando, pues pasó por delante de nosotros. Después entré en la cabina de míster Ratchett y, como le dije a usted, tomé algunas notas para las cartas que quería que escribiese. Le di las buenas noches y le dejé. El coronel Arbuthnot estaba todavía en el pasillo. Su cabina estaba ya preparada para pasar la noche y le sugerí que entrásemos en la mía. Pedí un par de copas y nos las bebimos. Discutimos de política mundial, del gobierno de la India y de la crisis de Wall Street. Yo, generalmente, no intimo con los ingleses…, son muy estirados… Pero ése me es bastante simpático.

—¿Recuerda la hora que era cuando le dejó a usted?

—Muy tarde. Acaso las dos.

—¿Se dio usted cuenta de que el tren estaba detenido?

—¡Oh, sí! Nos extrañó. Nos asomamos y vimos que iba acumulándose poco a poco la nieve, pero no creíamos que fuera cosa grave.

—¿Qué sucedió cuando el coronel Arbuthnot se despidió al fin?

—El se marchó a su compartimento y yo llamé al encargado para que me hiciese la cama.

—¿Dónde estuvo mientras se la hacía?

—En el pasillo, junto a la puerta, fumando un cigarro.

—¿Y después?

—Después me acosté y me dormí hasta la mañana.

—Durante la noche, ¿no abandonó usted el tren ninguna vez? ¿No se movió de su compartimento?

—Arbuthnot y yo bajamos en… ¿cómo se llamaba aquella estación? En Vincovci, para estirar las piernas un poco. Pero hacía un frío espantoso y volvimos enseguida al coche.

—¿Por qué puerta abandonaron ustedes el tren?

—Por la más próxima a nuestro compartimento.

—¿La que está junto al salón comedor?

—Sí.

—¿Recuerda si estaba cerrada?

MacQueen reflexionó.

—Me parece que sí. Al menos había una especie de barra que atravesaba el tirador. ¿Se refiere usted a eso?

—Sí. Al regresar al tren, ¿volvieron ustedes a poner la barra en su sitio?

—No…, me parece que no. Por lo menos, no lo recuerdo.

MacQueen hizo una pausa y preguntó, de pronto:

—¿Es un detalle importante?

—Quizás. Aclaremos otra cosa. Supongo que mientras usted y el coronel hablaban, estaría abierta la puerta de su compartimento que da al pasillo.

MacQueen hizo un gesto afirmativo.

—Dígame, si lo recuerda, si alguien pasó por delante después que el tren abandonara Vincovci hasta el momento en que se separaron ustedes definitivamente para acostarse.

BOOK: Asesinato en el Orient Express
5.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

El enigma del cuatro by Dustin Thomason Ian Caldwell
The Briny Café by Susan Duncan
My Green Manifesto by David Gessner
For You by Mimi Strong
Eden by Gregory Hoffman
Gray Back Ghost Bear by T. S. Joyce
Heliopolis by James Scudamore
Kingdom of Strangers by Zoë Ferraris
Leave Yesterday Behind by Linwood, Lauren