Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (12 page)

BOOK: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral
4.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Como resultado del contenido de los despachos que hacían referencia a sucesos ocurridos en Europa en los últimos meses, se produjo un incidente que estuvo a punto de poner nuevamente en peligro el futuro de la expedición.

El padre superior de la Misión entregó a sus visitantes un paquete que contenía diversos periódicos, con objeto de que saciaran su curiosidad sobre el viejo continente. La mayor parte de ellos procedían de la colección del Times, Daily News y Journal des Débats. Las noticias en ellos recogidas tenían para nuestros sabios un especial interés.

Se reunieron, pues, los científicos en el salón de la Misión, y el padre superior procedió a la lectura de un número del Daily News perteneciente al 13 de mayo de 1854.

Apenas hubo leído el título del primer artículo, el semblante del misionero cambió por completo. El periódico tembló en sus manos, siendo recogido de inmediato por el coronel Everest, quien procedió a su lectura. También el semblante del flemático inglés se alteró notablemente, por lo que Sir John, haciéndose eco de la contrariedad general, le preguntó:

—¿Qué ha encontrado usted en el diario, coronel?

—¡Graves noticias, señores!

Todos permanecieron mudos de estupor. El coronel se levantó cauteloso de su asiento y avanzó hacia el señor Strux. Mirándole gravemente, le dijo:

—Antes de comunicar las noticias, deseo hacerle una observación.

—Le escucho —respondió el ruso.

—Hasta aquí nos han separado rivalidades científicas, haciendo difícil la colaboración en la tarea que debíamos llevar a cabo. La especial situación de tener que compartir el mando de la expedición, ha generado entre nosotros un antagonismo constante. Pienso que en cualquier misión sólo es necesario un jefe. ¿Está usted de acuerdo conmigo?

—Completamente.

—Recientes circunstancias van a provocar un cambio inesperado en esta situación. Pero antes permítame decirle que siento una gran estima por sus trabajos en el mundo de la ciencia, y le ruego que admita mis disculpas, pues lamento profundamente cuanto ha ocurrido entre nosotros.

Aquellas palabras, pronunciadas con gran entereza y dignidad por el coronel Everest, produjeron un gran desconcierto en sus colegas. ¿Qué estaba pasando? El señor Strux adquirió asimismo un tono de dignidad y exclamó:

—Estoy de acuerdo con usted, coronel. Nuestras rivalidades no deben entorpecer nuestra labor científica. Yo también le profeso una gran admiración, pero no entiendo muy bien el significado de sus palabras.

—Pronto lo comprenderá usted.

En ese momento, como sellando un pacto de urgencia, ambos hombres se estrecharon la mano en medio del más absoluto silencio. Sir Murray lo rompió de improviso al exclamar:

—¡Al fin son ustedes amigos! ¡Qué alegría!

—No, Sir Murray —respondió el coronel—. Somos más enemigos que nunca. Nos separa un abismo que ni siquiera podrá ser franqueado en el terreno científico.

El coronel Everest hizo una pausa, carraspeó y dijo a continuación:

—Señores, se ha declarado la guerra entre Inglaterra y Rusia. Los periódicos que tengo en mi mano dan fe de ello.

Se trataba, en efecto, de la guerra de 1854. Los ingleses, los franceses y los turcos luchaban ante Sebastopol. El mar Negro era escenario de la disputa por la cuestión de Oriente.

Los sabios se levantaron súbitamente de sus asientos y quedaron presos de la consternación. Aquellos hombres ya no eran compañeros ni colegas, sino enemigos irreconciliables. Todos se midieron con las miradas, pues a todos les embargaba un arraigado sentido del patriotismo y el deber.

Un movimiento instintivo separó a unos de otros. Sólo Emery y Michael Zorn se miraban con tristeza, en medio del recelo general.

Rusos e ingleses se saludaron con una inclinación de cabeza y se separaron en el acto. Aquella situación no iba a parar la marcha de las investigaciones, si bien cada uno de los dos grupos las proseguiría por separado, en beneficio de los intereses de sus respectivos países. A partir de ese momento, las notas debían tomarse sobre dos meridianos diferentes.

El coronel y Strux mantuvieron una entrevista para arreglar todos los pormenores de la operación. La suerte decidió que los rusos siguieran trabajando sobre el meridiano ya recorrido, en tanto que los ingleses, partiendo del trabajo en común, debían escoger otro arco, situado unos ciento cincuenta kilómetros al Oeste, para enlazar con el primero. El enlace se realizaría a través de una serie de triángulos auxiliares.

Ambos sabios resolvieron estas cuestiones sin promover ningún altercado. Su rivalidad personal cedía terreno a la rivalidad nacional.

La caravana se dividió en dos partes iguales, cada una con su material correspondiente, y la suerte atribuyó a los rusos la posesión de la embarcación. El bushman, más adicto a los ingleses debido a la amistad con Sir Murray y a su principal conocimiento de William Emery, quedó encargado de dirigir la caravana británica.

