Assur (72 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

BOOK: Assur
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El esfuerzo hecho a los remos había secado sus gargantas y varios de los hombres echaron mano al rocío acumulado en las hojas más grandes y refrescaron sus labios disfrutando del dulce sabor del agua fresca y limpia.

En ocasiones el terreno los obligó a desandar el trecho cubierto, pero finalmente encontraron una vía que les permitió subir hasta el punto más alto del montecito que formaba la cima de aquel islote barrido por suaves vientos que corrían hacia el estrecho.

Desde esa cima pudieron distinguir fácilmente el cambio en los colores del océano, que se oscurecía a medida que ganaba profundidad hacia el oriente.

Assur recordó a Gutier y aquella otra mañana de su infancia en la que el infanzón le había enseñado el golfo de Adóbrica desde un otero al norte de Brigantium.

Hacia el oeste se abría poco a poco el estrecho de bajíos en el que la corriente que los había traído desde Markland se revolvía con la influencia de las mareas.

Y hacia el sur se adivinaba el contorno de la gran isla que Assur había imaginado: un lugar cubierto de bosques y rodeado de amplias bahías de playones con arenas claras bañadas por aguas poco profundas. Como una copia agigantada del islote desde el que la contemplaban, la gran isla crecía hacia el sur elevándose sobre enormes bosques regados por lagos y ríos. Un territorio similar a aquellos que ya habían dejado más al norte, pero que parecía bendecido por un clima mucho más benigno que permitía a aquellos árboles desconocidos crecer hasta casi las veinte varas de alto. Eran, sin duda, fértiles tierras que estaban allí ofreciéndoles riquezas inimaginables y llamándolos para encontrar el camino a la gloria que buscaban.

—Atracaremos en una de esas ensenadas —dijo Leif señalando las bahías de la mayor de las islas—, luego enviaremos partidas para recorrer la costa del estrecho. Y ya decidiremos si merece la pena volver a embarcarse y seguir explorando. Por ahora, creo que ha llegado el momento de darles a los hombres unos días de descanso.

La marea baja los sorprendió en aquellas aguas someras, haciendo que el Gnod fondeara en la suave arena de la ensenada, posándose como una platija. Y era un buen lugar para quedarse varado, un puerto natural, recogido y bien protegido, con un brazo de tierra que hacía las veces de rompeolas. Era uno de los menores de entre la serie de pequeños golfos y bahías que, decorados por escollos y cayos, formaban el irregular cabo norte de la gran isla que habían visto.

La quilla había crujido lastimeramente, pero Assur no se inquietó, les había visto hacer lo mismo muchas veces. Sabía que aquel era un procedimiento habitual entre los nórdicos, algo que podían hacer gracias a la ligereza y al poco calado de sus barcos, que incluso en el caso de los mayores cargueros, como el Gnod, tenían muy poca obra viva.

Leif organizó todo en unos instantes. Dejó a un destacamento reducido en el
knörr
varado, y ordenó al resto de la tripulación marchar a tierra firme cargando con los suministros y las pieles, la zona parecía prometedora y el patrón se había reafirmado en su decisión, acamparían allí.

La retirada del mar había convertido aquella franja de la ensenada en una marisma de brillantes arenas húmedas que dificultaban la caminata. Los pies se enterraban hasta el tobillo y a cada paso los hombres tenían que esforzarse para no perder sus botas en el lodo, que parecía tener vida propia y ser capaz de tirar de ellas. Por toda la ensenada se oían las maldiciones de los marinos entre aquellos sonidos de pasos, que recordaban al batir de palmas en el agua.

Un penetrante olor iodado los cubría, y el sol brillaba en los charcos que la marea había dejado atrás. En ellos se movían pececillos y erizos de mar, y un par de hombres se entretuvieron recogiendo algo fresco para la comida. Manojos de algas mucilaginosas se veían esparcidos por doquier.

Más allá de la línea de pleamar el terreno se iba elevando con suaves repechos cubiertos de praderías de verdes intensos en los que anidaban algunas zancudas. Y a su izquierda vieron el desagüe de un tortuoso río que se revolvía entre las suaves cañadas cubiertas de hierba.

Antes de que cayese la tarde ya habían elegido una estrecha planicie orientada de norte a sur y bordeada por aquel arroyo de aguas limpias. Sujetaron las pieles de sus tiendas con largas ramas que cortaron allí mismo y prendieron hogueras con las que calentarse.

Leif dividió a los hombres y les mandó explorar los alrededores, quería saber a qué atenerse. Bram bordeó la costa hacia el sur junto con dos miembros más de la tripulación, Halfdan y el Tuerto la siguieron hacia el norte, Karlsefni y los otros colonos norteños acompañaron a los gemelos, que fueron destacados para recoger leña de reserva y echarles un vistazo a los bosques, y unos cuantos buscaron altozanos para establecer turnos de vigía. Tyrkir recibió la orden de seguir el río y asegurarse de que el suministro de agua dulce era fiable. El Sureño eligió a Ulfr como compañero.

