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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Aurora (10 page)

BOOK: Aurora
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San Pablo padecía una idea fija, o más bien, un
interrogante
fijo y siempre abrasador: saber qué relación guardaba con la ley judía, con
el cumplimiento de esa ley
. En su juventud quiso responder por sí mismo a sus dudas, ávido de esa distinción suprema que eran capaces de concebir los judíos, ese pueblo que ha practicado con mayor elevación que ningún otro la fantasía de la sublimidad moral, el único que ha unido la creación de un Dios santo con la idea de pecado, entendido como una falta contra esa santidad. San Pablo se convirtió a un tiempo en defensor fanático y en guardia de honor de ese Dios y de su ley. En su constante lucha o acecho contra los transgresores de dicha ley y contra quienes dudaban de ella, se mostraba duro e implacable, estando siempre dispuesto a castigarlos del modo más severo. Fue entonces cuando experimentó en sí mismo que un hombre como él —violento, sensual, melancólico y proclive al odio— no podía cumplir esa ley. Aún más —y esto debió parecerle más extraño todavía—, advirtió que su incontrolable ambición le impulsaba constantemente a transgredir la ley y que se veía incapacitado para resistir a esa tentación. ¿Qué quiere esto decir? ¿Era la
inclinación carnal
lo que le impelía a violar la ley? ¿No era más bien, como más tarde sospechó, que, tras esa inclinación, se encontraba la propia ley, que, al ser de todo punto imposible de observar, le impulsaba de suyo a que la transgrediera, con el irresistible encanto que comportaba su violación? En esa época, empero, San Pablo no disponía aún de semejante recurso. Quizá, como él mismo deja entrever, pesaban sobre su conciencia el odio, el crimen, la hechicería, la idolatría, la lujuria, los placeres del sexo y del alcohol; y por más que hiciera para aplacar su conciencia, y sobre todo sus ansias de dominio, con el fanatismo extremo que ponía en la defensa y en la veneración de la ley, había momentos en que se decía: «¡Todo es inútil! No es posible superar el tormento que supone incumplir la ley».

Lutero debió sentir algo similar cuando, en su convento, quiso llegar a encarnar al hombre del ideal eclesiástico; y del mismo modo que un día empezó a odiar a muerte ese ideal eclesiástico, al papa, a los santos y al clero en general, con un sentimiento que se intensificaba al no poderlo confesar, lo mismo le ocurrió a San Pablo. La ley se convirtió para él en una cruz en la que estaba clavado. ¡Cómo la odiaba! ¡Qué rencor sentía hacia ella! ¡Cómo se puso a buscar por todas partes la forma de
destruirla
, en lugar de cumplirla en su propia persona! Al fin, como tenía que sucederle a aquel epiléptico, se hizo de pronto la luz en su espíritu mediante una visión, y le asaltó una idea liberadora. El celoso observador de la ley, de la que estaba íntimamente hastiado, vio que Cristo se le aparecía, en un camino solitario, con el rostro iluminado por un divino resplandor, y que le decía: «¿Por qué me persigues?».

Sin embargo, lo que en realidad había sucedido era lo siguiente: que su espíritu se había iluminado de pronto y que se había dicho: «Es absurdo perseguir a Jesucristo. Este es el camino que yo buscaba, la venganza total. El, y sólo él, constituye el
aniquilador de la ley
». De este modo, el enfermo atormentado por el orgullo recuperó la salud; se esfumó su desesperación moral, puesto que la propia moral había desaparecido al quedar destruida, es decir,
cumplida
en lo alto de la cruz. Hasta entonces, esa muerte ignominiosa le había parecido el principal argumento contra la «vocación mesiánica» de la que hablaban los defensores de la nueva doctrina, pero ¿y si esa muerte había sido la condición necesaria para abolir la ley?

Las enormes consecuencias de esta idea repentina, de esta solución del enigma empezaron a agitarse en su cerebro, convirtiéndole, de pronto, en el más feliz de los hombres. Pensó que no ya el destino de los judíos, sino el de toda la humanidad, se encontraba ligado a ese instante de súbita iluminación; se creyó en posesión de la idea de las ideas, la clave de las claves, la luz de las luces, en torno a la cual giraría la historia en lo sucesivo. Desde ese momento, San Pablo se convirtió en el apóstol
destructor de la ley
. Morir para el mal equivalía a morir por la ley; vivir según la carne a vivir según la ley. Ser uno con Cristo equivalía a convertirse, como él, en destructor de la ley; morir en Cristo suponía morir también para la ley. «Aunque se puede seguir pecando —señaló—, ya no sé peca contra la ley. Estoy fuera de ésta». Y añadió: «Si ahora reconociese la ley y me sometiese a ella, convertiría a Cristo en cómplice del pecado», pues la ley no existiría más que para engendrar el pecado, al igual que la sangre corrompida produce la enfermedad. Dios no hubiera podido jamás decidir la muerte de Cristo, si hubiese sido posible cumplir la ley sin esa muerte. En adelante, no sólo se nos perdonan todos los pecados, sino que el pecado en si ha quedado abolido; en lo sucesivo, la ley ha muerto, así como el espíritu carnal en el que moraba, o al menos, ese espíritu está en trance de muerte y en vías de putrefacción. Sólo quedan unos días que seguir viviendo en medio de esta putrefacción. Tal es la suerte del cristiano antes de que, unido a Cristo, resucite con Cristo, participando con él de la gloria divina y siendo, como él,
hijo de Dios
. En este punto llegó al máximo la exaltación de San Pablo, y con ella la intemperancia de su alma. La idea de la unión con Cristo le hizo perder todo pudor, toda mesura, toda sumisión, y la indómita voluntad de dominio que en él se daba se tradujo en una embriaguez anticipada de la gloria
divina
. Así fue
el primer cristiano
, el creador del cristianismo. Antes de él, éste se reducía a una secta de judíos.

