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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (38 page)

BOOK: Atlántida
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En cierto modo, aquella gran sala recordaba a un aparcamiento. Estaba iluminada por bombillas que dibujaban un círculo de luz en el centro, había varias columnas cuadradas que sustentaban el techo y el suelo era de cemento gris. Aunque no podía saberlo con seguridad, sospechó que aquella especie de hangar era un subterráneo excavado en la roca.

Pero enseguida dejó de pensar en ello, porque dentro del círculo de luz había algo que reclamaba toda su atención.

Una semiesfera perfecta de unos cinco metros de diámetro.

Iris recordó la cúpula que habían detectado el día anterior con el perfilador de fondos. No podía ser casualidad que la forma y el tamaño coincidieran. ¿Por qué se habían dado tanta prisa en sacarla del mar y traerla aquí?

No sólo la habían traído, sino que la habían limpiado a conciencia. Las luces le arrancaban brillos de oro entreverados con destellos verdosos. Aunque las bombillas encastradas en el techo emitían una luz estable, su reflejo sobre la cúpula metálica parecía vivo, como si la superficie del objeto fuera de mercurio.

Iris se acercó más. Al hacerlo, se le erizaron la nuca y los antebrazos y creyó oír una vibración, un zumbido casi imperceptible. Por lo que recordaba, aquel artefacto emitía un campo magnético.

Tocó la cúpula. Al hacerlo sintió en los dedos un cosquilleo inquietante. Aunque la superficie era lisa, le pareció palpar bajo ella un relieve. Sí, se sentía lisa y rugosa a la vez, como si sus dedos se hubieran duplicado y estuvieran en dos sitios simultáneamente.

El metal de la cúpula ondeó como un líquido. Sobre el fondo dorado apareció una especie de filigrana trazada con finísimos hilos verdes. Los hilos se extendieron y trenzaron tejiendo una red que rozó los dedos de Iris. El cosquilleo se hizo más intenso y las falanges se le tiñeron de verde, como si aquella especie do alga estuviera contaminando su piel. Al mismo tiempo escuchó un susurro casi imperceptible en su cabeza, un coro de infinitas voces fantasmales.

Iris apartó la mano como si la hubiera mordido una cobra. Cuando se miró las yemas de los dedos, le pareció ver cómo el trazado de líneas verdes se desvanecía ante sus ojos.

«¿Qué demonios es esto?», se preguntó, fascinada y asustada a la vez.

—Así que ha descubierto la cúpula de la Atlántida.

Al oír la voz a su espalda dio un respingo y se volvió, levantando las manos como si la apuntaran con una pistola.

Era Sideris, con cara de pocos amigos.

—Es usted. Qué susto me ha dado.

—No debería estar aquí, señorita.

«¿Desde cuándo es usted el portero de la mansión Kosmos?», pensó Iris, pero se mordió la lengua. Había algo en el gesto de Sideris que no presagiaba nada bueno.

—Lo siento, salí a dar una vuelta y me he extraviado. ¿Ha dicho usted que ésta es la cúpula de la Atlántida? ¿Qué quiere decir?

Sideris se acercó al artefacto y extendió la mano, sin llegar a rozar su superficie. Sus dedos tenían las uñas curvadas hacia abajo. «Dedos en palillo de tambor», pensó Iris. Era síntoma de que el sistema circulatorio de Sideris no conducía suficiente oxígeno. Lo sabía porque su padre los tenía igual.

—Hace unos días, el terremoto en el que murió la doctora Christakos nos hizo descubrir una cripta secreta. En ella había unas pinturas que representaban esta cúpula. ¿Sabe dónde estaba originalmente?

—¿Cómo puedo saberlo?

Sideris se volvió hacia ella.

—En la ciudad que se alzaba en la isla central de la Atlántida, al pie del volcán. Es tal como sostenía yo. Esas pinturas y esta cúpula demuestran que tenía razón.

—Pero, aunque hubiera una ciudad, ¿cómo puede saber que se trataba de la Atlántida?