Los dos, sin
brynjas
pero con sus espadas, remontaron la orilla derecha del cauce observando como el agua saltaba entre las peñas. El río se retorcía y se dejaba caer hasta el mar entre rocas erosionadas que le ayudaban a remansarse y enseñar sus limpias aguas transparentes.

—Eso parecen salmones —dijo Tyrkir. El contramaestre señalaba un remanso del río en el que los flancos plateados de los peces devolvían destellos de luz—. A Leif le encantará saberlo, tendremos pescado fresco asegurado hasta mediados del verano.

Assur observó con atención, recordando los saltos del Mácara, en los que de niño había pescado aquellos fuertes peces de cachas plateadas. La escena le resultó melancólicamente conocida: la mayoría de los salmones aprovechaban las zonas más tranquilas del pequeño pozo para recuperar fuerzas y unos pocos, vigorizados por el ansia del celo, coleaban para acelerar antes de saltar la caída de blanca agua espumosa que formaba la cabecera del remanso. Solo unos cuantos lo conseguían al primer intento, pero los que fallaban no se rendían, después de descansar dejándose mecer en la suave corriente de las orillas, o pegados al lecho del río, volvían a intentarlo con denuedo. Todos estaban obsesionados con llegar a las fuentes del río para frezar a tiempo y permitir a sus esguines disfrutar de la bonanza del verano y engordar con la abundancia de insectos del estío.

Acortando los tramos curvos y caminando a través de las praderías, no les llevó mucho llegar hasta una plácida laguna, calma como metal bruñido, en la que se formaba el nacimiento del río. Allí los salmones se orillaban buscando las zonas de puesta que más les convencían. Assur sabía lo que pasaría cuando llegase el otoño; las hembras, más cortas y rotundas, se ladearían para abrir un surco en la grava a base de coletazos en el que depositar sus huevos anaranjados, y los machos, más afilados y de cabezas ganchudas, las esperarían para cubrir la freza.

—Siento que saliera mal —dijo Tyrkir de pronto sorprendiendo al hispano.

Assur se tomó un tiempo para mirar fijamente al Sureño, que bajo su frente ancha y despejada, surcada de arrugas y marcas de la edad, lo miraba con llana franqueza de intensos ojos castaños.

—Es solo culpa mía. Tú me lo advertiste y yo me equivoqué —concedió el hispano con aplastante sinceridad.

Tyrkir revolvió sus escasos cabellos con sus manos encallecidas notando los dolores que la edad había traído a las articulaciones de sus dedos. El Sureño, encantado por haber llegado una vez más a destino bajo las órdenes de su patrón, se había atrevido a hacer el comentario llevado por el buen humor; y ahora dudaba, pensando en si era o no prudente añadir algo, cuando Ulfr habló de nuevo.

—Al menos ella está bien…

Un salmón se cebó en una enorme mosca de la piedra que revoloteaba infructuosamente a ras de agua, y el chapoteo rompió el tenso momento.

—Será mejor que volvamos y le contemos a Leif lo que hemos descubierto. Esa laguna es un buen lugar para fondear el Gnod, es demasiado grande y pesado para dejarlo varado como un
langskip

Durante su regreso no hubo aliento para más palabras. Y aunque Tyrkir sentía cierta curiosidad, no se atrevió a importunar al antiguo ballenero. Por su parte, Assur no tenía en el contramaestre la misma confianza que había aprendido a depositar en Leif Eiriksson, por lo que no se sintió con ánimos de hablarle de su pasado o aclarar los problemas que le había causado su antigua condición de esclavo.

Llegaron los últimos. A las traqueteadas rodillas del contramaestre les costó un enorme esfuerzo recorrer la última milla y Assur había tenido que relajar el paso para no perderlo. Leif ya estaba departiendo con el resto de los tripulantes, y recibió con agrado la noticia sobre los salmones y el fondeadero.

Un poco más tarde aquella noche, después de que muchos se hubieran excedido con las raciones de hidromiel que Leif había dado permiso para repartir, el patrón comentó sus impresiones con el contramaestre.

—Esta ensenada es fácilmente defendible.

Tyrkir asintió con cierta incertidumbre. Por primera vez en años no había sabido moderarse, y ahora el exceso de alcohol le estaba nublando la mente.

—Y está bien resguardada… Las tierras son fértiles, hay agua dulce a mano, y además de los salmones podríamos aprovecharnos de las bajas mareas para capturar peces planos…

Leif echó un trago de hidromiel antes de continuar. Y Tyrkir, ilusionado por haber llevado a buen fin aquella nueva aventura, se animó a acompañar a su patrón.

—Desde aquí podemos explorar las tierras del sur, y ver si le podemos sacar a este lugar algo más que madera. Y el invierno tiene pinta de ser benigno, seguro que hará menos frío que en Groenland.

Tyrkir estuvo una vez más de acuerdo.

