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Authors: Greg Egan

Axiomático (14 page)

BOOK: Axiomático
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Rechacé la invitación a sentirme avergonzada por mi ingratitud. Había quedado como una tonta, pero seguía teniendo el derecho a plantear la pregunta:

—Eso lo comprendo. Simplemente pensé que habría algo que
yo
pudiese hacer. Dice que esta medicación puede que funcione, o puede que no. Si yo pudiese contribuir por mí
misma
a luchar contra esta enfermedad, me sentiría...

¿
Qué
? Más como un ser humano y menos como un tubo de ensayo, un contenedor pasivo en el que la droga maravillosa y el virus maravilloso se enfrentarán entre ellos.

—...mejor.

Asintió.

—Lo sé, pero confíe en mí, no hay nada que pueda hacer que afecte en lo más mínimo. Simplemente cuide de sí misma como lo hace normalmente. No pille una neumonía. No gane o pierda diez kilos. No haga
nada
que se salga de lo habitual. Millones de personas han estado expuestas a este virus, pero la razón por la que usted ha enfermado, y ellas no, es
puramente genética.
Con la cura pasará lo mismo. La bioquímica que determina si una medicación hará efecto o no en su caso no cambiará por el hecho de empezar a tomar vitaminas, o dejar de comer comida basura... y debo advertirle que ponerse bajo una de esas dietas de "curas milagrosas" simplemente la pondrá enferma; los charlatanes que las venden deberían ir a la cárcel,

En
ese
punto indiqué un acuerdo ferviente, y me sentí enrojecer de rabia. Hacía tiempo que las curas fraudulentas eran mi bestia negra, aunque ahora, por primera vez, casi podía comprender por qué otras víctimas de Monte Carlo pagaban mucho dinero por esas cosas: dietas chifladas, planes de meditación, aroma terapia, cintas de autohipnosis, lo que fuese, la gente que ofrecía esa basura era la peor forma de parásito cínico, y siempre había creído que sus clientes eran ingenuos congénitos o estaban desesperados hasta el punto de dejar de lado su inteligencia, pero la situación era más compleja. Cuando tu vida está en juego, quieres luchar por ella con todas tus fuerzas, con hasta el último céntimo que puedas pedir prestado, con todos los momentos de vigilia. Tragar una cápsula, tres veces al día, simplemente no es
lo suficientemente duro
, mientras que los planes de los estafadores más perceptivos eran lo suficientemente arduos (o lo suficientemente caros) como para hacer que la víctima creyese que estaba enfrascada en el tipo de batalla que exigía un enfrentamiento con la muerte.

Ese momento de furia compartida aclaró por completo el ambiente. Después de todo, estábamos del mismo lado; yo me había estado comportando como una niña. Agradecí su tiempo a la doctora Packard, cogí la receta y salí.

Pero de camino a la farmacia, me descubrí casi deseando que me hubiese mentido —que me hubiese dicho que mis posibilidades mejorarían enormemente si corría diez kilómetros al día y acompañaba todas las comidas con algas crudas— pero luego retrocedí furiosa, pensando: ¿Realmente me hubiese gustado que me engañasen por "mi propio bien"? Si depende de mi ADN, pues depende de mi ADN, y debería esperar que me dijesen simplemente la verdad, por desagradable que me resultase, y debería agradecer que la profesión médica hubiese abandonado sus antiguas prácticas paternalistas y condescendientes.

Yo tenía doce años cuando el mundo supo del proyecto Monte Carlo.

Un equipo de investigaciones en guerra biológica (situado a un tiro de piedra de Las Vegas, por desgracia, la de Nuevo Méjico, no la de Nevada) había decidido que
diseñar
virus era trabajo demasiado duro (especialmente cuando los chicos de La Guerra de las Galaxias copaban los superordenadores). ¿Por qué malgastar cientos de años de doctorados, a qué invertir cualquier esfuerzo intelectual, cuando la vieja pareja de las mutaciones al azar y la selección natural era todo lo que hacía falta?

Evidentemente, acelerando sustancialmente el proceso.

