Aurora (15 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Aurora
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116. El mundo desconocido del «sujeto».

No hay nada que le resulte más difícil de conocer al hombre que el desconocimiento que tiene de sí mismo, desde los tiempos más remotos hasta hoy, y no sólo respecto al bien y al mal, sino también respecto a cuestiones mucho más importantes. De acuerdo con una vieja ilusión, creemos saber con toda exactitud cómo
se lleva a cabo una acción humana
en cada caso particular. No sólo Dios, que «ve en el fondo de los corazones», y el hombre que obra y reflexiona sobre su acción, sino cualquiera otra persona está segura de entender el fenómeno de la acción que lleva a cabo su prójimo. Todos los antiguos y casi todos los modernos creían y siguen creyendo que sabemos lo que queremos y lo que hacemos, que somos libres y responsables de nuestros actos, y que hacemos a los demás responsables de los suyos, que podemos designar todas las posibilidades morales, todos los movimientos internos que preceden a un acto, que cualquiera que sea la forma de actuar, nos comprendemos a nosotros mismos y comprendemos a todos los demás. Sócrates y Platón, que en esta cuestión se mostraron como grandes escépticos y como admirables innovadores, fueron, sin embargo, excesivamente crédulos en lo relativo a este nefasto prejuicio, al profundo error de pretender que
el entendimiento recto debe ir seguido necesariamente de la acción recta
. A causa de este principio todos los grandes hombres heredaron la locura y la pretensión universales de suponer que se conoce la esencia de un acto. La única razón que esgrimen esos grandes hombres para demostrar tal idea es que sería horrible que la comprensión de la esencia de un acto recto no fuera seguida del acto recto correspondiente; lo contrario les parece algo impensable y absurdo. Y, sin embargo, lo contrario es, precisamente, lo que corresponde a la realidad desnuda, tal y como ésta aparece diaria y constantemente, desde toda la eternidad. ¿No es una verdad
terrible
que lo que podemos saber de un acto no sea nunca suficiente para llevarlo a cabo; que hasta hoy no se haya podido explicaren ningún caso el tránsito que va del entendimiento de un acto a la realización del mismo? Los actos no son nunca lo que parecen. ¡Nos ha costado tanto trabajo darnos cuenta de que lo externo no es como nos parece! Pues bien: lo mismo sucede con el mundo interno. Los actos no son, realmente, algo
ajeno
—eso es todo lo que podemos decir—; y todos los actos nos son, esencialmente, desconocidos. Pero la creencia habitual es y sigue siendo lo contrario; en contra nuestra está el más viejo realismo. Hasta hoy la humanidad ha venido creyendo que un acto es como nos parece que es. (Al releer estas palabras, recuerdo un pasaje muy significativo de Schopenhauer que voy a citar como prueba de que también él seguía aferrado, sin el más mínimo escrúpulo, a este realismo moral: «Cada uno de nosotros somos, en realidad, un juez moral, competente y perfecto, que conoce con exactitud el bien y el mal, siempre y cuando no se trate de sus actos propios, sino de los ajenos, y respecto a los cuales puede contentarse con aprobarlos o desaprobarlos, recayendo sobre los hombros de otro el peso de su realización. En consecuencia, cada uno puede cumplir, como confesor, el papel de Dios».)

117. En una cárcel.

Sean penetrantes o débiles, mis ojos no ven más que hasta una determinada distancia. Veo y obro dentro de un espacio, constituye mi destino más cercano, grande o pequeño; un destino del que no puedo escapar. En torno a cada ser, se extiende, pues, un círculo que le es propio. De igual modo, mi oído me encierra en un pequeño espacio; y lo mismo cabe decir de mi tacto. Dentro de estos horizontes en los que nos encierran nuestros sentimientos como si fueran los muros de una cárcel, medimos el mundo diciendo que esto está cerca y aquello lejos; que esto es grande y aquello pequeño; que esto es duro y aquello blando. A esta forma de medir, que en sí no es más que un error, le llamamos
sensación
.

Según el número de sucesos y de emociones que, por término medio, hemos podido tener en un tiempo determinado, medimos nuestra vida, considerándola corta o larga, rica o pobre, fecunda o estéril, y con arreglo a lo que es el término medio de la vida humana, medimos —lo que en si no es más que otro error— la de todos los demás seres.

Si tuviéramos unos ojos cien veces más penetrantes para lo cercano, el tamaño del hombre nos parecería enorme. Cabría imaginar incluso unos órganos a través de los cuales el hombre resultaría inconmensurable. Por otra parte, determinados órganos podrían estar configurados de forma que redujeran y empequeñecieran sistemas solares enteros hasta hacerlos semejantes a una sola célula de un cuerpo humano; y para seres de un orden inverso esa sola célula podría aparecer, en su constitución, movimiento y armonía, como un sistema solar. Los hábitos de nuestros sentidos nos han envuelto en una tela de sensaciones engañosas que son, a su vez, la base de todos nuestros juicios y de nuestro
entendimiento
. No hay salida ni escape posibles; no hay acceso alguno al mundo real. Estamos dentro de una tela de araña, y sólo podemos captar con ella aquello que se deje coger.