—Porque había signos escritos en lineal A. Justo al lado de la cúpula se lee «A-ta-ra-na-ti-da ». Teniendo en cuenta que en lineal A la
l
y la
r
se escriben igual, sólo hay una lectura posible. Atlántida.

Iris volvió a mirar a la cúpula. A cierta distancia, la filigrana era tan fina que apenas se intuía como una mancha cambiante que teñía de verde la superficie dorada.

—Entonces la Atlántida existió…

—Es algo de lo que yo siempre he estado convencido. Los frescos y esta cúpula lo demuestran. ¿Ha oído hablar del oricalco?

Iris hizo memoria.

—¿No era un metal con propiedades desconocidas?

—Eso se ha dicho a menudo. En realidad, oricalco no significa más que «bronce de la montaña» en griego clásico. Como ya le he dicho, esta cúpula estaba situada bajo la cima del volcán, según demuestra el fresco que hemos hallado en la cripta. Ignoramos de qué material está construida esta semiesfera, pero de lejos se parece al bronce. ¿Lo entiende? Bronce más montaña nos da oricalco.

—Ya veo.

—Así que aquí tenemos la auténtica cúpula de oricalco, el metal secreto de la Atlántida. El descubrimiento más importante de la historia de la arqueología.

El rostro de Sideris resplandecía. Sin duda, ya se veía , apareciendo en informativos de máxima audiencia.

De pronto su gesto cambió. Frunciendo el ceño, se volvió hacia Iris.

—No puede contarle a nadie nada de lo que ha visto aquí. Aún es demasiado pronto para decir nada.

—No se preocupe por mí. Siempre he respetado la cláusula de confidencialidad.

—Eso no me basta.

—¿Cómo que no le basta?

Sideris avanzó un paso hacia ella. Su mirada era inquietante. ¿Pensaba atacarla? Era un hombre corpulento, pero duplicaba en edad a Iris y, por su barriga, el color sanguíneo de su cara y sus dedos, daba la impresión de que cualquier esfuerzo podía provocarle una angina de pecho.

«¿Con cuántos hombres tendré que pelearme hoy?», pensó.

—Escuche, Sideris. Soy vulcanóloga, no arqueóloga. No pretendo llevarme ninguna gloria por redescubrir un artefacto de la Atlántida. Se la dejo toda para usted —dijo, retrocediendo para alejarse de la cúpula.

—¿Cree que es la gloria personal lo que me mueve, jovencita? —dijo Sideris, enrojeciendo—. ¡Soy un científico! ¡Mi único afán es descubrir la verdad y ofrecérsela a la humanidad!

—Tranquilícese —dijo Iris, poniendo las palmas por delante y sin dejar de recular—. Le prometo que no le diré nada a nadie, ni siquiera a Finnur. Seré una tumba.

—¡Las promesas de una mujer no me sirven! —dijo Sideris, sin dejar de avanzar hacia ella.

«Dios mío, se ha vuelto loco», pensó Iris. Se dio la vuelta y, por segunda vez esa misma noche, se dispuso a correr.

Entre las sombras que rodeaban el círculo de luz oyó un rechinar metálico que le era familiar. Primero la pelea con Finnur y después la extraña actitud de Sideris la habían asustado. Pero ahora la invadió un pánico inexplicable, tan intenso que se agarró a su pecho y a su estómago y le arrugó las entrañas. Al igual que un conejo que cruza la carretera y se topa con los faros de un coche, Iris cayó de rodillas y se quedó paralizada.

—Usted no va a ir a ninguna parte, señorita —dijo una voz áspera como esmeril.

Iris se volvió hacia su derecha. La silla de ruedas del señor Kosmos entró en el círculo iluminado. El anciano tenía el cuello ladeado sobre la hombrera de la chaqueta, que formaba bolsas sobre su cuerpo. Pero toda la fuerza que les faltaba a sus miembros les sobraba a sus ojos duros y negros como obsidiana.

