Atlántida (70 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

BOOK: Atlántida
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También le entregó un mensaje personal para un amigo, un recado que Gabriel no entendió. Por último, le recordó algo:

«No hay tiempo que perder. Debes cumplir tu misión para que lo que he hecho sirva de algo».

Gabriel regresó a la malla central, el núcleo de la mente de la Gran Madre.

En realidad, aquella mente no estaba en ningún sitio. Era lo que los expertos definían como una cualidad emergente: aunque se sumaran las características de sus componentes, los nanobios, no surgiría nada ni remotamente parecido. La mente colectiva no residía en los puntos materiales que eran los propios nanobios, sino en la nube difusa e inmensa formada por sus intercambios de material genético y sus reacciones químicas y eléctricas.

La conciencia de la Tierra era, pues, una propiedad casi abstracta, algo que flotaba y se movía entre las conexiones, y como éstas no dejaban de cambiar, la conciencia de la Gran Madre también se transformaba continuamente.

No era materia. Era pura estructura.

Gabriel también captó el gran riesgo que suponía entrar en la cúpula para la médium femenina. Esa mente era tan inmensamente superior a la humana que, si Kiru intentaba fundirse por completo con ella, corría el peligro de esparcirse, de abrir demasiado la malla de su propia red para abarcarla entera. Si lo hacía, sus propias conexiones neurales se harían tan tenues que acabarían rompiéndose, y ella se perdería como el caudal de un río en el océano.

Pero también entendía que Kiru se dejase llevar. La mente de la Gran Madre creaba belleza en forma de matemáticas que describían mundos inexistentes, de metáforas que Gabriel no comprendía pero que hacían tañer cuerdas de su espíritu como si fuera un arpa, de músicas y armonías sinestésicas que dibujaban fractales de luz en la nada.

Y, sobre todo, la estructura de esa mente era tan increíblemente compleja que en sí misma era pura belleza.

Por eso Gabriel tenía que sujetar las riendas de Kiru, mantenerse algo apartado, utilizarla como una especie de telescopio para enfocar diversos puntos de la mente colectiva, pero reteniendo siempre el control.

Más no era momento de disfrutar de los incontables deleites estéticos y abstractos que ofrecía aquel vasto cerebro. Como le había recordado aquella voz, Gabriel tenía una misión que cumplir.

Gracias a la visión que le ofrecía la cúpula, Gabriel observó cómo el inmenso holograma de la mente colmena se superponía sobre la capa exterior del manto terrestre y extendía sus redes más abajo, hasta el manto interno e incluso la capa exterior del núcleo metálico.

Gabriel captó la estructura del planeta como un todo, y percibió los flujos que se estaban produciendo en su interior.

En el núcleo externo, las corrientes de metal líquido habían modificado sus movimientos, alterando de paso el campo magnético. Pero las anomalías magnéticas no eran algo buscado por la Gran Madre, sino una consecuencia. La clave estaba en los flujos de metal líquido del núcleo, que suministraban energía a todo el sistema. La Tierra estaba gastando parte de su capital, que no era otro que el calor que conservaba en su centro como residuo de los colosales choques entre los planetesimales que la habían formado.

En lugar de disipar esa energía con tanta parsimonia como lo había hecho durante miles de millones de años, la Gran Madre había «decidido» emplear parte de ese calor para fundir enormes bolsas de roca en el manto y crear una reacción en cadena.

Todo ello estaba provocando un incalculable aumento de presión que sólo tenía una salida natural: la superficie terrestre.

Donde, para su desgracia, habitaban los humanos.

Algunas de esas bolsas de roca fundida ya habían surgido a la superficie, cerca de las franjas donde unas placas tectónicas se hundían bajo otras. Así había ocurrido en Long Valley, en los Campi Flegri y en el Krakatoa, y así estaba a punto de ocurrir en Santorini.

Otras subían aprovechando los puntos calientes de los que le había hablado Iris. Gabriel los
vio,
literalmente. Se trataba de lugares situados en el interior de las placas, lejos de las zonas de subducción, donde unas colosales burbujas de magma conocidas como «plumas» ascendían desde el manto y se abrían paso hasta la superficie creando volcanes en el proceso.

Gracias a la visión que le ofrecía la cúpula, Gabriel comprendió que muchas de esas plumas eran en realidad cicatrices que aún supuraban, residuos de impactos de asteroides y cometas que habían abierto grandes heridas en el planeta. Por esas cicatrices, aprovechando senderos ya establecidos, subían ahora nuevas inyecciones masivas de roca fundida.

Gabriel vio que Yellowstone estaba a punto de reventar: sólo era cuestión de horas. Pero también se estaba acumulando presión bajo otros puntos calientes. Islandia, la patria de Iris, corría peligro de sufrir una erupción que superaría en varios órdenes de magnitud cualquier otra que hubiera conocido.

