—¿Y qué me dice usted del criado con dolor de muelas, que jura que el italiano no abandonó el compartimento?
—Ése es un punto difícil.
—Sí, y el más desconcertante. Desgraciadamente para su teoría y afortunadamente para nuestro amigo el italiano, el criado de míster Ratchett tuvo aquella noche un fortuito dolor de muelas.
—Todo se explicará —dijo monsieur Bouc con ingenua certidumbre.
O
IGAMOS lo que Pierre Michel tiene que decirnos acerca de este botón —dijo.
Fue vuelto a llamar el encargado del coche cama. Al entrar miró interrogativamente.
Monsieur Bouc se aclaró la garganta.
—Michel —dijo—, aquí tenemos un botón de su chaqueta. Lo encontramos en el compartimento de la dama norteamericana. ¿Qué explicación puede usted darnos?
La mano del encargado se dirigió automáticamente a su chaqueta.
—No he perdido ningún botón, señor —contestó—. Debe tratarse de alguna equivocación.
—Eso es muy extraño.
—No es culpa mía.
El hombre parecía asombrado, pero en modo alguno confuso o atemorizado.
—Debido a las circunstancias en que fue encontrado —dijo monsieur Bouc significativamente—, parece casi seguro que este botón fue dejado caer por el hombre que estuvo en el compartimento de mistress Hubbard la última noche, cuando la señora tocó el timbre.
—Pero, señor, si no había nadie allí. La señora debió imaginárselo.
—No se lo imaginó, Michel. El asesino de míster Ratchett pasó por allí…
y dejó caer este botón
.
Como el significado de las palabras de monsieur Bouc estaba ahora bien claro, Pierre Michel cayó en un violento estado de agitación.
—¡No es cierto, señor, no es cierto! —clamó—. ¡Me está usted acusando del crimen! Soy inocente. Soy absolutamente inocente. ¿Por qué iba yo a matar a un hombre a quien nunca había visto?
—¿Dónde estaba usted cuando mistress Hubbard llamó?
—Ya se lo dije, señor; en el coche inmediato, hablando con mi compañero.
—Mandaremos a buscarlo.
—Hágalo, señor, se lo suplico, hágalo.
Fue llamado el encargado del coche contiguo, y confirmó inmediatamente la declaración de Pierre Michel. Añadió que el encargado del coche de Bucarest había estado también allí. Los tres habían estado hablando de la situación creada por la nieve. Llevaban charlando unos diez minutos cuando a Michel le pareció oír un timbre. Al abrir las puertas que ponían en comunicación los coches, lo oyeron todos claramente. Sonaba un timbre insistentemente. Michel se apresuró entonces a acudir a la llamada.
—Ya ve usted, señor, que no soy culpable —dijo Michel, con un suspiro.
—Y este botón de la chaqueta de un empleado, ¿cómo lo explica usted?
—No me lo explico, señor. Es un misterio para mí; todos mis botones están intactos.
Los otros dos encargados declararon también que no habían perdido ningún botón, así como que ninguno de ellos había estado en el compartimento de mistress Hubbard.
—Tranquilícese, Michel —dijo monsieur Bouc—. Y recuerde el momento en que corrió usted a contestar a la llamada de mistress Hubbard. ¿No encontró usted a nadie en el pasillo?
—No, señor.
—¿Vio usted a alguien alejarse por el pasillo en la otra dirección?
—No, señor.
—Es extraño —murmuró monsieur Bouc.
—No tan extraño —dijo Poirot—. Es cuestión de tiempo. Mistress Hubbard se despierta y ve que hay alguien en su cabina. Durante uno o dos minutos permanece paralizada, con los ojos cerrados. Probablemente fue entonces cuando el hombre se deslizó al pasillo. Luego empezó a tocar el timbre. Pero el encargado no acudió inmediatamente. Oyó el timbre a la tercera o cuarta llamada. Yo diría que hubo tiempo suficiente para…
—¿Para qué? ¿Para qué,
mon cher
? Recuerde que todo el tren estaba rodeado de grandes montones de nieve.
—Había dos caminos abiertos para nuestro misterioso asesino —dijo Poirot lentamente—. Pudo retirarse por uno de los lavabos o pudo desaparecer por una de las cabinas.
—¡Pero si estaban todas ocupadas!
—¡Ya lo sé!
—¿Quiere usted decir que pudo retirarse a su propia cabina?
Poirot asintió.
—Así se explica todo —murmuró monsieur Bouc—. Durante aquellos diez minutos de ausencia del encargado, el asesino sale de su compartimento, entra en el de Ratchett, comete el crimen, cierra y encadena la puerta por dentro, sale por la cabina de mistress Hubbard y se encuentra a salvo en su cabina en el momento en que acude el encargado.
—No es tan sencillo como todo eso, amigo mío —murmuró Poirot—. Nuestro amigo el doctor se lo dirá a usted.
Monsieur Bouc indicó con un gesto a los tres encargados que podían retirarse.