Iris no habría tenido más miedo aunque hubiese viajado en un avión con los motores ardiendo y cayendo en picado hacia el mar. Aquel oscuro temor que la poseía emanaba de Kosmos, como un olor putrefacto que no se captaba por la nariz, sino por algún sentido más antiguo conectado directamente con las vísceras. Iris pensó que aquel anciano maligno era capaz de descuartizar su cuerpo y después devorar su alma.

—Yo no… no le diré nada a nadie, lo juro —balbuceó.

—De eso estoy seguro —dijo Kosmos, cada vez más cerca.

—Señor Kosmos, por favor, no me haga nada… —suplicó. Los ojos se le habían llenado de lágrimas. ¿Por qué? ¿A qué se debía ese miedo innatural?

—¿Qué interés tendría yo en hacerle daño? Soy yo quien paga su seguro. —El anciano soltó una carcajada—. Pero tendrá que aceptar mi hospitalidad unos cuantos días más. Después de lo que ha visto, no puedo dejar que salga de Nea Thera.

La sensación de pavor era tan intensa que Iris se agarró el pecho, temiendo que el corazón le estallara como una granada de mano.

«Dios mío —pensó—. ¿Será así como murió Rena?».

Para asombro de Iris, el señor Kosmos se enderezó en la silla, apoyó las manos en ella y se puso en pie sin ningún esfuerzo. Al hacerlo, aquel traje que le formaba bolsas en los hombros y el pecho resbaló y se colocó por sí solo sobre su cuerpo. Aunque le quedaba grande, su caída revelaba que el cuerpo del anciano, lejos de estar contrahecho, era el de un atleta.

«¿Qué locura es ésta?», pensó Iris, respirando en bocanadas tan breves y apresuradas que apenas le llegaba oxígeno a los pulmones.

Kosmos avanzó hacia ella, muy despacio pero con el paso elástico y seguro de un hombre joven. Mientras lo hacía, se llevó la mano a la barbilla y tiró de la piel hasta arrancársela.

Piel no, se corrigió Iris. Era una máscara de látex o algún material parecido. Ahora comprendía el exceso de maquillaje. Era, en efecto, para disimular la edad, pero no del modo que ella había creído al principio. El rostro del hombre que seguía acercándose a ella no tenía apenas arrugas, aunque por lo serio de su gesto y lo duro de sus rasgos no lo habría calificado como joven.

«Si ha revelado delante de mí este secreto, es porque no me considera una amenaza», pensó Iris. Lo que significaba que pensaba matarla. ¿No habría hecho algo parecido con Rena?

Ella estaba en las excavaciones aquella noche. ¿Y si descubrió la cripta? Por eso Kosmos acabó con Rena provocándole un infarto.

«Eso es imposible», se rebatió a sí misma. Pero el pecho le dolía cada vez más, como si hurgaran bajo sus costillas con un picahielos.

—Déme su móvil —dijo el millonario, tendiéndole la mano.

Iris seguía tan aterrorizada que, aunque intentaba controlar sus esfínteres, se le habían escapado unas gotas de orina. Sin embargo, conservaba una mínima chispa de lucidez. Su única posibilidad de seguir viva era mantener una vía de comunicación con el exterior.

Se metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón y palpó un instante. El móvil extraoficial tenía una pequeña pegatina transparente. Tanteó hasta coger el otro, lo sacó del bolsillo y se lo entregó a Kosmos.

—No pienso contar nada, señor Kosmos. —No le hacía falta fingir para que su voz sonara con un trémolo de miedo—. Puede confiar en mí.

—Desde luego que no va a contar nada —respondió Kosmos, guardándose el teléfono. Sus ojos eran tan oscuros que el iris no se distinguía de la pupila.

Iris se llevó la mano al pecho. Hacía rato que los pinchazos eran tan insoportables que ya ni sentía el dolor de la mandíbula. Su corazón debía estar acercándose a las doscientas cincuenta pulsaciones. «Voy a morir», comprendió. No pudo evitarlo y cayó de rodillas ante Kosmos.

