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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (28 page)

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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Micheletto reconoció al hombre, sin sorpresa, como Francesco Troche.

—Por favor —gimoteaba Francesco—, no he hecho nada malo.

—Francesco, querido amigo —dijo Cesare—. Es así de sencillo. Le contaste a tu hermano los planes que tenía en la Romaña y él se puso en contacto con el embajador veneciano.

—Fue un accidente. Todavía soy tu siervo y tu aliado.

—¿Estás exigiendo que pase por alto tus acciones y confíe en una mera amistad?

—Estoy... pidiendo, no exigiendo.

—Mi querido Francesco, para reunificar Italia debo tener todas las instituciones bajo mi control. Ya sabes que servimos a una organización más importante, a la Orden de los Templarios, de la que ahora estoy al frente.

—Creía que tu padre...

—Y si la Iglesia no obedece —continuó Cesare con firmeza—, la eliminaré por completo.

—Pero sabemos que en realidad trabajo para ti, no para el Papa.

—¿Ah, sí, Troche? Ahora tan sólo hay un modo de que esté incondicionalmente seguro.

—Estoy seguro de que no tienes intención de matar a tu amigo más leal.

Cesare sonrió.

—Claro que no.

Chasqueó los dedos y sin hacer ruido, Micheletto se acercó a Francesco por la espalda.

—¿Vas... vas a dejar que me marche? —La voz de Francesco rebosaba alivio—. Gracias, Cesare. Gracias de todo corazón. No te arrepentirás...

Pero sus palabras se interrumpieron cuando Micheletto, con una fina cuerda en sus manos, se inclinó hacia delante y la apretó con fuerza alrededor de su cuello. Cesare observó un rato, pero antes de que Francesco estuviera muerto, se volvió hacia el capitán de la guardia y dijo:

—¿Tienes preparados los disfraces para la obra?

—¡Sí, señor!

—Pues dáselos a Micheletto cuando haya acabado.

—¡Sí, señor!

—Lucrezia es mía y sólo mía. No creía que fuera tan importante para mí, pero cuando recibí aquel mensaje en Urbino, de uno de sus hombres, que ese desgraciado actor de mierda la había estado manoseando, volví inmediatamente. ¿Puedes entender una pasión como ésa, capitán?

—¡Sí, señor!

—Eres tonto. ¿Has terminado ya, Micheletto?


Messere
, el hombre está muerto.

—Entonces cárgalo de piedras y tíralo al Tíber.

—Como mandes, Cesare.

El capitán había dado órdenes a sus hombres y cuatro de ellos se habían ido a buscar unas grandes cestas de mimbre, que ahora llevaban entre ellos.

—Aquí están los disfraces para tus hombres. Asegúrate bien de que el trabajo se realiza correctamente.

—Sí,
messere
.

Cesare se marchó y dejó que sus subordinados se encargaran de los preparativos. Micheletto les hizo unas señas a los guardias para que le siguieran y les condujo a las Termas de Trajano.

Ezio y su grupo de reclutas ya estaban en las termas, escondidos bajo la protección de un pórtico en ruinas. Había advertido que había varios hombres vestidos de negro reunidos y los observó detenidamente cuando apareció Micheletto. Los guardias dejaron en el suelo los cestos con los disfraces y Micheletto les hizo una señal para que se marcharan. Había una gran oscuridad y Ezio hizo un gesto con la cabeza a sus hombres para que se prepararan. Se había puesto la muñequera en el antebrazo izquierdo y llevaba la daga venenosa en el derecho.

Los hombres de Micheletto formaron una fila y a cada uno le fue entregado un disfraz. Eran uniformes como los que llevaban los antiguos legionarios romanos en los tiempos de Cristo. Ezio se dio cuenta de que el mismo Micheletto iba vestido de centurión.

Cuando los hombres se retiraron para ponerse su disfraz, Ezio se preparó. En silencio, extendió la oculta daga venenosa que Leonardo había vuelto a crear para él. Los matones, desprevenidos, cayeron sin un suspiro y entonces sus reclutas fueron los que se disfrazaron y se deshicieron de los cadáveres de los secuaces de Micheletto.

Absorto en su trabajo, una vez que estuvieron todos disfrazados, Micheletto ignoraba que ahora estaba al mando de unos hombres que no eran los suyos. Los guio, con Ezio pegado a ellos, en dirección al Coliseo.

Se había erigido un escenario en las ruinas del antiguo anfiteatro romano donde, desde la época del emperador Tito, los gladiadores habían luchado a muerte, los
bestiarií
habían despachado a decenas de miles de animales salvajes y habían echado a cristianos a los leones. Era un lugar sombrío, pero la penumbra se dispersaba de algún modo gracias a los cientos de antorchas parpadeantes que iluminaban el escenario, mientras la audiencia, que se extendía por los bancos de madera de una tribuna, estaba absorta en una obra sobre la Pasión de Cristo.

—Busco a Pietro Benintendi —le dijo Micheletto al portero y le enseñó una orden.

—Está en escena,
signore
—contestó el portero—. Pero uno de mis hombres os llevará al lugar donde podéis esperarle.