69. Inimitable.

Entre la envidia y la amistad, y entre el desprecio de uno mismo y el orgullo, se dan dos enormes tensiones. Los griegos vivían en la primera de estas tensiones; los cristianos, en la segunda.

70. Para qué sirve una inteligencia tosca.

La Iglesia cristiana es una enciclopedia de cultos antiguos, de concepciones de innumerables orígenes, y ésta es la razón de que haya tenido tanto éxito en sus misiones. Tanto antes como ahora podía ir a todas partes con la seguridad de que siempre encontraría algo afín a ella, algo que podría asimilar, insuflándole poco a poco su espíritu. La causa de la expansión de esta religión universal no ha sido lo que contiene de cristianismo, sino lo que hay en sus prácticas de universalmente pagano. Sus ideas, cuyas raíces se encuentran a un tiempo en el espíritu judío y en el espíritu helénico, supieron superar, desde un primer momento, tanto las diferencias y sutilezas raciales y nacionales, como los prejuicios. Con todo, por muy admirable que sea esta capacidad de casar los elementos más dispares, conviene no olvidar sus cualidades despreciables: su asombrosa tosquedad, esa cortedad de inteligencia de la Iglesia en el período de su formación que le permitió adaptarse a
todos los regímenes
y digerir contradicciones como si fueran piedras.

71. La venganza cristiana contra Roma.

Quizá no haya nada que hastíe tanto como un perpetuo vencedor. Durante doscientos años se había visto que Roma sometía a un pueblo tras otro; el círculo se había cerrado; daba la impresión de que el futuro estaba totalmente paralizado; todo parecía dispuesto a durar eternamente, a tener el carácter perenne del bronce. Quienes no conocemos otra melancolía que
la de las ruinas
, apenas podemos concebir esa otra melancolía tan distinta: la de las edificaciones eternas; melancolía de la que habría que defenderse como fuera; por ejemplo, con la ligereza de Horacio. Otros buscaron distintos consuelos contra un cansancio rayano en la desesperación, contra el mortal convencimiento de que, en adelante, no había esperanza alguna para la acción de la inteligencia y del corazón, de que en todas partes acechaba la araña fatal que succionaría implacablemente toda la sangre que manara. Ese odio mudo del espectador cansado, que ya duraba un siglo, ese odio contra Roma en todos los lugares que ésta dominaba, acabó por descargarse en el cristianismo, que metía en un mismo saco condenable a Roma, al
mundo
y al
pecado
. El cristianismo se vengó de Roma anunciando que el fin del mundo estaba cerca, y abriendo un nuevo futuro. —Roma había sabido convertirlo todo en historia de
su
pasado y de
su
presente—, un futuro contra el que Roma no podía hacer nada; se vengó de Roma concibiendo el
juicio
final. Y el judío crucificado, símbolo de salvación, aparecía, ante los orgullosos pretores de las provincias romanas, como el más hondo de los escarnios, ya que aquéllos se convertían en representantes de la perdición y del
mundo
, maduro ya para su caída.

72. La idea de «ultratumba».

El cristianismo halló esparcida por todo el imperio romano la idea de la existencia de las penas del infierno. Numerosos cultos secretos habían incubado esta idea con especial agrado, como si fuese la semilla más fecunda de su poderío. Epicuro creía que nada podemos hacer mejor por nuestros semejantes que extirpar esta creencia de raíz. El eco más hermoso de su triunfo lo encontramos en la boca de un seguidor de su doctrina: el romano Lucrecio, un discípulo sombrío desde luego, pero que supo abrirse paso hacia la luz. Lamentablemente, su triunfo llegó demasiado pronto. El cristianismo dio cobijo a la creencia en los horrores de la laguna Estigia, que ya empezaban a declinar; e hizo bien, pues, sin ese golpe de audacia, ¿cómo hubiera podido vencer, en pleno paganismo, la popularidad de los cultos de Mitra y de Isis? De este modo se ganó a las gentes miedosas, que son los adeptos más entusiastas de toda nueva fe.