Habían desarrollado un sistema en tres partes: una bacteria, un virus y una línea de linfocitos humanos modificados. Una porción estable del genoma viral le permitía reproducirse en la bacteria, mientras que la mutación rápida del resto del virus se conseguía corrompiendo adecuadamente las enzimas que reparaban los errores de transcripción. Habían alterado los linfocitos para amplificar enormemente el éxito reproductivo de cualquier mutante que consiguiese infectarlos, haciendo que superase en número a aquellos limitados a usar la bacteria.

La teoría era que establecerían algunos billones de copias de ese sistema, como filas y filas de pequeñas máquinas de póquer biológicas, girando y girando en el laboratorio subterráneo, y se limitarían a esperar para recoger las ganancias.

La teoría también incluía los mejores sistemas de aislamiento del mundo, y quinientas veinte personas que se ceñirían escrupulosamente al procedimiento oficial, día tras día, mes tras mes, sin un momento de descuido, ociosidad u olvido. Aparentemente, nadie se molestó en calcular la probabilidad de
eso.

Se suponía que las bacterias eran incapaces de sobrevivir fuera de unas condiciones de laboratorio artificialmente beneficiosas, pero una mutación del virus vino en su ayuda, ocupando el puesto de los genes que se habían eliminado para dejarlas vulnerables.

Malgastaron demasiado tiempo empleando agentes químicos ineficaces antes de decidirse a volar el laboratorio con una bomba nuclear. Para entonces, los vientos habían convertido en irrelevante cualquier acción humana que no fuese fundir media docena de estados, opción nada agradable en año electoral.

Los primeros rumores proclamaban que todos moriríamos en una semana. Puedo recordar claramente el caos, los saqueos, los suicidios (de segunda mano en la pantalla de televisión; nuestro vecindario permaneció relativamente tranquilo... o entumecido). Por todo el mundo se declaró el estado de emergencia. Los aeropuertos rechazaban aviones, a los barcos (que habían abandonado sus puertos de origen meses antes de la fuga) los quemaban en los atracaderos. Por todas partes se aprobaron leyes duras, para proteger el orden público y la salud pública.

Paula y yo no fuimos a la escuela durante un mes. Yo me ofrecí para enseñarle programación; pero ella no estaba interesada. Ella quería ir a nadar, pero habían cerrado todas las playas y piscinas. Aquel fue el verano en el que conseguí por fin entrar en un ordenador del Pentágono, un simple sistema de compra de material de oficina, pero Paula quedó debidamente impresionada (y ninguna de las dos habíamos pensado jamás que los clips fuesen
tan
caros),

No creíamos que fuésemos a morir —al menos, no en una semana— y acertamos. Cuando la histeria se rebajó, pronto quedó claro que sólo habían escapado los virus y las bacterias, y sin los linfocitos modificados para ajustar el proceso de selección, los virus habían mutado para alejarse de la variedad que había provocado las muertes iniciales.

Sin embargo, la agradable pareja simbionte se encuentra ahora por todo el mundo, creando incesantemente nuevas mutaciones. Sólo una diminuta fracción de las variedades producidas son infecciosas en humanos, y sólo una fracción de esas son potencialmente fatales.

Sólo cien o así cada año.

En el tren de vuelta a casa, el sol parecía darme en los ojos independientemente de dónde me colocase, de alguna forma, todas las superficies del vagón pillaban su reflejo. El resplandor hizo que un dolor de cabeza que se había estado intensificando durante toda la tarde se volviese casi insoportable, así que me cubrí los ojos con el antebrazo y miré al suelo. Con la otra mano, agarraba la pequeña bolsa de papel marrón que contenía el pequeño vial de vidrio de cápsulas rojas y negras que podría salvarme la vida, o no.

Cáncer.
Leucemia vírica. Saqué del bolsillo el informe patológico doblado y lo repasé una vez más. La última página no se había transformado mágicamente en un final feliz, una declaración de cura segura por parte de un sistema experto en oncovirología. La última página era la factura por todas las pruebas. Veintisiete mil dólares.

En casa, me senté y miré la estación de trabajo.

