Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (11 page)

BOOK: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral
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Allí estaban confundidas las especies más variadas, tales como los ébanos, los gunda, las buchneras o los gayacs. De aquella masa inmensa salía un rumor conmovedor, semejante al ruido que produce la resaca en una playa arenosa.

El coronel Everest preguntó a Mokoum qué bosque era aquél.

—Es la selva de Ravuma.

—¿Cuánto mide?

—De Este a Oeste, tiene una anchura de unos setenta kilómetros, señor coronel.

—¿Y de Sur a Norte?

—Pasa de los quince kilómetros.

—¿Y cómo vamos a atravesar esa intrincada masa de árboles?

—No la atravesaremos, señor. No tiene senderos, de modo que sólo podemos rodearla, ya sea por el Este o por el Oeste.

Los sabios se miraron perplejos. ¿Qué podían hacer?

Era evidente que no podían disponer miras en aquella zona, pero tampoco podían desviarse cuarenta kilómetros de uno u otro lado del meridiano, pues eso equivalía a acrecentar en demasía los trabajos de triangulación, añadiendo una docena de kilómetros a la serie trigonométrica.

Acababa de surgir un obstáculo natural, y el asunto se presentaba difícil de resolver.

Era imposible triangular a través de la inmensa selva, eso era evidente. Quedaba sólo el estudio de si se podía rodear la barrera natural. Mas, cuando la solución parecía cercana, una discusión entre los miembros de la comisión complicó las cosas innecesariamente. Rusos e ingleses, a través de sus respectivos jefes, no se ponían de acuerdo en el hecho de realizar el rodeo por la derecha o por la izquierda de la selva en cuestión.

El coronel Everest y Strux volvieron a poner de manifiesto su dormida rivalidad, llegando a alcanzar la discusión cotas de insoportable agresividad verbal.

Sus colegas trataron en vano de mediar en la disputa. Ambos jefes no querían escuchar a nadie. El inglés quena ir por la derecha, mientras que el ruso prefería el flanco izquierdo.

La disensión empezaba a ir demasiado lejos y se podía prever ya el momento en que se produciría una escisión entre los miembros de la comisión. No pudiendo hacer nada, Zorn, Emery, Sir Murray y Palander abandonaron la conferencia y dejaron a sus superiores en compañía de su terquedad.

Transcurrió el día sin que se llegase a ningún acuerdo. A la siguiente jornada, Sir John fue al encuentro de Mokoum y le propuso realizar un paseo por los alrededores. Los dos hombres caminaron un rato en silencio, pero al cabo de unos instantes se impuso el tema de conversación que estaba en la mente de ambos.

—Imagino que vamos a estar algún tiempo aquí acampados —dijo el bushman—. Por mi parte no tengo el más mínimo inconveniente en ello, pues me basta con mi carabina y un poco de caza para sentirme feliz, pero presiento que ustedes van a salir perjudicados.

—Es una circunstancia lamentable —exclamó el inglés—. Estas terquedades son algo que no se puede tolerar. Yo también me siento feliz con una carabina y un poco de caza, pero no pierdo de vista que los intereses de la ciencia están en juego por una discusión absurda.

—¿Cree usted que llegarán a entenderse?

—No lo sé muy bien. Ninguno de los dos parece dispuesto a ceder y mucho me temo que vamos a ser víctimas de su amor propio. ¡Es verdaderamente lamentable que el meridiano pase por esta maldita selva!

—De todos modos —dijo Mokoum con humildad—, no entiendo qué esperan ustedes conseguir midiendo la Tierra. Yo creo que el Globo es tan infinito en su tamaño y en su grandeza que no existe metro humano que lo pueda medir. Aunque viviera cien años más, jamás comprendería la utilidad de sus cálculos.

Sir John no pudo menos que sonreír. Los razonamientos del indígena le hacían gracia. Aunque él, como hombre de ciencia, no podía compartir estos criterios, entendía las razones de Mokoum para considerar que era absurdo medir la Tierra. De nada le hubiera valido al aristócrata explicar al bushman los propósitos de la triangulación y las ventajas que se podían derivar de esta actividad. A Mokoum no le interesaban esas menudencias, como él llamaba a las operaciones geodésicas.

Los dos hombres regresaron al campamento. El resto del día, Sir John observó que Mokoum hablaba en voz alta consigo mismo y lanzaba juramentos sin cesar, pero el inglés no quiso interrumpir el curso de sus curiosas reflexiones, fueran éstas cuales fueran.

En más de una ocasión se acercó el bushman a Sir Murray y le preguntó de forma inesperada:

—Entonces ¿cree usted que los dos jefes no llegarán a ponerse de acuerdo?

La pregunta se repitió varias veces al cabo del día, y el inglés respondía siempre lo mismo:

—No, amigo. Más bien creo que llegaremos a una verdadera escisión de la comisión.