118. ¿Qué es el prójimo?

¿Cuáles son los límites de nuestro prójimo, esto es, aquello en virtud de lo cual nos deja, por así decirlo, su huella? Todo lo que entendemos del prójimo son los
cambios
que, en virtud suya, se operan en
nuestra persona
; lo que sabemos de él es como un
molde
vacío. Le atribuimos los sentimientos que sus actos provocan en nosotros y le conferimos así el reflejo de una realidad falsa. Lo concebimos de acuerdo con el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, haciendo de él un satélite de nuestro propio sistema, y cuando se ilumina o cuando se oscurece para nosotros, somos nosotros la causa última de ello, aunque supongamos todo lo contrario. ¡En qué mundo de fantasmas vivimos!: un mundo invertido y vacío, al que, sin embargo, vemos, como en un sueño, del
derecho
y
lleno
.

119. Vivir es inventar.

Sea cual sea el grado de autoconocimiento que alcancemos, lo más incompleto será siempre la imagen que nos formamos de nuestra individualidad. Ni siquiera podemos designar los instintos más primarios; su número y su fuerza, su flujo y su reflujo, su acción recíproca, y, sobre todo, las leyes que rigen su
satisfacción
, nos son totalmente desconocidas. En consecuencia, esta satisfacción es obra del azar; los sucesos de nuestra vida cotidiana lanzan su presa a un instinto o a otro, que se apodera de ella con avidez, pero el vaivén de estos sucesos no guarda ninguna correlación razonable con las necesidades de satisfacción del conjunto de los instintos, de forma que siempre ocurrirán dos cosas: que unos adelgazarán y se morirán de inanición, y otros estarán sobrealimentados. Cada momento de nuestra vida hace que crezca alguno de los tentáculos de ese pulpo que es nuestro ser, y que otros se sequen, según el alimento que dicho momento les da o les deja de dar. Desde este punto de vista, todas nuestras experiencias son alimentos, aunque esparcidos por una mano ciega que ignora quién tiene hambre y quién está harto. Habida cuenta de que es el azar quien se encarga de nutrir cada una de sus partes, el estado de) pulpo, en cuanto a su desarrollo completo se refiere, resulta tan fortuito como lo fue su propio desarrollo. Por decirlo más exactamente, si un instinto se encuentra en situación de tener que ser satisfecho, o de ejercer su fuerza, o de satisfacerla, o de llenar un vacío —hablando en lenguaje figurado—, considerará cada suceso del día para ver cómo puede usarlo con vistas a ese fin. Cualquiera que sea la situación del hombre —ya ande o repose, lea o hable, se enoje y luche o esté alegre—, el instinto excitado tanteará cada una de estas situaciones. En la mayoría de los casos, no hallará nada a su gusto y habrá de esperar y continuar sediento. Si pasa algún tiempo, se debilitará; y si no es satisfecho en el plazo de unos días o de unos meses, se secará como una planta a la que le falta agua.

Esta crueldad del azar quedaría tal vez de manifiesto con colores más vivos, si todos los instintos exigieran ser satisfechos con tanta urgencia como el
hambre
, que no se contenta con alimentos
vistos en sueños
; pero la mayoría de los instintos, sobre todo los llamados «morales», se satisfacen así, si es que cabe suponer que los ensueños pueden servir para
compensar de algún modo
la falta accidental de alimento durante el día. ¿Por qué el ensueño de ayer estuvo impregnado de ternura y de lágrimas, el de anteayer resultó agradable y fantasioso, y otros, más lejanos aún, fueron aventureros y llenos de ansiosas búsquedas? ¿A qué se debe que en este ensueño disfrute de las bellezas inefables de la música y en aquel otro vuele y me eleve por encima de las más altas cumbres, con la voluptuosidad del águila? Estas fantasías en las que se descargan y se ejercitan nuestros instintos de ternura, de ironía o de excentricidad, nuestras ansias de música o de elevación (y cada uno de nosotros podría poner ejemplos más elocuentes) son las interpretaciones de nuestras excitaciones nerviosas durante el sueño, interpretaciones muy libres y muy arbitrarias, de la circulación sanguínea, de la acción intestinal, de la presión de los brazos o de la ropa de la cama, del sonido de las campanas de una iglesia, del chirrido de una veleta, de los pasos de un noctámbulo y de otras cosas por el estilo. Si este texto que, por lo general, suele ser el mismo una noche que otra, recibe comentarios tan variados que hasta la razón creadora
imagina
, ayer u hoy,
causas
tan diferentes para las mismas excitaciones nerviosas, ello se debe a que el inspirador de esta razón es diferente hoy que ayer; ayer era un instinto el que quería satisfacerse, manifestarse, ejercitarse, aliviarse y descargarse; y hoy es otro.