—Tenemos todavía que interrogar a ocho pasajeros —dijo Poirot—. Cinco de primera clase: la princesa Dragomiroff, el conde y la condesa Andrenyi, el coronel Arbuthnot y míster Hardman. Y tres viajeros de segunda clase: miss Debenham, Antonio Foscarelli y la doncella fraulein Schmidt.
—¿A quién verá usted primero? ¿Al italiano?
—¡Qué empeñado está usted con su italiano! No, empezaremos por la copa del árbol. Quizá madame la princesa tendrá la bondad de concedernos unos minutos de audiencia. Transmítaselo, Michel.
—
Oui, monsieur
—dijo el encargado, que se disponía a abandonar el coche.
—Dígale que podemos visitarla en su cabina, si no quiere molestarse en venir aquí —añadió monsieur Bouc.
Pero la princesa Dragomiroff tuvo a bien tomarse la molestia, y apareció en el coche comedor unos momentos después. Inclinó la cabeza ligeramente y se sentó frente a Hércules Poirot.
Su rostro de sapo parecía aún más amarillento que el día anterior. Era decididamente fea, y, sin embargo, como el sapo, tenía ojos como joyas, negros e imperiosos, reveladores de una latente energía y de una extraordinaria fuerza intelectual. Su voz era profunda, muy clara, de timbre agradable y simpático.
Cortó en seco unas galantes frases de disculpa de monsieur Bouc.
—No necesitan ustedes disculparse, caballeros. Tengo entendido que ha ocurrido un asesinato. Y, naturalmente, tienen ustedes que interrogar a todos los viajeros. Tendré mucho gusto en ayudarles en lo que pueda.
—Es usted muy bondadosa, madame —dijo Poirot.
—Nada de eso. Es un deber. ¿Qué desean ustedes saber?
—Su nombre completo y dirección, madame. Quizá prefiera escribirlos por sí misma.
Poirot le ofreció una hoja de papel y un lápiz, pero la dama los rechazó con un gesto.
—Puede hacerlo usted mismo —dijo—. No es nada difícil. Natalia Dragomiroff. Diecisiete, Avenida Kleber, París.
—¿Regresa usted de Constantinopla, madame?
—Sí. He pasado una temporada en la Embajada de Austria. Me acompaña mi doncella.
—¿Tendría usted la bondad de darme una breve relación de sus movimientos la noche pasada, a partir de la hora de la cena?
—Con mucho gusto. Di orden al encargado de que me hiciese la cama mientras yo estaba en el comedor. Me acosté inmediatamente después de cenar. Leí hasta las once, hora en que apagué la luz. No pude dormir a causa de cierto dolor reumático que padezco. A la una menos cuarto llamé a mi doncella. Me dio un masaje y luego me leyó hasta que me quedé dormida. No puedo decir exactamente cuándo me dejó mi doncella. Pudo ser a la media hora…, quizá después.
—¿El tren se había detenido ya?
—Ya se había detenido.
—¿No oyó usted nada… nada desacostumbrado durante ese tiempo, madame?
—Nada desacostumbrado.
—¿Cómo se llama su doncella?
—Hildegarde Schmidt.
—¿Lleva con usted mucho tiempo?
—Quince años.
—¿La considera usted digna de confianza?
—Absolutamente. Su familia es oriunda de un estado de Alemania perteneciente a mi difunto esposo.
—Supongo que habrá usted estado en Estados Unidos, madame.
El brusco cambio de tema hizo levantar las cejas a la vieja dama.
—Muchas veces.
—¿Conoció usted a una familia llamada Armstrong…, una familia en la que ocurrió, hace algún tiempo, una tragedia?
—Me habla usted de amigos —dijo la anciana dama con cierta emoción en la voz.
—Entonces, ¿conoció usted bien al coronel Armstrong?
—Le conocí ligeramente; pero su esposa, Sonia Armstrong, era mi ahijada. Tuve también amistad con su madre, la actriz Linda Arden. Linda Arden era un gran genio, una de las mejores trágicas del mundo. Como lady Macbeth, como Magda, no hubo nadie que la igualase. Yo fui no solamente una rendida admiradora de su arte, sino una amiga personal.
—¿Murió?
—No, no, vive todavía, pero completamente retirada. Está muy delicada de salud, pasa la mayor parte del tiempo tendida en un sofá.
—Según tengo entendido, tenía una segunda hija.
—Sí, mucho más joven que mistress Armstrong.
—¿Y vive?
—Ciertamente.
—¿En dónde?
La anciana se inclinó y le lanzó una penetrante mirada.
—Debo preguntar a usted la razón de estas preguntas. ¿Qué tienen que ver… con el asesinato ocurrido en este tren?
—Tiene esta relación, madame: el hombre asesinado es el responsable del secuestro y asesinato de la chiquilla de mistress Armstrong.
—¡Ah!
Se reunieron las rectas cejas. La princesa Dragomiroff se irguió un poco más.
—¡Este asesinato es entonces un suceso admirable! —exclamó—. Usted me perdonará mi punto de vista ligeramente cruel.