A la caída de la tarde, Mokoum se acercó por enésima vez a Sir Murray y, tras hacer la misma pregunta y recibir la misma respuesta, le dijo:

—Tengo la solución.

—¿A qué solución te refieres, amigo Mokoum?

—Tengo un medio de dar la razón a ambos sabios a la vez.

—¿De veras? ¿Qué medio es ése?

—Antes de mañana, el coronel Everest y el señor Strux no tendrán motivos de disputa, si el viento es favorable.

—No te entiendo bien.

—Yo sí me entiendo, señor.

—Entonces todo está en orden. Si consigues que ambos sabios se pongan de acuerdo, la Ciencia del mundo entero estará en deuda contigo.

—Eso sería un gran honor.

Y, tras estas dignas palabras, el bushman quedó en silencio y no añadió nada más.

Sir Murray preguntó a sus colegas si la discusión avanzaba en algún sentido.

—La discusión avanza —exclamó Palander—, pero no en el sentido apropiado. El señor Emery y el señor Zorn han intentado mediar en ella, pero sus resultados no han sido favorables que digamos. La verdad, querido colega, es que temo lo peor.

Sir Murray contempló a los dos jóvenes sabios, que permanecían en un rincón del campamento, dados por vencidos sin duda ante tanta obstinación por parte de sus superiores. La tristeza que se reflejaba en sus rostros era una muestra evidente de la pena que sentían ante la posibilidad de tener que separarse en el caso de que el coronel y el señor Strux no llegaran a ningún acuerdo. Su amistad corría tanto peligro como el éxito de la expedición.

Viendo que nada se podía hacer por el momento, el aristócrata decidió esperar al día siguiente. Aún le quedaba la esperanza de que las palabras de Mokoum fueran algo más que un deseo o una fanfarronada.

El campamento quedó en silencio aquella noche, después de un día plagado de discusiones e incertidumbre. A las once, una agitación extraordinaria despertó a Sir John. Los indígenas iban y venían por el campamento sin orden y sin concierto.

El sabio se levantó alarmado y se dispuso a preguntar lo que ocurría, pero no le fue necesaria ninguna explicación, pues sus ojos le mostraron lo que deseaba saber.

¡La selva estaba ardiendo!

En medio de la noche oscura, la cortina de llamas parecía elevarse hasta el firmamento. El incendio se había extendido en un instante a lo largo de muchos kilómetros de distancia.

Sir John buscó a Mokoum y le encontró junto a uno de los carromatos. El indígena estaba completamente inmóvil y no respondió a la mirada del inglés. Sir Murray no necesitó más explicaciones. El fuego iba a abrir un camino a los sabios a través de aquella selva que ahora ardía ante sus ojos.

El viento, que soplaba fuertemente desde el Sur, favorecía los propósitos de Mokoum. El aire se precipitaba como derramado por un inmenso ventilador, y activaba el incendio como una garra imposible de controlar. Avivaba las llamas, arrancando ramas incandescentes y enormes brasas que, despedidas a lo lejos, provocaban un nuevo foco de llamas allí donde iban a caer.

El fuego se ensanchaba cada vez más, adquiriendo asimismo una gran profundidad. Un calor intensísimo llenaba el campamento. El ramaje seco chisporroteaba con estrépito y, en medio de las llamaradas, algunos resplandores más vivos parecían surgir de los árboles resinosos, que alumbraban como antorchas aquella noche espectacular.

Al poco tiempo resonaron por todos los puntos de la selva los penetrantes aullidos y rugidos de los animales que corrían huyendo en diversas direcciones. Eran sombras espectrales cuyos gritos causaban verdadero terror.

El incendio duró toda la noche, así como el día y la noche siguientes. Cuando amaneció el 14 de agosto, un ancho espacio, consumido por el fuego, dejaba transitable la selva en muchos kilómetros de extensión. El camino estaba franco. El acto audaz del cazador había salvado el porvenir de la expedición, incluso a costa del alto precio que hubo que pagar por la resolución de la terquedad de dos sabios vanidosos.

CAPITULO XIV

Había cesado, pues, todo pretexto de discusión, de manera que el trabajo prosiguió aquel mismo día. Aunque el coronel y Strux no se perdonaron, tampoco hicieron nada para reavivar las diferencias.

Se eligió una nueva estación, situada a la izquierda del extenso boquete abierto por el incendio, y consistente en un montículo muy visible a una distancia de ocho kilómetros. Se midió el ángulo que formaba con la última estación, y al día siguiente toda la caravana emprendió la marcha a través de la selva incendiada.

El suelo estaba lleno de brasas y carbones, y su contacto era todavía abrasador. Muchos troncos aparecían humeantes aquí y allá, elevándose un vaho impregnado de vapores que llenaba la atmósfera de un olor muy particular. También se veían los cadáveres de los animales esparcidos en los alrededores, pobres cuerpos calcinados de aquellos que no habían logrado escapar al voraz fuego devastador.

