123. La razón.
¿Cómo apareció la razón en el mundo? De un modo irracional, como debía ser: por virtud del azar. Habrá que descifrar este azar como enigma que es.
124. ¿Qué es querer?
Nos reímos de quien sale a la puerta de su casa en el momento en que asoma el sol por el horizonte, y dice: «Quiero que salga el sol»; y del que, al no poder parar una rueda, exclama: «Quiero que ruede»; y del que es derribado en un combate y dice: «Estoy en el suelo porque quiero». Pero —bromas aparte— ¿hacemos algo distinto de lo que hacen estos hombres cuando empleamos la palabra «quiero».?
125. «El reino de la libertad».
Podemos imaginarnos muchas más cosas de las que podemos hacer y vivir, lo que quiere decir que nuestro pensamiento es superficial y que, al contentarse con la superficie, ni siquiera repara en ella. Si nuestra inteligencia se hubiese
desarrollado
seriamente, de acuerdo con la medida de nuestras fuerzas y del ejercicio que hacemos de ella, consideraríamos que el primer principio de nuestra reflexión consiste en que no podemos comprender más que lo que podemos hacer, si es que existe una comprensión en términos generales. Quien tiene sed está privado de agua, pero su espíritu le está presentando constantemente la imagen del agua, como si fuera fácil conseguirla. El carácter superficial y sumamente contentadizo de la inteligencia no puede comprender que exista una auténtica necesidad, y se siente superior a ella: está orgullosa de ser más poderosa, de correr más deprisa, de llegar en un momento a la meta. Esta es la razón de que, frente al reino de la acción, de la volición y de la
vida
, el reino de las ideas aparezca como
el reino de la libertad
, pese a que, como ya he dicho, no es más que el reino de lo superficial y de lo contentadizo.
126. El olvido.
Aún está por demostrar la existencia del olvido. Todo lo que sabemos es que no depende de nosotros el acordarnos de algo en el momento que queremos. A esa laguna de nuestro poder le hemos dado provisionalmente el nombre de olvido, contabilizándolo como si fuera un poder más. Pero ¿qué es, en última instancia, lo que depende de nosotros? Si esta palabra designa una laguna de nuestro poder, ¿no designarán también las demás palabras lagunas que deja abiertas el
conocimiento
que tenemos de nuestro poder?
127. «Con vistas a un fin».
Los actos humanos menos comprensibles son los que se realizan con vistas a un fin, dado que siempre han sido considerados los más inteligibles y los que, para nuestro entendimiento, resultan más habituales. Los grandes problemas se encuentran tirados en medio de la calle.
128. El ensueño y la responsabilidad.
¡Queréis ser responsables de todo, excepto de vuestros sueños! ¡Qué mísera debilidad! ¡Qué falta de valentía lógica! ¡Pero si nada os pertenece tanto como lo que soñáis! ¡Nada es más obra vuestra que esto! En esta comedia, vosotros desempeñáis todos los papeles. Sois la trama, la forma, la duración, el actor y el espectador. Y esto es lo que os da miedo y vergüenza. Ya Edipo, el sabio Edipo, trataba de consolarse pensando que lo que soñamos depende de nosotros; de lo que deduzco que la mayoría de la gente tiene que reprocharse sueños terribles. Si no fuera por esto, ¡cuánto no se habría explotado su nocturna poesía en favor del orgullo del hombre! Debo añadir que el sabio Edipo tenía razón al pensar que no somos realmente responsables de nuestros sueños, como tampoco lo somos de nuestros estados de vigilia; que la doctrina del libre albedrío es hija del orgullo y del sentimiento de poder humanos. Tal vez haya repetido ya esto demasiadas veces, pero ello no es una razón para que sea mentira.
129. La presunta lucha de motivos.
Se habla de una
lucha de motivos
, pero lo que esta expresión designa no es precisamente eso. Quiero decir que, cuando nuestra conciencia delibera antes de realizar una acción, se presentan ante ella las
consecuencias
de diferentes actos que creemos poder ejecutar y las comparamos entre sí. Creemos que hemos decidido realizar un acto cuando hemos considerado que sus consecuencias serán las más favorables. Antes de llegar a esta conclusión, nos atormentamos —con frecuencia lealmente— a causa de las grandes dificultades que supone prever las consecuencias y percibirlas por entero, sin excepción y en toda su extensión, después de lo cual habrá que calcular, además, la parte que hay que conceder al azar. Pero entonces viene lo más difícil: Todas las consecuencias que, con tanta dificultad, hemos estado calibrando por separado, han de ser medidas en una misma balanza para ser sopesadas entre sí. El problema está en que, muy frecuentemente, en esta casuística de las ventajas, nos falta una balanza unitaria, ya que la cualidad de cada una de las consecuencias imaginables exige un instrumento de medida diferente. Con todo, aunque saliéramos bien de esta operación, así como de las anteriores, porque el azar hubiese puesto en nuestro camino consecuencias mensurables entre sí, al imaginarnos las consecuencias de un determinado acto, nos faltará un motivo para llevarlo a cabo. ¡Sí, un motivo! Ahora bien, en el momento en que nos decidamos a obrar, nos veremos determinados por un tipo de motivos, distintos del aquí descrito: el que forma parte de
la imagen de las consecuencias
. Es entonces cuando actúa el hábito de ejercitar nuestras fuerzas, o el impulso de una persona a la que tememos, respetamos o amamos, o la indolencia que nos lleva a hacer lo que tenemos más a mano, o, por último, el despertar de la imaginación que en el momento decisivo provoca cualquier acontecimiento nimio. En este instante entra en juego también el elemento corporal, que se presenta sin que podamos determinar su influencia exacta, o el humor del momento, o el asalto de cualquier pasión que, por azar, estaba preparándose a asaltarnos. Lo que quiero decir, en suma, es que en ese momento entran en juego motivos que nos son desconocidos o que no conocemos bien, y que no podemos tener en cuenta en nuestros cálculos previos.