Se dio cuenta de que estaba intentando abarcar demasiado. Empezaba a perder a Kiru. Tiró de ella para acercarla, y le recordó:

«Eres Kiru. Te llamas Kiru. Te conozco como Kiru. Soy Gabriel. Me llamo Gabriel. Me conoces como Gabriel».

«Eres Gabriel. Amigo de Kiru», respondió débilmente ella, una nube rojiza y desvaída que intentaba reconstruirse.

Mientras daba tiempo a Kiru a recuperarse, Gabriel se concentró en lo que tenía cerca. Bajo la bahía de Santorini, la cámara de magma se estaba llenando a gran velocidad. El volumen de roca fundida era ya la mitad del que había visto con sus propios ojos antes del hundimiento de la Atlántida. Aunque la erupción que acababa de empezar no fuera tan violenta como la de la Edad de Bronce, bastaría para mandarlos a todos ellos por los aires.

¿Por qué estaba ocurriendo todo eso? ¿Por qué la Tierra había aumentado su flujo energético y por qué en cierto modo malgastaba sus ahorros?

¿Porque tenía calor? Eso era absurdo.

«Eres Gabriel. Amigo de Kiru».

Volvió a sentir junto a sí la presencia de Kiru, cálida y flexible, ingenua y sabia a su manera. Y con ella volvió a sumergirse en las profundidades del planeta, buscando el motivo que había desencadenado aquella inconcebible fuerza de destrucción.

Porque si quería negociar con la Gran Madre, necesitaba saber qué deseaba ella.

Pero por más que se sumergía en las profundidades, por más que exploraba arcos de subducción y plumas del manto, no lograba descubrir qué sentido tenía aquello.

Fuera de la cúpula

El trepidar era constante, y también se oían los contundentes impactos de las rocas que se estrellaban contra las paredes de Nea Thera. Iris se preguntó si podrían salir de allí, o si las puertas ya estarían bloqueadas por ceniza y piedra pómez.

Cada uno de los presentes intentaba sobrellevar los nervios como podía. No era tarea fácil. Estaban encerrados en un garaje donde cada vez hacía menos calor y se respiraba peor.

La cúpula seguía abierta, pero una especie de cortina de luz, como una aurora boreal a pequeña escala, cubría la puerta e impedía ver lo que ocurría en su interior. Iris se dio cuenta de que sentía un extraño resquemor al pensar en Gabriel en el interior de la cúpula con esa chica de mirada tan extraña. ¿Podían ser celos?

«Me temo que sí», se respondió.

«Centrémonos en la cúpula, Iris».

Por lo que había aprendido recientemente, la cúpula no sólo servía para explorar las entrañas de la Tierra, tal como creía Finnur. Hacía algo más: comunicarse con la mente de la Tierra, una mente colectiva. Esa Gaia en la que Iris siempre había creído.

¿De qué podía estar compuesta dicha mente? Necesitaban aprender algo sobre su naturaleza para negociar con ella. En los relatos de ciencia ficción, uno de los problemas básicos en el contacto entre humanos y alienígenas era la comunicación.

Pura etimología: si dos inteligencias no tienen nada en
común,
es imposible que encuentren elementos compartidos de referencia para hablar, para
comunicarse.

Y sin comunicación, no hay negociación posible. La única alternativa para conseguir lo que se quiere es el uso de la fuerza. Pero la fuerza quedaba descartada con la Gran Madre. ¿Cómo utilizarla contra una criatura que podía presumir de seis mil trillones de toneladas de músculo?

—¿Te has fijado en este diseño, Iris? —preguntó Enrique, uno de los amigos de Gabriel. Parecía un hombre muy agradable, y aunque no tenía modales afeminados Iris estaba casi segura de que era gay.

Iris se acercó a él. Los dedos de Enrique casi rozaban la superficie de la cúpula, pero después de lo que le había ocurrido a Randall ya nadie se atrevía a tocarla.

Las líneas verdes que cubrían el artefacto con una finísima malla y que también se habían apoderado de Randall no dejaban de moverse en tornadizos diseños.

—Esto parece un fractal —dijo Enrique, acercando el móvil a la cúpula. Cuando hizo zoom, Iris comprobó que el diseño ampliado diez veces era casi igual que el que veían a simple vista. Al subir a cincuenta aumentos ocurrió lo mismo.

Aquella filigrana parecía repetirse dentro de sí misma en toda su complejidad, pero cada vez a una escala más diminuta.

Un auténtico fractal.

—Y el campo eléctrico a su alrededor también varía —añadió Enrique, acercando los dedos a la figura metálica que había sido Randall. Los pelos del dorso de su mano subieron y bajaron a compás, como bailarinas sincronizadas—. ¿Cómo funcionará este artefacto?

—¡Nanobios!

Iris y Enrique se dieron la vuelta. Quien había hablado era Alborada. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una columna, y tenía abrazado al muchacho, que a su vez apretaba contra su pecho al perrito.

—Si ese aparato sirve para ponerse en contacto con esa mente colectiva, debe tener algo que ver con los nanobios —dijo Alborada.

