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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (26 page)

BOOK: Atlántida
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—¡Eh, chico! —le dijo otro conductor—. ¡Lárgate de aquí! ¿Es que quieres provocar una explosión?

—Entra en esa cafetería de ahí —le señaló Randall, que volvió a frotarse las sienes para aliviar el dolor de cabeza—. Ahora mismo voy, si es que consigo aparcar.

Joey apretó el paso, porque fuera hacía frío. Aunque lucía el sol, según los termómetros de la calle se hallaban a seis grados. Mientras caminaba hacia la cafetería, un bonito edificio de ladrillo pardo con tejado rojo a dos aguas, consultó el móvil.

Era un mensaje oficial, una especie de alarma que debían estar recibiendo todos los teléfonos activos en la zona.

ALERTA AMARILLA

Por información recibida del USGS (Servicio de Inspección Geológica), el Departamento de Servicios de Emergencia de California informa de que ha iniciado una operación de campo centrada en Mammoth Lakes para monitorizar la actividad sísmica y la deformación del terreno en la zona de la caldera de Long Valley. Esta actividad es síntoma de movimientos magmáticos en la corteza. Lo más probable es que la actividad descienda a niveles normales dentro de unas semanas. Existe, sin embargo, una pequeña posibilidad de que la actividad pueda aumentar y evolucionar hasta convertirse en una erupción volcánica, por lo que queremos avisar a la población.

Cuando terminó de leerlo ya había llegado a la cafetería. Randall no tardó mucho en llegar.

—He conseguido aparcar antes de lo que esperaba. Había un par de coches con mucha prisa por marcharse.

Joey iba a enseñarle el móvil, pero no fue necesario. Al entrar, lo primero que vieron fue el mensaje de la alerta amarilla en una gran pantalla al fondo del local.

—¿Es muy grave? —preguntó Joey. Una alarma oficial parecía un asunto grave.

—¡Quiá! —dijo el camarero que se acercó a atenderlos. Era una especie de motero con larga barba gris, coleta trenzada a la espalda y barriga cervecera—. Es el mismo rollo de siempre. Al gobierno le encanta jodernos el negocio. ¿Qué va a ser?

Joey pidió una hamburguesa doble con queso y patatas fritas, y Randall un sandwich vegetal. Cuando venía a cenar a casa de los Carrasco, nunca quería carne ni pescado. Joey nunca le había preguntado la razón, pero ahora su pequeña aventura les otorgaba cierta complicidad.

—¿Eres vegetariano?

—Más o menos.

—¿No te gusta la carne?

—No es por eso. Prefiero no acabar con ninguna vida. No existe nada en el Universo más importante que la vida. Cada vida es algo único e irrepetible, Joey.

—Ya, pero cuando te comes una lechuga o una coliflor primero las tienes que arrancar del suelo, así que es como si las hubieras asesinado.

—Muy agudo, Joey. Pero algo tengo que comer, ¿no crees? Al menos, las lechugas y las coliflores poseen menos grado de conciencia que las vacas y los cerdos, así que confío en que sufran menos por su muerte.

—Ya, pero algo sufrirán. Aunque sea muy poco.

—Si por mí fuera, me comería las piedras. Pero me temo que mi estómago no las digiere bien. Además —añadió Randall en tono misterioso—, incluso las rocas están vivas a su modo.

—Pero ¿y si te estuvieras muriendo de hambre en una isla desierta y sólo tuvieras a mano gallinas y cerdos?

—Esperaría a que las gallinas pusieran huevos y me los comería.

—Vale. ¿Y si fueran pollos?

—Entonces no tendría más remedio que comérmelos a ellos.

—Pues no eres vegetariano de verdad.

—Ya te he dicho que para mí lo más importante es la vida. El que ama la vida tiene que empezar por amar la suya propia, ¿no te parece?

—O sea, que matarías a un ser vivo por sobrevivir, ¿no?

—Si no me quedara otro remedio…

—¿Y si fuera una persona?

—Depende. Si se trata de una persona de catorce años que se dedica a hacer preguntas indiscretas…, me lo pensaría.

—Muy gracioso —dijo Joey, poniendo los ojos en blanco, un gesto que sacaba de, quicio a su madre—. Pero ¿alguna vez has matado a…?

—Chssss. Se acerca el camarero. No querrás que te escuche y me incrimine por homicidio, ¿verdad?

El camarero plantó ante ellos la hamburguesa y el sandwich, más una coca-cola y un vaso de té helado. En una mesa cercana, un hombre y una mujer miraban constantemente a la pantalla. Cuando se repitió la alerta, ambos se levantaron y salieron de la cafetería. Un matrimonio con dos niños imitó su ejemplo. Los pedidos de ambos aún no habían salido de la cocina.

—¡Lo que les decía! —gruñó el camarero, dirigiéndose a Randall y Joey—. Ya han empezado a fastidiarme el negocio. ¿Ustedes también van a salir corriendo?

—Sólo cuando tengamos el estómago bien lleno —respondió Randall.