Los judíos, que eran y siguen siendo un pueblo tan apegado —o más— a la vida como los griegos, habían cultivado muy poco esta idea. A estos hombres singulares les impresionaba suficientemente la amenaza definitiva de una muerte sin resurrección. No sólo no querían perder el cuerpo, sino que, con su refinado sentido egipcio de esta cuestión, trataban de conservarlo para toda la eternidad. (El mártir judío del que se habla en el libro segundo de los Macabeos no quiere renunciar a las entrañas que le han arrancado, y desea
tenerlas
cuando resuciten los muertos. Esto es muy típicamente judío). Los primeros cristianos estaban muy lejos de la idea de unos castigos eternos; creían haber sido liberados de la muerte y esperaban, día tras día, una metamorfosis y no una muerte. ¡Qué impresión debió de producir en aquellas gentes expectantes el primer fallecimiento! ¡Qué mezcla de asombro, de alegría, de duda, de pudor y de pasión! He aquí un tema digno realmente del genio de un gran artista! San Pablo no supo decir nada mejor, en alabanza de su Salvador, sino que había
abierto
a todos las puertas de la inmortalidad; no creía todavía en la resurrección de quienes no se salvaban; más aún, como consecuencia de su doctrina sobre la imposibilidad de cumplir la ley, y de la muerte como efecto del pecado, sospechaba que nadie había conseguido hasta entonces la inmortalidad (salvo un pequeño número de elegidos, y ello en virtud de una gracia especial y no por sus méritos). Sólo entonces
empezó
a abrirse paso la idea de inmortalidad, y pocos tenían acceso a ella: el orgullo del elegido no podía menos que imponer esta restricción.

Donde el apego a la vida no era tan grande como entre los judíos y los judeocristianos, y donde la perspectiva de la inmortalidad no parecía a primera vista más preciada que la perspectiva de una muerte definitiva, la creencia en el infierno —pagana, ciertamente, pero no del todo antijudaica— se convirtió en un instrumento eficaz en manos de los misioneros. Fue entonces cuando surgió la nueva doctrina de que el pecador y el que no se salva son también inmortales: la doctrina de la condenación eterna; y esta doctrina acabó imponiéndose a la idea de una muerte definitiva, idea que, a partir de este momento, empezó a declinar. La
ciencia
ha tenido que recuperar esta idea, rechazando a la vez toda otra representación de la muerte y toda forma de vida de ultratumba. En este aspecto, nos hemos empobrecido, porque hemos perdido algo importante: ya no contamos con una vida
después de la muerte
. Esto supone un indecible beneficio todavía demasiado reciente para ser considerado como tal en el mundo entero. Con ello, Epicuro ha vuelto a triunfar.

73. A favor de la verdad.

Aún seguís diciendo que la verdad del cristianismo se demuestra por la conducta virtuosa de los cristianos, por su firmeza ante el dolor, por su fe inquebrantable y, sobre todo, por su difusión y aumento, a pesar de todas las persecuciones. Esto es lamentable. Sabed que todo esto no prueba nada ni a favor ni en contra de la verdad; que la
verdad
no se demuestra por la
veracidad
, sino por otros procedimientos, y que ésta última no constituye en modo alguno un argumento en favor de la primera.

74. Una segunda intención de los cristianos.

Posiblemente, los primeros cristianos concibieron la idea de que más vale estar convencido de que uno es culpable que creerse inocente, pues nunca se sabe cuál será la predisposición de un juez tan
poderoso
como Dios; ya que es de temer que no espere hallar más que culpables que tienen conciencia de su culpa. Teniendo en cuenta su gran poder, es más fácil que perdone a un culpable a que reconozca que el hombre que se presenta ante él obró rectamente. Las gentes sencillas de una provincia, a la vista del pretor romano, se decían: «Es demasiado orgulloso para que nos podamos atrever a declararnos inocentes en su presencia». ¿Cómo no iba a proyectarse esta forma de pensar en la concepción que los primeros cristianos tuvieron del juez supremo?

75. Ni europeo ni noble.

El cristianismo tiene algo de oriental y de femenino, como pone de manifiesto, en relación a Dios, la idea de que «quien bien te quiere, te hará llorar»; ya que, en Oriente, las mujeres consideran que el hecho de que su esposo las castigue y las tenga encerradas constituye una prueba de amor por parte de éste, y se quejan cuando les falta este testimonio.

76. Reflexionar mal es convertir a algo en malo.

Las pasiones se vuelven malas y pérfidas cuando se las considera de una forma mala y pérfida. Así es como el cristianismo logró convertir a Eros y Afrodita —potencias sublimes y susceptibles de ser idealizadas— en genios del averno y en espíritus de corrupción, creando en la conciencia de los fieles, ante toda excitación sexual, remordimientos que llegaron a constituir un auténtico tormento. ¿No es horrible convertir sensaciones necesarias y constantes en una fuente de torturas interiores, haciendo que estas torturas interiores las sufran, de un modo necesario y constante, todos los hombres? Además, aunque esta miseria se mantenga oculta, no por ello posee raíces menos profundas, pues no todos tienen la valentía de reconocer, como hace Shakespeare en sus sonetos, su melancolía cristiana en este punto.

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