Micheletto se volvió hacia sus «compañeros».

—No os olvidéis de que llevaré esta capa negra con la estrella blanca en el hombro —les dijo—. Cubridme las espaldas y esperad a vuestra señal, que será cuando Poncio Pilatos le ordene al centurión que le mate.

«Tengo que llegar a Pietro antes que él», pensó Ezio, que iba detrás del grupo mientras seguía a su líder hasta el Coliseo.

En el escenario, se habían levantado tres cruces. Observó cómo sus reclutas se preparaban según las órdenes de Micheletto y él mismo se colocó en los bastidores.

La obra estaba alcanzando su clímax.

—Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? —gritó Pietro desde la cruz.

—¡Mirad —dijo uno de los actores que representaba a los fariseos— cómo llama a Elías para que venga a salvarle!

Uno, vestido de legionario romano, mojó una esponja en vinagre y la colocó en la punta de su lanza.

—Espera a ver si Elías se atreve a venir o no.

—¡Tengo una sed atroz, tengo una sed atroz! —gritó Pietro.

El soldado levantó la esponja hacia los labios de Pietro.

—Sí, ya no beberás más —dijo otro fariseo.

Pietro alzó la cabeza.

—Majestuoso Dios Todopoderoso —declamó—. No cesaré de servirte. Te entrego mi alma; recíbela, oh, Señor, en tus manos. —Pietro soltó un gran suspiro—.
Consummatum est!

Dejó caer la cabeza. Cristo ha «muerto».

En ese mismo instante, Micheletto entró en escena, con su uniforme de centurión resplandeciendo bajo la capa negra retirada hacia atrás. Ezio, mientras observaba, se preguntó qué habría sido del actor que en principio hacía de centurión, pero se imaginó que se había encontrado con un destino similar al de la mayoría de las víctimas de Micheletto.

—Señores, os digo —recitó Micheletto con descaro— que este es el Hijo de Dios Padre Todopoderoso. Sé que es cierto. ¡Lo sé por cómo grita que El ha cumplido la profecía y el Altísimo se ha revelado en Él!

—Centurión —dijo el actor que interpretaba a Caifás—, Dios me da velocidad, su locura es grande de verdad. ¡No lo entiendes! Cuando veas sangrar su corazón, entonces comprobarás lo que dices. Longinos, coge esta lanza.

Caifás le pasó una lanza de madera al actor que interpretaba al legionario romano, Longinos, un hombre grande, con rizos largos y sueltos.

«Está claro que es uno de los favoritos de la audiencia y sin duda es el amargo rival de Pietro», pensó Ezio.

—Coge esta lanza y presta atención —añadió uno de los fariseos por si acaso—. Debes clavársela en el costado a Jesús Nazareno para comprobar que está realmente muerto.

—Haré como me pides —declamó Longinos—, pero recaerá sobre tu cabeza. Sean cuales sean las consecuencias, me lavo las manos.

Entonces fingió que le clavaba la lanza de
atrezzo
en el costado a Jesús y, cuando la sangre y el agua salieron de un saco que llevaba Pietro escondido en el taparrabos, Longinos empezó su gran discurso. Ezio vio el brillo en los ojos de «Jesús muerto» mientras Pietro lo observaba con celos.

—Supremo Rey del Cielo, te veo. Deja que el agua se vierta en mis manos y en mi lanza, y que se bañen también mis ojos para que pueda verte con más claridad. —Hizo una pausa dramática—. ¡Ay, pobre de mí! ¿Qué es lo que he hecho? Creo que, a decir verdad, he matado a un hombre, pero no sé de qué tipo. Dios que estás en los Cielos, te pido clemencia puesto que fue mi cuerpo el que guio mi mano, no mi alma. —Se permitió otra pausa para una ronda de aplausos y continuó—: Señor, he oído hablar mucho de ti, que con tu compasión has curado a los enfermos y a los ciegos. ¡ Sea alabado tu nombre! Me has curado en este día mi propia ceguera de espíritu. A partir de ahora, Señor, seré tu discípulo. Y dentro de tres días volverás a levantarte para gobernarnos y juzgarnos a todos.

El actor que interpretaba a José de Arimatea, el acaudalado líder judío que había donado su propia tumba, que ya habían construido, para albergar el cuerpo de Cristo, entonces habló:

—Ah, Dios, ¿qué corazón tienes al permitirles que maten a este hombre que veo aquí muerto, colgado de esta cruz, un hombre que nunca hizo nada? Pues seguro que Él es el mismísimo Hijo de Dios. Por lo tanto, en la tumba que se hizo para mí, allí será enterrado su cuerpo, pues El es el Rey del Gozo.

Nicodemo, compañero de José en el Sanedrín y simpatizante, añadió su voz:

—Ser José, estoy seguro de que es el Hijo de Dios Todopoderoso. Pidamos su cuerpo a Poncio Pilatos para que sea enterrado noblemente. Y yo te ayudaré a bajarlo con devoción.

José entonces se volvió hacia el actor que interpretaba a Pilatos y volvió a hablar:


Ser
Pilatos, te pido que me concedas un favor especial. Déjame que custodie el cuerpo de este profeta que ha muerto hoy.