—Mire a su alrededor. ¿Ve a toda la gente que está de pie en la barra?

Echaron un vistazo. Por la confiada familiaridad con que consumían sus cafés, sus hamburguesas y sus ensaladas, Joey pensó que la mayoría de los clientes de la barra debían de ser lugareños.

—Son de aquí, ¿verdad?

—Usted lo ha dicho. ¿Ve que alguno se ponga nervioso por lo que sale en esa maldita pantalla?

Si lo estaban, pensó Joey, lo disimulaban muy bien. Todo lo más, alguno miraba de reojo a la pantalla y hacía un comentario despectivo. Por fin, el anuncio de alerta desapareció, sustituido por imágenes de un campeonato de esquí.

—Mire —prosiguió el camarero—, yo ya he visto lo mío en este lugar. Acabo de cumplir sesenta años, ¿sabe?

—¿De veras? —preguntó Randall—. ¡Quién lo diría!

El tipo sonrió, halagado. Desde la cocina le gritaron algo, él contestó que le dejaran en paz y siguió hablando con Randall.

—Pues sí, señor. Me acuerdo perfectamente de los terremotos que tuvimos aquí en 1980. No se crea que fueron poca cosa: más de seis en la escala de Richmond.

—Se llama escala de… —empezó a corregir Joey, pero Randall le dio un codazo para que se callara.

—No llegó a pasar nada, porque aquí las casas están tan bien construidas como en la falla de San Andrés. Pero esto se llenó de geólogos que no hacían más que decir: «Es una señal. ¡Va a estallar el volcán!». Por cada geólogo que aparecía, se largaba un turista y las casas bajaban diez mil dólares. ¡USGS! ¿Sabe cómo lo llamamos aquí? United States Guessing Survey
[4]
.

—Muy ingenioso —dijo Randall.

—Por cierto, ¿no será usted geólogo y ha venido aquí a gafarme el negocio?

—¡Dios me libre!

El camarero sonrió de medio lado, le rellenó el vaso de té helado y, por fin, se acercó a la cocina a recoger la siguiente comanda.

En ese momento empezó a sonar el móvil de Joey. Era su madre. Apagó el volumen y contestó con un mensaje.
«No puedo hablar ahora, mamá. Estoy en clase».
El truco todavía le serviría un par de horas más. Luego ella empezaría a escamarse.

Cuando se guardó el móvil en el bolsillo sintió una leve trepidación bajo los pies. A veces notaba lo mismo en el instituto, cuando los chicos de la clase del primer piso salían al recreo. Pero no creía que debajo de la cafetería hubiera un aula. Aquello tenía que ser un terremoto.

Randall también se había dado cuenta.

—Termínate la hamburguesa cuanto antes. No debería haberte traído aquí.

—Soy californiano. No me asusta un temblor de nada.

Randall se puso serio un momento, y después sonrió.

—Eres valiente. Pero siento no haber estado atento cuando tus padres se fueron el domingo.

—¿Por qué?

—De haber sabido que iban a San Diego, les habría dicho que te llevaran con ellos. San Diego puede ser un buen sitio si las cosas se ponen feas. Quizá deberías decirles que tengan preparado su equipaje por si tienen que bajar a México.

—Si les digo eso se preocuparán todavía más por mí.

—En eso tienes razón. Ya se lo dirás más tarde. ¿Has terminado? Vámonos.

Randall dejó veinte dólares encima del mostrador, hizo un gesto al camarero para despedirse y salió de la cafetería. Joey dio un último sorbo a su coca-cola y corrió tras él.

—¿Dónde vamos? ¿Volvemos a Fresno?

—No. Ya que hemos llegado hasta tan lejos quiero comprobar algo. No tardaremos ni media hora en llegar.

Tras montar en el coche, se dirigieron hacia la montaña, pero en lugar de acercarse a las pistas de esquí se desviaron hacia el sur dejando la mole de roca y nieve a su derecha. La carretera se adentró entre bosques de pinos y abetos y empezó a ascender poco a poco. Aunque se cruzaron con varios automóviles, resultaba imposible saber si sus ocupantes huían del lugar asustados por la alerta amarilla o simplemente bajaban al pueblo a comer. También se toparon con un coche de la policía, pero los agentes no les detuvieron ni les advirtieron de nada.

A pesar de que en los arcenes y debajo los árboles quedaban restos de nieve, los lagos que se encontraron por el camino se habían deshelado y parecían espejos azules en cuya superficie se reflejaban los árboles y las caprichosas formas de los picos que se alzaban sobre ellos. Comparado con Fresno y el SF Paradise, a Joey aquel lugar le parecía un paraíso de tranquilidad y aire puro. Le costaba creer que una amenaza letal latía semidormida bajo sus pies.

Miró el retrovisor por el rabillo del ojo y vio que había un vehículo detrás de ellos. Lo perdió de vista tras una curva, pero luego volvió a aparecer a la misma distancia que antes. Era un todoterreno azul, un híbrido que llevaba placas solares en el techo para complementar las baterías internas.