La vida en estado de vigilia no posee la misma
libertad
de interpretación que la vida del ensueño; es menos poética, menos descontrolada; pero ¿he de decir que nuestros instintos, en estado de vigilia, no hacen tampoco otra cosa que interpretar las excitaciones nerviosas y determinar las causas de estas necesidades de los instintos? ¿He de añadir que no existe una diferencia
esencial
entre el estado de vigilia y el de ensueño; que incluso comparando grados de cultura muy diferentes, la libertad de interpretación que se ejerce en uno de tales grados no es inferior en nada a la libertad de interpretación en sueños del otro grado; que nuestras valoraciones y nuestros juicios morales son más que imágenes y fantasías que encubren un proceso fisiológico desconocido para nosotros, una especie de lenguaje convencional con el que se designan determinadas excitaciones nerviosas; que todo lo que llamamos conciencia no es, en suma, sino el comentario más o menos fantástico de un texto desconocido, quizá incognoscible, pero presentido?

Fijémonos en cualquier hecho insignificante. Supongamos que, al atravesar una plaza pública, un individuo se burla de nosotros. Según domine en nuestro interior un instinto u otro, este incidente tendrá para nosotros tal o cual significación, y de acuerdo con el tipo de persona que seamos, el hecho en cuestión tendrá un carácter distinto. Para uno la burla le resultará tan indiferente como una gota de lluvia; otro se la quitará de encima como si se sacudiera una mosca; otro verá en esto un motivo de pendencia; otro examinará su ropa por si hay en ella algo que haga reír; otro pensará, como consecuencia de ello, en lo ridículo en sí; y hasta puede que haya alguien que se alegre de haber contribuido involuntariamente a añadir un rayo de sol a la alegría del mundo. En cada uno de estos casos, se satisface un instinto, ya sea el de despecho, el de agresividad, el de reflexión o el de benevolencia. Cualquiera de estos instintos se apodera del incidente como si fuera una presa. Pero ¿por qué precisamente lo hace uno en concreto? Porque estaba al acecho, ávido y hambriento.

Hace un momento, a las once de la mañana, un hombre se ha desplomado fulminantemente a mis pies. Todas las mujeres del vecindario se han puesto a dar gritos. Yo me he levantado y he estado esperando a su lado a que recobrara el habla. Mientras lo he estado haciendo, no se ha alterado ni un solo músculo de mi rostro, ni se ha apoderado de mí ningún sentimiento de miedo o de compasión. He hecho sencillamente lo que había que hacer, ¡o más urgente y razonable, y luego me he marchado impasible!. Si el día anterior me hubieran anunciado que al día siguiente, a las once, iba a desplomarse un hombre a mis pies, habría sufrido las ansiedades más diversas, no habría dormido en toda la noche, y en el momento decisivo, tal vez me hubiera sucedido lo mismo que a ese hombre, en lugar de ayudarle. En este espacio de tiempo, todos los instintos imaginables habrían tenido tiempo de representarse el suceso y de comentarlo. ¿Qué son, entonces, los sucesos de nuestra vida? Es mucho más lo que ponemos en ellos que lo que contienen en realidad. Cabría decir incluso que, en sí mismos, son vacíos. Vivir equivale a inventar.

120. Para tranquilidad del escéptico.

«No tengo ni la menor idea de lo que
hago
. No tengo ni la menor idea de lo que
debo hacer
». Tienes razón, pero puedes estar seguro de una cosa: de que
eres tú quien lo hace
, en cada momento de tu vida. La humanidad ha confundido, en todas las épocas, la voz activa y la voz pasiva. Esta ha sido su falta eterna de gramática.

121. La «causa» y el «efecto».

En este espejo —pues nuestra inteligencia es un espejo— hay algo que se refleja con regularidad. A una cosa determinada sucede siempre otra cosa determinada. Cuando advertimos este hecho y queremos darle un nombre, hablamos de causa y de efecto. ¡Qué insensatos somos! ¡Cómo si así hubiéramos entendido o podido entender algo! Lo que hemos visto no es más que las imágenes de causas y de efectos. Y esta visión en imagen es lo que nos impide ver los lazos esenciales que implica una sucesión.

122. Las causas finales referidas a la naturaleza.

Quien investigue con imparcialidad la evolución del ojo y de sus formas en los seres inferiores para mostrar el lento desarrollo del órgano visual, llegará necesariamente a la sorprendente conclusión de que el fin de la formación del ojo
no
ha sido la vista, sino que ésta surgió cuando el
azar
había constituido el órgano. Un ejemplo de éstos basta por sí solo para que se nos caiga de los ojos la idea de causas finales, que actúa como si fuera una telaraña.

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