Mientras Micheletto se colocaba muy cerca de la cruz central, Ezio entró en los bastidores sin que le vieran. Una vez allí, rebuscó rápidamente en el contenedor de los disfraces y encontró la túnica de un rabino, que se puso enseguida. Volvió al escenario desde bastidores y se las apañó para colocarse justo detrás de Micheletto sin que nadie se diera cuenta ni que la acción perdiera ritmo.

—José, si de verdad Jesús Nazareno está muerto, como el centurión debe confirmar, no te denegaré su custodia. —Pilatos se volvió hacia Micheletto y dijo—: ¡Centurión! ¿Está muerto Jesús?

—Sí,
ser
gobernador —dijo Micheletto sin gracia y Ezio vio cómo desenfundaba el estilete debajo de la capa.

Ezio había sustituido la daga venenosa, a la que ya no le quedaba veneno, por la leal hoja oculta, y se la clavó a Micheletto en el costado, lo sujetó en vertical y lo llevó fuera del escenario, por donde había entrado. Una vez en los bastidores, tumbó al hombre en el suelo.

Micheletto le clavó una mirada centelleante.

—¡Ja! —exclamó—. No puedes salvar a Pietro. El vinagre de la esponja estaba envenenado. Como le prometí a Cesare, me aseguré bien. —Se esforzó por respirar—. Tenías que haber acabado conmigo.

—No he venido aquí a matarte. Ayudaste a subir a tu señor y caerás con él. No me necesitas, eres el agente de tu propia destrucción. Si vives, bien, un perro siempre vuelve a su dueño, y me llevarás hasta mi presa real.

Ezio no tenía tiempo para más, tenía que salvar a Pietro.

Al volver de nuevo al espectáculo, le recibió una escena de caos. Pietro se retorcía en la cruz y estaba vomitando al tiempo que se ponía del color de una almendra pelada. Se armó un gran revuelo entre el público.

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede? —gritó Longinos, mientras el resto de los actores se dispersaba.

—¡Bajadle! —gritó Ezio a sus reclutas.

Algunos de ellos lanzaron sus puñales con energía para cortar las cuerdas que ataban a Pietro a la cruz, mientras que otros se prepararon para cogerlo abajo. Había más leales luchando contra los guardias de Borgia, que habían aparecido de la nada y estaban irrumpiendo en el escenario.

—¡Esto no estaba en el guión! —balbuceó Pietro mientras caía en brazos de los reclutas.

—¿Se va a morir? —preguntó Longinos con esperanza, puesto que un rival menos siempre era una buena noticia en aquella dura profesión.

—¡Frenad a los guardias! —gritó Ezio mientras sacaba a los reclutas del escenario y se llevaba a Pietro en brazos por un charco de agua que había en medio del Coliseo en el que bebían varias palomas, que, molestas, salieron volando, alarmadas. El último rayo de sol poniente bañó a Ezio y Pietro de una luz roja apagada.

Ezio había entrenado bien a sus reclutas y los que iban en la retaguardia habían luchado con éxito contra los guardias de los Borgia mientras que el resto salía del Coliseo y se dirigía a la red de calles al norte. Ezio les condujo a la casa de un médico que conocía. Llamó a la puerta y tras dejarles pasar, aunque con renuencia, colocaron a Pietro sobre una mesa cubierta con un jergón en la consulta del médico, de cuyas vigas colgaba un número desconcertante de hierbas secas en manojos organizados, dando un olor acre a la habitación. En las estanterías, objetos, criaturas y partes de criaturas, que no se podían identificar o mencionar, flotaban en botes de cristal llenos de un líquido turbio.

Ezio ordenó a los hombres de fuera que siguieran vigilando. Se preguntó qué pensaría cualquier transeúnte que viera un grupo de soldados romanos. Probablemente creería que se trataba de fantasmas y echaría a correr. Él mismo se había librado de su disfraz de fariseo en cuanto había tenido la oportunidad.

—¿Quién eres? —murmuró Pietro.

Ezio se preocupó al ver que los labios del actor se habían puesto azules.

—Tu salvador —respondió Ezio y le dijo al médico—: Le han envenenado,
dottore
Brunelleschi.

Brunelleschi examinó enseguida al actor y le alumbró con una luz los ojos.

—Por su palidez, diría que han usado cantarella. Es el veneno que eligen nuestros queridos señores, los Borgia. —A Pietro le dijo—: Quédate tumbado.

—Tengo sueño —dijo Pietro.

—¡Quédate tumbado! ¿Ha vomitado? —le preguntó Brunelleschi a Ezio.

—Sí.

—Bien.

El médico fue de aquí para allá, mezcló líquidos de los frascos de cristal de distintos colores con la facilidad de un experto y vertió la mezcla en una ampolla. Se la entregó a Pietro y le sostuvo la cabeza.

—Bebe esto.

—Date prisa —le apremió Ezio.

—Dale un momento.

Ezio observó, inquieto, y después de lo que pareció una eternidad, el actor se incorporó.

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