—Nos quedaremos aquí, no debemos volver sin saber qué más podemos encontrar, no puedo permitirme cometer el mismo error que Bjarni.

—Tu padre te despellejaría si lo hicieses —dijo Tyrkir con cierta impertinencia, más alentado por el hidromiel que por la confianza que los años de relación habían forjado.

Pero Leif no se tomó a mal la salida de tono de su contramaestre, a fin de cuentas, el Sureño era para él como un segundo padre.

—Sí, desde el pescuezo a los pies —concedió Leif con una amplia sonrisa—, me despellejaría y curtiría la piel para hacerse unas botas. Así que nos quedaremos y veremos lo que encontramos… Estoy seguro de que podemos exprimir algo más estos territorios…

Pero Tyrkir no llegó a escucharlo, el hidromiel trasegado había conseguido adormecerlo y el contramaestre cabeceaba respirando con contundencia. Leif lo miró inclinando el rostro. Estaba exultante, y era obvio que haber conseguido llegar a aquellos desconocidos territorios de poniente había elevado el ánimo de todos, hasta del circunspecto contramaestre. Con anterioridad, y a pesar de todos los años que llevaban juntos, solo había visto al Sureño tan borracho como para dormirse en otro par de ocasiones. Probablemente al baqueteado contramaestre le molestaban sus cansadas articulaciones y había recurrido al calor del alcohol para calmar su dolor.

Se oían gritos y ronquidos, y algunos ya se jugaban las ganancias que aún no habían conseguido en unas apuestas que Halfdan había organizado. Karlsefni era incapaz de tenerse en pie y balbuceaba incoherencias. Por el contrario, los dos enormes gemelos cantaban tan desafinados como para que los de alrededor tuvieran que apartarse tapándose los oídos. Todos los tripulantes del Gnod parecían compartir la dicha de haber descubierto aquellas nuevas tierras.

Leif se sentía elevado más allá del Midgard de los hombres, y ya parecía oír los versos que lo recordarían. Al fin, como había hecho su padre, entraría a formar parte de la historia, y su leyenda se narraría como tantas otras. Sería recordado como Sigurd el Volsungo o Grettir el Fuerte. Las
eddas
hablarían de sus travesías y sus logros.

Y, con un poco de suerte, si en aquellas tierras había algo más que madera, incluso podría sobreponerse a la alargada sombra de la fama de su padre.

Se quedarían allí a pasar el invierno e intentarían encontrar minerales, ámbar, pieles, hierro, oro. Y para la próxima primavera volverían a Groenland precedidos de gloria.

Aquella fue una decisión de la que Leif tendría la oportunidad de llegar a arrepentirse. El patrón fue uno de los pocos que sobrevivió.

Tenían a mano cuanto precisaban. El granito y el gneis afloraban en distintos lugares rompiendo el manto verde de las praderías, se elevaban y formaban la escabrosa sierra que se extendía imponente hacia el suroeste, una solemne serie de cerros que escondían las puestas de sol como las almenas de una fortaleza. Por todos lados crecían aquellos árboles desconocidos de dura madera; altos y bien formados, se alzaban hacia el cielo aprovechándose de las suaves temperaturas. Y, en aquellas tierras oscuras y fecundas que llenaban el aire con dulces aromas en las mañanas húmedas, abundaban campos fértiles a todo su alrededor, ofreciéndoles multitud de lugares en los que hacerse con tepe y zarzo.

Leif impartió órdenes concisas y muy pronto todo el mundo tuvo algo que hacer. Helgi y Finnbogi, los gemelos que hacían las veces de carpinteros, ayudados por los exiliados de la colonia norte, consiguieron hachas de entre las herramientas y armas de los pañoles del Gnod y empezaron a talar los mejores maderos, no tendrían tiempo para dejarlos curar como era debido, pero si querían un techo para resguardarse en invierno, no quedaba otro remedio. Además, recibieron el encargo de ir desmochando una buena provisión de ejemplares de aquella especie desconocida, de las distintas variedades de fuertes piceas y de abedules; al llegar la primavera, justo antes de regresar a Groenland, los cortarían. Al patrón le gustaba tener el trabajo adelantado, y si no encontraban en aquellas tierras mercancías de mayor valor, aquellos maderos supondrían un inestimable cargamento que alcanzaría precios más que apetecibles una vez de vuelta en las
tierras verdes
.

Pero había muchas más cosas que hacer que procurarse un techado. El curtido
knörr
fue vaciado para elevar su línea de flotación y, aprovechando la pleamar, lo obligaron a remontar a golpe de remo el río de los salmones. Atracaron el veterano navío en el plácido lago, que era un embarcadero natural bien resguardado, a salvo de las posibles tormentas inesperadas que pudieran arrasar la ensenada. Y también era un buen lugar para poder reparar la jimelga, que se había resquebrajado el día en que la rápida retirada de la marea en las someras aguas de la bahía los había sorprendido y obligado a fondear el navío.

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