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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

Assassin's Creed. La Hermandad (24 page)

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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—¿Sobre otra persona? ¿Cómo tu hermano?

—Nunca me perdonaré a mí mismo.

—¿Por qué no? Eres político.

—No somos todos malos.

—¿Dónde está tu hermano?

—No tengo ni idea. Aquí no está, gracias a Dios. No hemos hablado desde que descubrió lo de las cartas y soy una especie de lastre para él. Si te viera...

—¿Podemos volver a lo nuestro? —dijo Ezio.

—Claro. Un favor y luego... ¿Qué me has dicho que querías?

—Quiero saber quién es el banquero de Cesare. Dónde trabaja y dónde vive.

Egidio de repente se animó.

—Sí, ¿y el dinero? —Volvió a extender las manos—. El problema es que no tengo.

—Ya te dije que lo conseguiría. Tú sólo dime cuánto y dónde te vas a encontrar con ese banquero.

—No lo sabré hasta que esté allí. Normalmente voy a tres de los sitios preestablecidos. Sus socios se reúnen conmigo y me llevan hasta él. Le debo diez mil ducados.

—No hay problema.


Sul serio?
—Egidio casi sonrió de oreja a oreja—. Tienes que detener esto. Puede que incluso me des esperanza.

—Quédate aquí. Volveré con el dinero al atardecer.

A última hora de la tarde, Ezio volvió a ver a un Egidio cada vez más incrédulo y depositó dos bolsas pesadas de cuero en las manos del senador.

—¡Has vuelto! ¡Has vuelto de verdad!

—Me has esperado.

—Soy un hombre desesperado. No creía que lo hicieras...

—Hay una condición.

—Lo sabía.

—Escucha —dijo Ezio—, si sobrevives, y espero que lo hagas, quiero que vigiles qué ocurre políticamente en esta ciudad. Y quiero que informes de todo lo que descubras... —vaciló y luego añadió—: a madonna Claudia, del burdel que llaman La Rosa in Fiore. Sobre todo cualquier cosa de la que te enteres sobre los Borgia. —Ezio sonrió por dentro—. ¿Conoces el sitio?

Egidio tosió.

—Te... tengo un amigo que lo frecuenta.

—Bien.

—¿Qué harás con esa información? ¿Harás desaparecer a los Borgia?

Ezio sonrió.

—Tan sólo... te estoy reclutando.

El senador miró las bolsas de dinero.

—Odio tener que darles esto. —Cayó en un pensativo silencio y luego dijo—: Mi hermano me ha guardado las espaldas porque somos familia. Odio al pezzo di merda, pero aún es mi hermano.

—Trabaja para Cesare.

Egidio se calmó.


Va bene
. Me avisaron del lugar de encuentro esta tarde mientras estabas fuera. Es el momento perfecto. Están impacientes por recibir el dinero, así que nos reuniremos esta noche. ¿Sabes? He sudado sangre cuando le he dicho al mensajero que tendría el dinero preparado. —Volvió a hacer una pausa—. Deberíamos marcharnos pronto. ¿Qué haremos? ¿Me sigues?

—No quedaría bien que fueras acompañado.

Egidio asintió.

—Bien. Aún da tiempo a un vaso de vino antes de salir. ¿Quieres uno?

—No.

—Bueno, yo sí necesito beber algo.

Capítulo 31

Ezio siguió al senador a través de otro laberinto de calles, aunque éstas conducían al Tíber y le eran más familiares. Pasaron por monumentos, plazas y fuentes que conocía, así como edificios en construcción; los Borgia gastaban generosamente el dinero en
palazzi
, teatros y galerías en su búsqueda de su autoengrandecimiento. Por fin Egidio se detuvo en una plaza atractiva, formada por cuatro grandes casas privadas en dos de los lados y una fila de tiendas caras en el tercero. En el cuarto lado había un pequeño parque bien cuidado que llegaba hasta el río. Aquél era el destino de Egidio. Escogió un banco de piedra, se colocó junto a él en la creciente penumbra y miró a izquierda y derecha, al parecer sereno. Ezio admiró su aplomo, que también resultaba muy útil. Cualquier señal de nerviosismo podría haber puesto en guardia a los subordinados del banquero.