Por un momento Joey pensó que los estaban siguiendo. Pero al cabo de un rato, el todoterreno se detuvo en el arcén.

Siguieron entre los árboles, pasando junto a varios lagos. Randall, que conocía bien la zona, le fue diciendo los nombres. Primero los Lagos Gemelos, después el Mary y el pequeño lago Mamie. Por encima de éste y de la espesura se levantaba un picacho que destacaba entre los demás, solitario y afilado como un hacha gigantesca abandonada por un hombre prehistórico.

—Crystal Crag —dijo Randall.

—Hace rato que no nos cruzamos con ningún coche —dijo Joey, consultando su móvil con cierta aprensión. De momento, no había recibido más alertas.

—En esta zona vienen más pescadores y senderistas que esquiadores, y todavía hace algo de frío para ellos. Por eso hay tan poca gente.

Después de seguir un kilómetro más entre coníferas, llegaron junto a otro lago. En su lado norte, en una cuesta que preludiaba la ladera de la montaña, había un aparcamiento en forma de doble bucle. En él vieron otro todoterreno, pero estaba vacío.

—Deben ser excursionistas o pescadores que lo han dejado aquí para seguir hasta el lago McLeod —le explicó Randall, mientras paraba el Renegade y echaba el freno de mano, una acción que en los coches modernos ya era innecesaria.

—¿Y este lago como se llama?

—Horseshoe.

El móvil de Joey vibró en el bolsillo.

ALERTA NARANJA

La intensa actividad sísmica centrada actualmente en diversos focos de la caldera de Long Valley indica que cierto volumen de roca fundida está siendo inyectado en la corteza. Existe una alta probabilidad de que el magma alcance la superficie y produzca una erupción volcánica en las próximas horas o días.

No es posible predecir con precisión dónde saldrá el magma a la superficie, ni especificar la magnitud, duración o tipo de la erupción. Incluso es posible que el magma se detenga a cierta distancia de la superficie y no dé como resultado una erupción.

El mensaje seguía, mucho más largo que el de la alerta amarilla. ¿Cuántas palabras tendría la roja? Joey le pasó el teléfono a Randall, que leyó las primeras líneas con cara de preocupación.

—La verdad es que no entiendo por qué he venido aquí. —Randall meneó la cabeza. Después levantó la mirada hacia el lago y le devolvió el móvil a Joey—. Éste es un buen lugar para dar la vuelta. Pero antes quiero comprobar algo. Serán cinco minutos como mucho.

Ambos bajaron del coche. La brisa era gélida, pero los rayos de sol calentaban la ropa y lo poco de piel que Joey tenía expuesta al aire.

Estaban a unos cien metros del lago, que formaba una especie de triángulo cuyo vértice norte apuntaba hacia el aparcamiento. Pero lo que más llamó la atención a Joey se encontraba hacia el oeste, donde una flecha de madera anunciaba
AL LAGO McLEOD.

En esa zona se veían tocones cortados y árboles caídos en el suelo. A partir de ese punto se levantaba todo un bosque fantasmal, cientos, tal vez miles de pinos con las ramas peladas, flacos y desnudos como prisioneros de un campo de concentración vegetal. La parte inferior de los árboles se veía blancuzca e insana, descolorida como si los hubieran sumergido en lejía durante años, y bajo ellos no crecía ni una brizna de hierba.

Tampoco se oían pájaros.

Joey se acercó al borde del bosque muerto. En el suelo había un cartel de metal, boca abajo. Joey le dio la vuelta. Bajo una calavera roja, unas grandes letras negras advertían: «Peligro. Zona de riesgo. CO2».

Su profesora de biología les había dicho que el dióxido de carbono era peligroso, pero a largo plazo, porque provocaba el calentamiento global. ¿Qué riesgo inmediato podía suponer allí, junto al lago? Joey pensó que como los árboles se habían muerto ya no debían producir oxígeno, por lo que tal vez en esa zona había un exceso de CO2. Su madre le había dicho una vez que era malo dormir en una habitación con plantas, porque de noche absorbían el oxígeno.

Olisqueó el aire. No sabía si era por culpa del CO2, pero en el aire se percibía un ligero tufo a huevo podrido.

Se volvió hacia Randall para comentárselo. Su amigo estaba arrodillado, con los ojos cerrados y el cuerpo inclinado hasta el suelo, como un musulmán mirando a La Meca. O más bien, pensó al verlo con la oreja pegada a la arena, como un guía indio en las películas del Oeste.

Antes de que pudiera decirle nada, Joey oyó ruido de neumáticos. Por el primer bucle del aparcamiento acababa de entrar el todoterreno azul que había visto antes.

El coche aparcó a poca distancia del Renegade. De él salieron tres hombres. Había uno más, pero se quedó dentro, sentado en el asiento del copiloto.

Aquellos tipos le dieron mala espina a Joey. No tenían aspecto de turistas ni se comportaban como tales. Iban abrigados con chaquetones y gorras, pero por debajo llevaban pantalones de traje y zapatos de vestir.

BOOK: Atlántida
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