Cada grupo guardó sus instrumentos y uno de los registros que hasta entonces se habían llevado por partida doble, en los que se consignaba el resultado de los trabajos efectuados.

El 31 de agosto, los miembros de expedición se separaron. Los ingleses tomaron la delantera para enlazar cuanto antes la nueva línea meridional con la última estación. Su caravana partió tras despedirse de los misioneros y agradecerles la hospitalidad recibida.

CAPITULO XV

Si bien la separación de la comisión no implicaba que la calidad de los trabajos disminuyera, ya que las operaciones serían llevadas a cabo con el mismo rigor y precisión, esta separación sí suponía un retraso en la marcha de las triangulaciones.

Cada grupo de tres sabios, al tener que hacer por sí solos todo el trabajo, irían avanzando menos aprisa y las fatigas resultarían mayores. Pero aquellos hombres valientes no temían las dificultades.

El equipo inglés estudió un nuevo programa y se atribuyó a cada astrónomo una parte del trabajo. El coronel y Sir Murray se encargarían de las operaciones geodésicas y cenitales, mientras que William Emery sustituyó a Palander en lo referente al cálculo y registro de los resultados.

Mokoum siguió siendo el cazador y guía de la caravana, en tanto que los cinco marinos ingleses se encargaban de ayudar a los astrónomos en la triangulación y estaban a cargo de la chalupa de goma, que les bastaba para atravesar los pequeños cursos de agua.

También los indígenas y los carromatos se habían dividido en dos grupos, para pesar de los bochjesmen, que temían que este reparto perjudicara la seguridad de los hombres de la expedición.

La caravana inglesa salió, pues, de Kolobeng el 31 de agosto, dirigiéndose al dolmen que había servido de punto de mira en las últimas observaciones.

El 8 de septiembre habían terminado de establecer todos los triángulos auxiliares, por lo que pudieron pasar a elegir el nuevo arco del meridiano, cuyas medidas posteriores debían calcularse hasta llegar a la altura del vigésimo paralelo Sur. Este meridiano estaba situado un grado al Oeste del primero, y era el vigésimo tercero al Este del meridiano de Greenwich.

Las operaciones de los ingleses se llevarían a cabo a sólo cien kilómetros de distancia de los rusos, pero estos metros eran suficientes para que los triángulos de ambos equipos no se cruzaran.

Durante todo el mes de septiembre los ingleses recorrieron una región fértil, pero poco habitada, lo que favoreció en gran medida la marcha de la expedición. El tiempo era bueno y el cielo aparecía despejado. Los bosques no eran en exceso frondosos, lo que facilitaba asimismo los trabajos y el establecimiento de los puntos de mira.

Mokoum y sus hombres cazaban animales sin descanso, proporcionando al campamento carne en abundancia y una excelente provisión de carne para ser salada. Aunque estas cacerías apenaban profundamente a Sir Murray, quien, pegado a sus instrumentos de medición, veía partir con envidia a su amigo el bushman sin poder acompañarle, como hubiera sido su principal deseo. Mas, en aquellas circunstancias, lo primero era el deber.

Los días transcurrieron tranquilamente. Emery pensaba con frecuencia en su amigo Zorn, lamentando las fatalidades de la vida, que hacen que acontecimientos inesperados rompan lazos de cariño y amistad.

En lo que respecta al coronel, se mostraba tan frío como siempre, aunque ya no se le veía fruncir el ceño como antaño, cuando las disputas con su colega Strux amenazaban el éxito de los trabajos.

CAPITULO XVI

A finales del mes de septiembre, los astrónomos habían ganado un grado más en dirección hacia el Norte. La porción de la línea meridiana medida hasta entonces era de cuatro grados, lo que equivalía a la mitad de la tarea. Se habían empleado treinta y dos triángulos.

El calor empezaba a ser abrumador, obligando a los astrónomos a suspender las operaciones durante algunos días, pues el trabajo se hacía insoportable con tan reducido número de elementos humanos. Se decidió, entonces, trabajar por la noche y el atardecer, originando esta medida, como hemos dicho, ciertos retrasos que inquietaban profundamente a Mokoum.

El bushman tenía motivos para estar preocupado. Al norte de la línea meridiana, a más de ciento cincuenta kilómetros de la última estación comprobada por los sabios, el arco atravesaba una comarca singular.

Durante la estación húmeda, esta comarca se muestra extraordinariamente fértil y es ocupada por manadas de antílopes que bajan a sus praderas en busca del agua de los riachuelos y los verdes pastos.

Pero esta fertilidad dura poco. Al cabo de seis semanas, la humedad de la tierra es aspirada por los rayos del sol y se evapora en la atmósfera. El suelo se endurece y la vegetación desaparece en pocos días como por arte de magia, dejando paso al desierto.

Este era el terreno que debían atravesar nuestros hombres antes de llegar al verdadero desierto que limita con las orillas del lago Ngami.