Ezio se colocó junto a un cedro y esperó. No tuvo que esperar mucho. Unos minutos después de la llegada de Egidio, se le acercó un hombre alto, vestido con una librea que no reconocía. Una insignia en su hombro mostraba un emblema; en una mitad había un toro rojo en un campo dorado, mientras que en la otra había dibujadas unas rayas horizontales negras y doradas. Ezio seguía sin saber a quién pertenecía.

—Buenas noches, Egidio —saludó el recién llegado—. Parece que estás listo para morir como un caballero.

—No es muy simpático por tu parte, capitano —respondió Egidio—, puesto que traigo el dinero.

El hombre alzó una ceja.

—¿En serio? Bueno, eso es distinto. El banquero estará muy contento. Confío en que vengas solo.

—¿Ves a alguien más aquí?

—Sígueme,
furbacchione
.

Se marcharon, volviendo sobre sus pasos hacia el este, y atravesaron el Tíber. Ezio les siguió a una distancia discreta, pero desde la que podía oírles.

—¿Hay noticias de mi hermano,
capitano
? —preguntó Egidio mientras caminaban.

—Tan sólo puedo decirte que el duque Cesare tiene muchísimas ganas de interrogarlo. Bueno, en cuanto venga de la Romaña.

—Espero que esté bien.

—Si no tiene nada que ocultar, no tiene nada que temer.

Continuaron en silencio, y en la iglesia de Santa María sopra Minerva giraron al norte, en dirección al Panteón.

—¿Qué pasará con mi dinero? —preguntó Egidio.

Ezio advirtió que estaba sacando de quicio al capitán para beneficiar a Ezio. Un hombre listo.

—¿Con tu dinero? —El capitán se rio por lo bajo—. Espero que esté ahí todo el interés.

—Así es.

—Será mejor que así sea.

—¿Y bien?

—Al banquero le gusta ser generoso con sus amigos. Les trata bien. Se lo puede permitir.

—Os trata bien, ¿eh?

—Me gustar creer que es así.

—Es tan generoso... —observó Egidio con tal sarcasmo que hasta el capitán lo captó.

—¿Qué has dicho? —preguntó de forma amenazante y dejó de caminar.

—Eeeh... Nada.

—Vamos, ya estamos llegando.

La gran mole del Panteón se alzaba en la penumbra en aquella estrecha plaza. El alto pórtico corintio del edificio de mil quinientos años, construido como templo de todos los dioses romanos, pero consagrado hacía ya mucho tiempo como iglesia que estaba por encima de ellos, levantaba una sombra bajo la que esperaban tres hombres. Dos iban vestidos de forma similar al capitán, mientras que el tercero iba de civil: un hombre alto, cuyas finas vestiduras no casaban con su cuerpo atrofiado. Saludaron al capitán y el civil le hizo un gesto frío con la cabeza a Egidio.

—¡Luigi! ¡Luigi Torcelli! —gritó Egidio, de nuevo para que Ezio se enterara—. Me alegro de volver a verte. Veo que sigues siendo el representante del banquero. Pensaba que ya te habrían ascendido. Que estarías en un despacho o algo así.

—Cállate —dijo el hombre atrofiado.

—Tiene el dinero —anunció el capitán.

A Torcelli le brillaron los ojos.

—¡Vaya, vaya! Eso pondrá de buen humor a mi señor. Da una fiesta bastante especial esta noche, así que voy a entregarle personalmente tu pago, en su palazzo. Tengo que darme prisa, el tiempo es oro, así que dámelo.