—Es muy natural, madame. Y ahora volvamos a la pregunta que dejó usted sin contestar. ¿Dónde está la hija más joven de Linda Arden, la hermana de mistress Armstrong?
—De verdad que no lo sé, monsieur. He perdido contacto con la joven generación. Creo que se casó con un inglés hace algunos años y se marcharon a Inglaterra, pero por el momento no puedo recordar el nombre de su marido.
Hizo una larga pausa y añadió:
—¿Desean preguntarme algo más, caballeros?
—Sólo una cosa, madame; algo meramente personal. El color de su bata.
La dama enarcó ligeramente las cejas.
—Debo suponer que tiene usted razones para tal pregunta. Mi bata es de raso azul.
—Nada más, madame. Le quedo muy reconocido por haber contestado a mis preguntas con tanta prontitud.
Ella hizo un ligero gesto con su ensortijada mano. Luego se puso en pie, y los otros con ella.
—Dispénseme, señor —dijo, dirigiéndose a Poirot—. ¿Puedo preguntarle su nombre? Su cara me es conocida.
—Mi nombre, señora, es Hércules Poirot…, para servirla.
Ella guardó silencio por unos momentos.
—Hércules Poirot… —murmuró—. Sí, ahora recuerdo. Es el destino…
Se alejó muy erguida, algo rígida en sus movimientos.
—
Voilà une grande dame!
—comentó monsieur Bouc—. ¿Qué opina usted de ella, amigo mío?
Pero Hércules Poirot se limitó a mover la cabeza.
—Me estoy preguntando —dijo— qué habrá querido decir con eso del destino…
E
L conde y la condesa Andrenyi fueron llamados a continuación. No obstante, fue únicamente el conde quien se presentó en el coche comedor.
Visto de cerca, no había duda de que era un hombre arrogante. Medía un metro ochenta, por lo menos, con anchas espaldas y enjutas caderas. Iba vestido con un traje de magnífico corte inglés, y se le hubiera tomado por un hijo de la Gran Bretaña, de no haber sido por la longitud de su bigote y por cierta particularidad de la línea de sus pómulos.
—Bien, señores —dijo—, ¿en qué puedo servirles?
—Comprenderá usted, caballero —contestó Poirot—, que, en vista de lo sucedido, me veo obligado a hacer ciertas preguntas a todos los viajeros.
—Perfectamente, perfectamente —dijo el conde con amabilidad—. Me doy exacta cuenta de su situación. Pero mucho me temo que mi esposa y yo podamos ayudarle en poco. Estábamos dormidos y no oímos nada en absoluto.
—¿Está usted enterado de la identidad del muerto, señor?
—Tengo entendido que se trata de un norteamericano…, un individuo con un rostro decididamente desagradable. Se sentaba en aquella mesa a la hora de las comidas.
El conde indicó con un movimiento de cabeza la mesa.
—Sí, sí, no se equivoca usted, señor, pero yo le pregunto si conoce usted el nombre del individuo.
—No —el conde parecía completamente desconcertado por las preguntas de Poirot—. Si quiere usted saberlo —añadió— seguramente estará en su pasaporte.
—El nombre que figura en su pasaporte es Ratchett —repuso Poirot—. Pero ése no es su verdadero nombre. El verdadero es Cassetti, responsable de un famoso secuestro cometido en Estados Unidos.
Poirot observaba atentamente al conde mientras hablaba, pero éste no pareció afectarse por la sensacional noticia y se limitó a abrir un poco más los ojos.
—¡Ah! —dijo—. Ciertamente que el detalle no dejará de arrojar luz sobre el asunto. Extraordinario país, Estados Unidos.
—¿El señor conde ha estado quizás allí?
—Estuve un año en Washington.
—¿Conoció usted a la familia Armstrong?
—Armstrong… Armstrong… Es difícil recordar. Conoce uno a tanta gente…
Sonrió y se encogió de hombros.
—Pero volvamos al asunto que les interesa, caballeros —dijo—. ¿En qué otra cosa puedo servirles?
—¿A qué hora se retiró usted a descansar, señor conde?
Poirot lanzó una mirada de refilón a su plano. El conde y la condesa Andrenyi ocupaban las cabinas señaladas con los números doce y trece.
—Hicimos que nos prepararan la cama de uno de los dos compartimentos mientras estábamos en el coche comedor. Al volver nos sentamos un rato en el otro.
—¿En cuál?
—En el número trece. Jugamos a cientos. A eso de las once mi esposa se retiró a descansar. El encargado hizo mi cama también y me acosté. Dormí profundamente hasta la mañana.
—¿Se dio usted cuenta de la detención del tren?
—No me enteré hasta esta mañana.
—¿Y su esposa?
El conde sonrió.
—Mi esposa siempre toma un somnífero cuando viaja. Y anoche tomó su acostumbrada dosis de Trional.
Hizo una pausa.
—Siento no poder ayudarles de algún modo.
Poirot le pasó una hoja de papel y una pluma.