El fuego no se había extinguido por completo, como lo demostraba el hecho de encontrar algunas columnas de humo negro que descubrían la presencia de focos parciales. Esto indicaba que el viento podía desatar una nueva catástrofe en cualquier instante.

La comisión científica apresuró su marcha. Mokoum avivó a los conductores de los carromatos, y hacia la mitad de la jornada ya estaba instalado un campamento al pie del montículo marcado por el círculo repetidor.

Aquella protuberancia era una especie de dolmen, una aglomeración de piedras que hubiera causado la sorpresa de cualquier arqueólogo. Los sabios pensaron que se trataba de un altar africano.

Los dos jóvenes astrónomos y Sir Murray quisieron visitar el lugar, para lo cual salieron, acompañados de Mokoum, en dirección a la meseta superior del cerro. Tan sólo les faltaban por recorrer unos veinte pasos para llegar al dolmen, cuando vieron a un hombre que hasta ese momento había permanecido escondido detrás de una de las piedras de su base. El individuo desapareció con rapidez a través de una de las laderas del montículo y fue a internarse en un pequeño bosquecillo que el fuego había respetado.

Un solo instante le bastó a Mokoum para reconocer al hombre.

—¡Un makololo! —gritó, al tiempo que echaba a correr tras el fugitivo.

Sir Murray fue tras su amigo y ambos batieron la zona sin encontrar rastro alguno del fugitivo.

De vuelta al campamento, el coronel quiso conocer más detalles sobre el incidente y preguntó al bushman quién era aquel negro.

—Es un makololo —respondió Mokoum—, un indígena de las tribus del Norte, que habitan en los márgenes del Zambeze. Es un enemigo no sólo de nuestra tribu, sino también de cualquier viajero que tropiece con ellos. Roban cuanto encuentran a su paso y son peligrosos.

—¿Por eso le has perseguido? —inquirió Everest.

—Sí, señor. Me hubiera gustado darle alcance.

—¿Qué tenemos que temer de una partida de ladrones? ¿No somos bastantes para hacerles frente?

—En este momento, sí. Pero estas malditas tribus viven hacia el Norte y podemos encontrarnos con ellos más adelante. Si ese makololo era un espía, pronto tendremos tras nuestros pasos a varios centenares de sus compañeros.

El coronel expresó preocupación en su grave rostro, pero no dijo nada más. Era probable que el individuo descubierto se tratara, en efecto, de un espía, con lo cual la caravana corría un grave peligro en su inevitable marcha hacia el Norte.

Mokoum dispuso que varios centinelas vigilaran día y noche los alrededores, mientras proseguían los trabajos de triangulación.

El 17 de agosto habían medido ya otro grado del meridiano. Hasta el momento se habían medido tres grados del arco a través de la formación de veintidós triángulos.

Los astrónomos examinaron el mapa y descubrieron que la aldea de Kolobeng estaba situada a unos ciento setenta kilómetros de la línea meridiana, por lo que decidieron descansar allí unos días antes de continuar las operaciones. Hacía ya seis meses que habían dejado las orillas del río Orange, y se imponía la necesidad de recibir noticias de Europa, pues estaban sin comunicación alguna con el mundo civilizado.

Kolobeng era una aldea importante y refugio de misioneros, lo que favorecía sus pretensiones de reanudar el lazo con sus respectivos países, aunque fuera a través de informaciones ajenas. También podrían renovar las provisiones, que empezaban a escasear en lo relativo a algunos productos.

La expedición llegó a Kolobeng el día 22 de agosto. La aldea era un amasijo de chozas indígenas, entre las que destacaban las destinadas a los misioneros. Fue allí donde Livingstone se instaló en 1843 para familiarizarse con las costumbres bechuanas.

Los misioneros recibieron con grandes muestras de hospitalidad a sus imprevistos visitantes y pusieron a su disposición todos los recursos del país.

Una vez instalados en las habitaciones de la Misión, los sabios pidieron noticias de Europa. El padre superior no pudo satisfacer su curiosidad, pues no habían recibido ningún correo desde hacía exactamente seis meses. No obstante, les dijo que esperaban la visita, para dentro de pocos días, de un indígena portador de periódicos y correo, cuya figura había sido avistada hacía poco en las orillas altas del Zambeze. El padre estimaba que su llegada se produciría en una semana.

Los astrónomos determinaron pasar allí los días señalados. Se dedicaron a descansar divididos en pequeños grupos, pues nada ni nadie consiguió que el coronel y el señor Strux renovasen su antigua, aunque siempre débil, amistad.

El 30 de agosto llegó por fin el mensajero. Traía varios despachos entregados a él por el capitán de un vapor mercante que hacía el comercio de marfil en aquella zona, con destino a los misioneros de la aldea de Kolobeng. Tales despachos tenían por lo menos dos meses de antigüedad.

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