Egidio odiaba tener que obedecerle, pero los guardias subordinados alzaron las alabardas hacia él y tuvo que darles las bolsas.

—¡Uf! —exclamó—. ¡Cómo pesan! Me alegro de deshacerme de ellas.

—Cállate —repitió el representante y les dijo a los guardias—: Retenedlo aquí hasta que regrese.

Con aquellas palabras desapareció en la desierta y tenebrosa iglesia, y cerró las enormes puertas con firmeza.

Ezio tenía que seguirle, pero no había modo de cruzar aquellas puertas y, de todas formas, antes tenía que pasar por los guardias sin que le descubrieran. Egidio debía de haberlo supuesto porque empezó a bromear con los hombres de uniforme para irritarlos, pero también para distraerles.

—¿Por qué no dejáis que me marche? Ya os he pagado —dijo, indignado.

—¿Y si nos has timado? —respondió el capitán—. Antes tienen que contar el dinero. Seguro que lo entiendes.

—¿Qué? ¿Diez mil ducados? ¡Tardarán toda la noche!

—Lo tienen que hacer.

—Si Luigi llega tarde, le darán una paliza. ¡Ya me imagino el tipo de hombre que debe de ser ese banquero!

—Cállate.

—Tenéis un vocabulario muy reducido. Mirad, pensad en el pobre Torcelli. Si no llega pronto con el dinero, lo más seguro es que el banquero no le deje unirse a la fiesta. ¿Deja que sus lacayos vayan de fiesta?

Impaciente, el capitán le dio un golpe al senador y Egidio se calló, aunque continuaba riendo. Había visto a Ezio pasar disimuladamente y empezar a trepar por la fachada del edificio en dirección a la cúpula que había detrás.

Una vez en el tejado del edificio circular, que la fachada clásica ocultaba parcialmente, Ezio se dirigió hacia la abertura redonda —el óculo— que sabía que era el centro. Sería la prueba definitiva de sus habilidades para escalar, pero en cuanto entrara, encontraría al representante y pondría en marcha la siguiente fase del plan, que enseguida se formó en su mente. El representante era de su tamaño, aunque mucho menos musculoso, y su larga y suelta túnica escondería el físico de Ezio, si todo iba bien.

La parte más peliaguda era bajar por la abertura en la cúspide de la cúpula y luego encontrar cómo descender desde allí. Había estado antes en la iglesia y sabía que los incensarios que colgaban hasta abajo estaban suspendidos por unas cadenas sujetas al techo. Si pudiera llegar hasta una de ellas... Si aguantara su peso...

Bueno, no había otro modo. Ezio sabía muy bien que, aunque no pudiera cruzar como una mosca la curva interior de la cúpula, de techo artesonado, había 42 metros hasta el frío suelo de losas grises.

Se inclinó sobre el borde del óculo y observó detenidamente la oscuridad de abajo. Un puntito de luz lejano le mostró dónde estaba el representante, sentado en un banco que recorría la pared. Tendría el dinero junto a él y estaría contándolo a la luz de una vela. Luego, Ezio buscó las cadenas que sujetaban los incensarios. Ninguna estaba a su alcance, pero si pudiera...

Cambió de posición y bajó las piernas por el borde de la abertura circular, agarrándose a ella con ambas manos. Era un riesgo enorme, pero las cadenas parecían antiguas y sólidas, y mucho más pesadas de lo que había esperado. Miró cómo estaban enganchadas al techo y por lo que vio, estaban agarradas firmemente a la piedra maciza.

No quedaba más remedio. Se impulsó fuerte con las manos y se lanzó de lado hacia el vacío.

Por un momento pareció que estaba suspendido en el aire, como si el aire mismo lo estuviera sosteniendo, como hace el agua con un nadador, pero entonces comenzó a caer.