Puede que, entre estos motivos, se dé también una lucha, un tira y afloja, una rebelión y una represión de unidades. Esta sería la auténtica
lucha de motivos
, que, para nosotros, resultaría imperceptible e inconsciente. He calculado la sucesión de las cosas y los éxitos; pero esa línea de batalla resulta muy confusa: ni yo la determino, ni tan siquiera la veo. La propia lucha es secreta, como también lo es la victoria en cuanto tal; aunque sé bien que terminaré haciendo una cosa concreta, desconozco cuál ha sido el motivo que ha acabado imponiéndose. Estamos habituados, en efecto, a no tener en cuenta estos fenómenos inconscientes y a no imaginar la preparación de un acto en lo que tiene de inconsciente. Por eso confundimos la lucha de motivos con la comparación de las consecuencias posibles de los distintos actos. Y esta confusión es la más fecunda en cuanto a resultados nefastos se refiere, para el desarrollo de la moral.
130. ¿Causas finales?
¿
Voluntad
? Nos hemos habituado a creer en dos reinos: el reino de las
causas finales
y de la
voluntad
, y el reino del azar. En éste último, todo carece de sentido; todo sucede, va y viene, sin que nadie pueda decirnos por qué ni para qué. A este poderoso reino de la gran estupidez cósmica le tenemos miedo, pues, por lo general, trabamos contacto con él cuando cae en el otro mundo (el de las causas finales y de las intenciones), como una teja desprendida de un tejado, destruyendo siempre alguno de nuestros fines sublimes.
Esta creencia en ambos reinos proviene de un antiguo romanticismo y de una leyenda: nosotros, que somos unos enanos maliciosos con voluntad y causas finales, nos vemos importunados, estorbados, pisoteados y hasta abatidos por unos gigantes imbéciles y más que imbéciles: los caprichos del azar Sin embargo, no querríamos vernos privados de la terrible poesía de semejantes vecinos, dado que estos monstruos suelen aparecer cuando, en la telaraña de las causas finales, la existencia se ha vuelto demasiado aburrida y demasiado pusilánime, y provocan una diversión de índole superior, desgarrando de pronto con sus manos toda la tela. No es que sea ésta la intención de tales seres irracionales. Ni siquiera tienen conciencia de ello. Pero sus manos, toscamente óseas, pasan a través de la tela como si fuera aire puro. A este reino de lo imponderable y de la sublime y eterna falta de inteligencia, los griegos le daban el nombre de
moira
, y lo situaban como un horizonte en torno a sus dioses, horizonte fuera del cual no podían ni ver ni obrar. En muchos pueblos, sin embargo, cabe observar una íntima rebeldía contra los dioses; se aceptaba adorarlos, es cierto, pero se reservaba en la mano un triunfo sobre ellos. Los hindúes y los persas, por ejemplo, imaginaban que los dioses dependían de los
sacrificios
humanos, de forma que, llegado el caso, los mortales podían dejarles morir de hambre y de sed. Los duros y melancólicos escandinavos concibieron la idea de una futura caída de los dioses, lo que les procuraba el deleite de una venganza silenciosa, en compensación por el miedo constante que les inspiraban. Esto no sucede, sin embargo, en el caso del cristianismo, cuyas ideas fundamentales no eran ni hindúes, ni persas, ni griegas, ni escandinavas. El cristianismo, que enseñó a adorar, rodilla en tierra, el
espíritu de poder
, y pretendió que después se besara también la tierra, dio a entender que ese todopoderoso
reino de la estupidez
no está tan falto de inteligencia como parece, y que, por el contrario, los estúpidos somos nosotros, al no advertir que, tras ese reino, está un Dios amoroso, encubierto hasta entonces bajo el nombre de raza de gigantes o de
moira
, y que él es quien teje la tela de las causas finales, una tela que al ser más fina aún que la de nuestra inteligencia, hace que ésta la considere necesariamente incomprensible e incluso irracional.