—¿Nanobios? —preguntó Iris, acercándose a él—. ¿Ha dicho usted nanobios?

—Así los llamó él. Yo no había oído hablar de ellos en mi vida.

—¡Nanobios! —exclamó Enrique, y volvió a examinar la superficie de la cúpula con la lente del móvil—. Qué curioso. Estaba pensando en una nanoestructura.

—Hoy día todo es nano —gruñó Herman, el corpulento amigo de Gabriel.

—Sospecho que esto puede ser una especie de malla molecular —prosiguió Enrique—. Una red metálica de poros diminutos que sirve de alojamiento a una colonia de nanobios. Esos nanobios harían de médium entre las personas que utilizan la cúpula y la mente colectiva.

—¿Y quién construyó algo así? —preguntó Iris, acercándose de nuevo a la cúpula.

«A lo mejor tú podrías respondernos», se dijo, mirando a Randall, congelado en su gesto, con la frente apoyada en la cúpula como si compartiera para siempre sus pensamientos.

—Ni idea —respondió Enrique—. Pero es evidente que su función es comunicar a sus usuarios con la mente de la Tierra. Sospecho que tiene un diseño, una especie de
hardware
basado en el razonamiento humano, de tal modo que un hombre o una mujer puedan utilizarlo. Lo que sirve como puente para traducir nuestros pensamientos a los de esa mente colectiva y viceversa es la colonia de nanobios atrapada en esa malla molecular.

—Una teoría muy atractiva, señor Hisado —dijo Valbuena—, aunque podría tratarse de cualquier otra cosa ni remotamente parecida. Pero el problema que planteó el señor Espada antes de entrar en la cúpula sigue irresoluto. ¿Qué desea la Gran Madre? ¿Qué podemos ofrecerle los humanos antes de que nos envíe a todos volando a la Luna?

Los pensamientos de Iris formaron un remolino. Nanobios. La clave estaba en los nanobios, según Eyvindur. Pero también en la velocidad de escape. ¿Volar a la Luna, había dicho Valbuena? Para eso había que alcanzar la velocidad de escape, 11,2 kilómetros por segundo.

¿Para qué querría la Tierra proyectar fragmentos de sus propias entrañas a velocidad de escape?

Panspermia.

Según Eyvindur, la vida no era un fenómeno exclusivo de nuestro planeta, sino que se hallaba extendida por todo el Universo. Había llegado a la Tierra a bordo de fragmentos de cometas y asteroides, como si los nanobios fueran astronautas en improvisadas naves espaciales.

Así pues, la Tierra había sido fertilizada desde el espacio. Y ahora quería esparcir su propia semilla.

—¡Eso es! ¡Fertilización cósmica! —exclamó, dando un salto10 y aplaudiendo.

—¿Puede explicarnos la razón de su entusiasmo, señorita? —preguntó Valbuena.

Iris se explicó atropelladamente. Alborada y Herman pusieron gesto escéptico, pero Enrique y Valbuena captaron la idea a la primera y la aceptaron.

—Enhorabuena, señorita Iris —dijo Valbuena, con una leve reverencia—. Su teoría se me antoja plausible en sentido literal, y además verosímil.

Pese al elogio, Iris se desanimó de repente y dejó caer los hombros.

—Ya es demasiado tarde. Ahora Gabriel está solo en la cúpula, y no creo que lo adivine. Me temo que él no sabía nada de la velocidad de escape.

—Usted ya ha hecho su parte, señorita Iris —dijo Valbuena—. Deje que ahora me encargue yo.

Cúpula / manto / núcleo

El tiempo corría. La voz de Kiru era ya como un débil soplo de viento entre los sauces, e incluso ese viento se estaba agotando. Gabriel trató de retenerla junto a sí y se retiró a su refugio extradimensional a pensar. Pero por más que se esforzaba no comprendía nada. Los flujos de la Tierra continuaban y la cámara de magma se hinchaba bajo sus pies físicos. Y, mientras, la gran mente interpretaba para sí misma una vasta sinfonía que se dividía en miles de regiones musicales.

Gabriel podría haber disfrutado de aquella armonía el resto de su vida si el tiempo no apremiara tanto.

¿Qué estaba sucediendo?

¿Qué demonios quería la Tierra?

Fertilización cósmica.

Las palabras habían resonado en el interior de la cúpula, o dentro de su cabeza, o tal vez habían hecho vibrar las líneas inmateriales que unían a Gabriel con Kiru y, a través de ella, con la Gran Madre.

Lo que tenía claro era a quién pertenecía aquella voz.

A Valbuena.

No intente comunicarse. Este canal es unidireccional. Usted es receptor y yo emisor.

«Pues claro», pensó Gabriel, recordando la conversación sobre la telepatía que habían mantenido en casa de Valbuena.

¿Cree que adivinó aquella pregunta porque se me escapó un pensamiento sin querer? No ha nacido el alumno que copie conmigo si yo no quiero, señor Espada.

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