Sus brazos se agitaron hacia delante, deseó que su cuerpo se acercara a la cadena más próxima y la cogió. Los eslabones se resbalaron por sus guantes y se deslizó unos cuantos metros antes de poder asirse con firmeza; entonces se encontró columpiándose en la oscuridad. Escuchó. No había oído nada y estaba demasiado oscuro para que el representante viera la cadena oscilando desde donde estaba sentado, allí abajo. Ezio miró hacia la luz. Seguía ardiendo y no había señal de alarma.

Fue bajando a ritmo constante hasta que estuvo a unos seis metros del suelo. Estaba muy cerca del representante y veía su silueta encorvada sobre las bolsas de dinero, mientras las monedas de oro resplandecían a la luz de la vela. Ezio podía oír al hombre murmurando y el suave chasquido rítmico del ábaco.

De repente, hubo un terrible ruido que procedía de arriba, de algo que se rompía. La cadena ya no podía aguantar más su peso y se había soltado. Ezio saltó de la cadena que se deslizó en sus manos y se lanzó hacia la vela. Mientras volaba por los aires oyó que el representante, asustado, decía «¿quién anda ahí?» y un ruido que parecía interminable mientras la cadena de cuarenta y dos metros caía serpenteando hacia el suelo. Gracias a Dios, las puertas de la iglesia estaban cerradas y su grosor amortiguaría cualquier sonido del interior.

Ezio cayó sobre el representante con todo su peso, le dejó sin respiración, y ambos quedaron despatarrados en el suelo, el representante con los brazos y las piernas abiertos debajo de Ezio.

Se retorció para librarse de él, pero Ezio lo tenía agarrado por el brazo.

—¿Quién eres? ¡Dios, protégeme! —exclamó el representante, aterrorizado.

—Lo siento, amigo —dijo Ezio mientras sacaba la hoja oculta.

—¿Qué? ¡No! ¡No! —farfulló—. ¡Mira, coge el dinero! ¡Es tuyo! ¡Es tuyo!

Ezio le sujetó con fuerza y lo atrajo hacia él.

—¡Aléjate de mí!


Requiescat in pace
—dijo Ezio.

Ezio enseguida le quitó la túnica, se la puso encima de su ropa, se cubrió la cara con un pañuelo y se caló bien su gorro. La túnica era un poco ceñida, pero no le quedaba del todo mal. Después, terminó de traspasar el dinero de las bolsas a una caja metálica que el representante había llevado para aquel propósito y donde ya había guardado la mayor parte de las monedas. Añadió el libro de cuentas, dejó allí el ábaco y las bolsas de cuero, y se metió la caja metálica debajo del brazo para salir por la puerta. Había oído hablar bastante tiempo al representante para saber cómo imitarlo de manera aceptable, o al menos eso esperaba. De todas maneras, tenía que arriesgarse.

Al acercarse a la puerta, se abrió y el capitán dijo:

—¿Va todo bien ahí dentro?

—Ya he acabado.

—Bien, date prisa, Luigi o llegaremos tarde.

Ezio salió hacia el pórtico.

—¿Está todo?

Ezio asintió.


Va bene
—dijo el capitán. Luego se volvió a los hombres que sujetaban a Egidio y les ordenó resueltamente—: Matadlo.

—¡Espera! —dijo Ezio.

—¿Qué?

—No le matéis.

El capitán parecía sorprendido.

—Pero ése es... ése es el procedimiento habitual, ¿no, Luigi? Además, ¿sabes lo que ha hecho este tío?

—Tengo órdenes del mismo banquero de que a este hombre se le perdone la vida.

—¿Puedo preguntar por qué?

—¿Cuestionas las órdenes del banquero?

El capitán se encogió de hombros y les hizo una señal a los guardias con la cabeza para que soltaran al senador.

—Tienes suerte —le dijo a Egidio, que tuvo el sentido común de no mirar a Ezio antes de salir corriendo sin mediar más palabra.

El capitán se volvió hacia Ezio.

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