Esta leyenda suponía una inversión tan atrevida y una paradoja tan audaz, que la extrema fragilidad a la que había llegado el mundo antiguo no pudo resistirla: tan loca y contradictoria resultaba la cuestión; ya que, dicho sea en confianza, en ella se daba una contradicción: si nuestra razón no puede adivinar la razón y los fines de Dios, ¿cómo pudo entonces adivinar la adecuación de su razón, la razón de la razón y la adecuación de la razón de Dios?
En tiempos más recientes, los hombres han cuestionado con desconfianza que la teja caída de un tejado sea lanzada por el
amor divino
, y hemos empezado a volver sobre las antiguas huellas del romanticismo de los gigantes y los enanos. Ya es tiempo, pues, de que
reconozcamos
que los gigantes gobiernan también en nuestro mundo particular de las causas finales y de la razón. A veces, somos nosotros mismos quienes desgarramos nuestras propias telas, y con tanta brutalidad como lo haría la famosa teja que se desprende. Todo lo que llamamos finalidad no es tal, y mucho menos es voluntad todo lo que designamos con este nombre. Si concluís diciendo que sólo existe el reino de la falta de inteligencia y del azar, no habrá más que añadir, pues tal vez no haya más que un solo reino, quizá no existan ni voluntad ni causas finales, acaso sean un producto de nuestra imaginación. Esas férreas manos de la necesidad que lanzan el dado del azar, continúan jugando indefinidamente; es preciso, pues, que ciertas jugadas tengan la apariencia perfecta de la finalidad y de la sabiduría. Puede que nuestros actos voluntarios, nuestras causas finales, no sean más que esas jugadas, y que seamos demasiado torpes y vanidosos para comprender nuestra extrema estrechez de espíritu, que no sepamos que somos nosotros mismos quienes lanzamos los dados con manos de hierro, y que hasta en nuestros actos más intencionados lo único que hagamos sea jugar al juego de la necesidad. ¡Quizá sea así! Para ir más allá de ese
quizá
, se precisaría haber sido huésped del infierno, comensal de Perséfone y haber apostado y jugado a los dados con la propia anfitriona.
131. Las modas morales.
¡Cómo han cambiado todos los juicios morales! Aquellas obras maestras de la moral antigua, las mayores de todas —como las que surgieron del genio de Epicteto, por ejemplo—, ignoran la exaltación del espíritu de sacrificio, del vivir para los demás, que hoy resulta habitual. Según la moral actualmente en uso, habría que tachar literalmente de inmorales a aquellos moralistas, ya que lucharon con todas sus fuerzas por su
ego
y
en contra
de la compasión que nos inspiran los demás (sobre todo sus sufrimientos y sus dolores morales). Claro que tal vez ellos nos podrían contestar: «Si eres para ti un objeto de aburrimiento y un espectáculo tan feo, haces bien en pensar en los demás antes que en ti».
132. Los últimos ecos del cristianismo en la moral.
«La compasión es lo que nos hace buenos, luego tiene que haber una cierta compasión en todos nuestros sentimientos». Así razona la moral de hoy en día. ¿De dónde procede esta idea? El hecho de que el hombre que realiza actos sociales a impulsos de la simpatía, del desinterés particular y del interés general sea considerado actualmente como el hombre
moral
por excelencia, constituye tal vez el principal efecto, la transformación más completa que ha operado el cristianismo en Europa, muy a pesar suyo quizá y sin que ésta haya sido su doctrina. Sin embargo, éste y no otro fue el residuo de los sentimientos cristianos que prevaleció al decaer la creencia fundamental —totalmente contraria y profundamente egoísta— en lo
único necesario
, en la importancia absoluta de la salvación eterna
personal
, así como los dogmas en los que se basaba esta creencia, mientras que pasaba a primer plano la creencia accesoria en
el amor
, en
el amor al prójimo
, de acuerdo con la monstruosa práctica de la caridad eclesiástica. Cuanto más se separaban los hombres de los dogmas, más se buscaba la explicación de este alejamiento en el culto del amor a la humanidad. El impulso secreto de los librepensadores franceses —desde Voltaire a Augusto Comte— fue no quedarse atrás en este punto respecto al cristianismo, e incluso superarle, si fuera posible. Con su célebre fórmula «vivir para los demás», Comte
supercristianizó el cristianismo
. Schopenhauer en Alemania y John Stuart Mill en Inglaterra son los que han dado mayor celebridad a la doctrina de la simpatía o de la compasión o de la utilidad para los demás, como principios de conducta, aunque, en realidad, no han sido sino ecos, puesto que, desde que se produjo la Revolución francesa, tales doctrinas surgieron por todas partes y al mismo tiempo, con extraordinaria vitalidad, bajo formas más o menos sutiles, más o menos elementales, hasta el punto de que no existe un solo sistema social que no se haya situado, sin pretenderlo, en el terreno común de dichas doctrinas.