Mokoum tenía prisa por atravesar cuanto antes la zona, a fin de aprovechar en lo posible el agua de los manantiales y los riachuelos.

El coronel Everest recibió sus consejos y prometió tener en cuenta sus recomendaciones, pero los trabajos sólo podían ser activados hasta cierto punto. Everest era, como buen científico, muy minucioso y no podía permitirse el lujo de perjudicar la exactitud de sus trabajos.

Por otra parte, cada vez que un nuevo obstáculo natural ocasionaba un retraso en la marcha de la triangulación, Mokoum elevaba los ojos al cielo y aprovechaba para irse a cazar, pues aquella actividad era la única capaz de proporcionarle esa calma interior de la que su espíritu andaba tan necesitado en aquellos momentos.

El único que parecía alegrarse con las interrupciones era Sir Murray, quien preparaba en seguida su arma y acompañaba a su amigo el bushman en sus correrías por la región.

En una de esas escapadas sucedió un incidente que vino a justificar, más si cabe, las inquietudes que el perspicaz cazador había comunicado al coronel Everest.

Era el 15 de octubre. Hacía dos días que Sir Murray se entregaba por completo a sus imperiosos instintos, pues un tropel de unos veinte rumiantes había sido visto a unos tres kilómetros del flanco de la caravana.

Mokoum dijo que el tropel pertenecía a la especie de los antílopes conocida por el nombre de órices, cuya captura es tan difícil que pone de manifiesto la habilidad de cualquier cazador que se precie.

Ni que decir tiene que el aristócrata se apuntó cuanto antes a la expedición que debía capturarlos.

—Iremos tras ellos —dijo Sir Murray al bushman— y regresaremos con unos cuantos.

Mokoum sonrió ante el optimismo de su amigo y exclamó:

—No sé si se dejarán coger. Los órices alcanzan una velocidad que supera a la del caballo más rápido. El célebre Cumming sólo logró capturar cuatro en toda su vida.

Estas palabras, en lugar de amedrentar al inglés, excitaron aún más su deseo de cazar los preciados antílopes. Escogió su mejor caballo, su mejor fusil y sus mejores perros, incitando a Mokoum a perseguirlos cuanto antes.

Se dirigieron, pues, hacia la linde de un bosquecillo cercano a la inmensa llanura donde había sido advertida la presencia de los rumiantes y detuvieron a los caballos tras dos horas de marcha sin descanso. Los jinetes se refugiaron tras un grupo de sicomoros y pudieron divisar a los órices, que pastaban a algunos centenares de pasos del lugar elegido como punto de observación.

Los órices no habían notado la presencia de los intrusos y seguían pastando alegres y confiados. Formaban un compacto grupo, si bien uno de ellos permanecía un poco más alejado de la manada.

—Es un centinela —le dijo Mokoum al inglés—. Ese viejo macho es el encargado de velar por la seguridad de sus compañeros.

—¿Qué hará si nos descubre?

—Al menor peligro dejará escapar un sonido característico, parecido a un pequeño relincho, y la manada entera emprenderá la huida a una enorme velocidad.

—¿Qué haremos entonces?

—Es preciso tirar contra él a bastante distancia y acertarle al primer disparo.

Los órices pacían tranquilamente. Su guardián, sin duda alertado por algunas emanaciones sospechosas que hasta él llevara una racha de aire, levantaba en ese momento su frente y daba muestras de alguna agitación.

La distancia que separaba a los cazadores del órix centinela era excesiva. Tampoco podían provocar la estampida del rebaño, pues la vasta llanura ofrecía una pista favorable para que los antílopes se alejaran de ellos al instante.

Sólo cabía esperar que la manada se aproximara al bosquecillo.

La suerte favoreció a los cazadores cuando ya empezaban a perder las esperanzas. Poco a poco, bajo la dirección del viejo macho, los antílopes se acercaron al bosque, buscando un refugio más seguro que la vasta llanura, ajenos por completo al peligro que les acechaba.

Los cazadores ataron sus caballos al pie de un sicomoro y les taparon la cabeza con una manta, a fin de que no se asustaran y alertaran a los órices con sus relinchos. Mokoum y Sir John, seguidos por los perros, se deslizaron entre la maleza y recorrieron el lindero del bosquecillo, tratando de llegar a una zona que apenas distaba trescientos pasos del rebaño.

Una vez allí, los dos hombres se pusieron a cubierto y aguardaron con el dedo en el gatillo de sus armas. El rebaño, compuesto por unos veinte ejemplares, permanecía casi inmóvil en un mismo lugar.

Other books

Surrendering to the Sheriff by Delores Fossen
Being Amber by Sylvia Ryan
Día de perros by Alicia Giménez Bartlett
The Wedding Gift by Marlen Suyapa Bodden
Stonewielder by Ian C. Esslemont
Gone Fishing by Susan Duncan
Planning on Forever by Wilcox, Ashley
Rescued: COMPLETE by Alex Dawson
Hidden Hideaways by Cindy Bell