—¡No me mate, por favor! —sollozó—. ¡No sé qué he hecho, pero no me mate! ¡Por favor, por favor…!

El le puso la mano en la cabeza. De su palma emanaba un calor seco que, por contraste con la gelidez que sentía en su interior, hizo que Iris se estremeciera. Pero la sensación de pánico desapareció de repente. La ausencia de aquel miedo animal era casi equivalente a la felicidad absoluta, e Iris estuvo a punto de abrazar las rodillas de Kosmos para darle las gracias.

Pero aunque él estaba dominando sus emociones como un titiritero, en el fondo de su mente la razón de Iris seguía funcionando, y le decía: «No vas a salir de ésta».

Para confirmar aquel pensamiento, Kosmos le dijo:

—Aún no ha llegado el momento de eso, Iris. Cuando el la llegue tendremos que abrir la cúpula de oricalco. Y eso no puede hacerse sin derramar sangre.

»El viernes, cuando salga la luna llena, hablaremos.

Y, aunque ella misma no podía creer lo que le estaba pasando, cuando oyó aquellas palabras Iris sintió que una cálida felicidad se apoderaba de su cuerpo.

Jueves
Madrid

Enrique se levantó temprano, con dolor de cabeza y la impresión culpable de que la víspera había olvidado algo importante. Cuando se levantó al cuarto de baño y estuvo orinando un rato más de lo habitual, comprendió la razón de su jaqueca. En el Luque se había bebido tres jarras de cerveza. Una nadería para Herman y Gabriel, pero no para él, que solía pedir agua, coca-cola light o, como mucho, cerveza mezclada con limón

¿Había cometido alguna tontería? Aparte, por supuesto, de prestarle a Gabriel el Morpheus, uno de los pocos prototipos de que disponían y que costaba un riñón con cápsula suprarrenal incluida.

«No le habrás dicho nada más». Enrique hizo memoria. No, no había dicho ni hecho nada que Gabriel pudiera considerar una insinuación. Esa tentación le asaltaba a veces. Muchas, en realidad. Pero conocía demasiado a su amigo y sabía que era heterosexual puro. Seguramente, no lo rechazaría escandalizado como haría Herman —cuya homofobia debía provenir de que no tenía su orientación tan clara como él mismo creía—. Pero Enrique estaba convencido de que Gabriel ya no lo volvería a mirar de la misma forma, y no quería arriesgar su amistad con él.

Mientras consultaba el correo recordó la conversación que había mantenido en el Luque con Herman. Este le había contado un relato increíble sobre una anciana demente que soñaba con la Atlántida y que compartía sus sueños con Gabriel de forma telepática. En el bar, tras la impresión que le habían dejado el reportaje sobre la mega erupción y la conversación con su asesor de bolsa, estaba dispuesto a creerse todo. Ahora, a plena luz del día, ya lo veía todo con mucho más escepticismo.

«Oh, no», pensó al ver la bandeja de elementos enviados. Cuando llegó a casa a las doce y pico de la noche, un tanto achispado, le había enviado a Sybil Kosmos un mensaje en el que le detallaba toda la historia. ¿Qué pensaría de él cuando recibiera esa colección de disparates?

«No te preocupes tanto», se dijo. Probablemente ella lo borraría al recibirlo, sin tan siquiera molestarse en abrirlo.

Mientras desayunaba revisó las noticias. La erupción de Long Valley proseguía, ahora con cuatro chimeneas abiertas. Según varios artículos que leyó apresuradamente, las erupciones más intensas de las últimas décadas, como las del St. Helens o el Pinatubo, se concentraban en episodios muy violentos de unas pocas horas separados por periodos de cierto descanso. Sin embargo, la caldera de Long Valley no dejaba de sufrir explosiones constantes y de arrojar cenizas y aerosoles a la atmósfera en cantidades nunca vistas en época histórica.

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