Dos meses antes, cuando un examen trimestral rutinario (requerido por mi compañía de seguro médico, siempre deseosa de descartar a los enfermos poco beneficiosos) había mostrado las primeras señales de problemas, me juré que seguiría trabajando, seguiría viviendo como si nada hubiese pasado. La idea de entregarme a un gasto desmedido, o dar un viaje por el mundo, o alguna forma de exceso autodestructivo, no me atraía. Una juerga final de ese tipo sería admitir la derrota. Daría una puta vuelta al mundo para celebrar la cura, no antes.

Tenía muchos trabajos pendientes, y la factura de patología ya reclamaba intereses, Pero a pesar de necesitar la distracción —a pesar de necesitar
el dinero—
me quedé sentada allí durante tres horas y no hice más que meditar sobre mi suerte. Compartirla con ochentas mil extraños dispersos por el mundo no me consolaba.

Luego me di cuenta.
Paula.
Si yo era vulnerable
por razones genéticas
, entonces
ella también.

Para ser gemelas idénticas, no lo habíamos hecho muy mal en lo referido a seguir vidas separadas. Ella se había ido de casa a los dieciséis años, para recorrer África central, filmando la vida salvaje y —con gran riesgo— a los cazadores furtivos. Luego fue al Amazonas, y allí se implicó en la lucha por sus derechos. Después de eso, era todo un poco confuso; ella siempre había intentado mantenerme al tanto de sus aventuras, pero se movía demasiado rápido para que mi lenta imagen mental pudiese seguirla.

Yo nunca había salido del país; hacía una década en que ni siquiera me mudaba de casa.

Ella sólo volvía a casa de vez en cuando, de camino a otros continentes, pero nos manteníamos en contacto electrónicamente, cuando lo permitían las circunstancias. (En las prisiones bolivianas te quitan el SatPhone).

Todas las multinacionales de las telecomunicaciones ofrecen sus propios servicios caros para contactar con alguien cuando no sabes dónde se encuentra. Los anuncios dan a entender que se trata de una tarea inmensamente difícil; el hecho es que la posición de todos los SatPhone se detalla en una base de datos central, que se mantiene al día recogiendo información de todos los satélites regionales. Como resultaba que yo había "conseguido" los códigos de acceso para consultar dicha base de datos, podía llamar a Paula directamente, estuviese donde estuviese, sin pagar el extra ridiculamente grande. Era más una cuestión de nostalgia que de tacañería; ese minúsculo acto de hackeo era un gesto simple, demostración de que a pesar de la cercanía de la mediana edad no era una ciudadana totalmente cumplidora de la ley, conservadora y aburrida.

Tiempo atrás había automatizado todo el proceso. La base de datos decía que estaba en Gabón; mi programa calculó la hora local, decidió que 10:23 p.m. era una hora lo suficientemente civilizada y realizó la llamada. Segundos más tarde, la tenía en pantalla.

—¡Karen! ¿Cómo estás? Tienes un aspecto terrible. Pensé que ibas a llamar la semana pasada, ¿qué pasó?

La imagen era perfectamente clara, el sonido limpio y sin distorsión (puede que los cables de fibra óptica escaseasen en Africa Central, pero los satélites geoestacionarios están directamente encima). Tan pronto como la miré estuve segura de que no tenía el virus. Ella tenía razón... yo parecía medio muerta, mientras que ella estaba tan animada como siempre. Media vida pasada al aire libre implicaba que su piel había envejecido mucho más rápido que la mía —pero había un aura de energía, de metas, a su alrededor que lo compensaba con creces.

Estaba cerca de la lente, por lo que no podía ver mucho el fondo, pero parecía una choza de fibra de vidrio, iluminada por un par de lámparas protegidas contra el viento; un escalón por encima de la tienda habitual.

—Lo siento, al final no pude. ¿
Gabón
? ¿No estabas en Ecuador...?

—Sí, pero conocí a Mohammed. Es botánico. De Indonesia. En realidad, nos conocimos en Bogotá; iba de camino a un congreso en Méjico...

—Pero...

—¿Por qué Gabón? Era su siguiente destino, eso es todo. Aquí hay un hongo que ataca los cultivos, y no pude resistirme a venir...

Asentí, aturdida, durante diez minutos de complejas explicaciones, sin prestar demasiada atención; dentro de tres meses sería historia antigua. Paula sobrevivía como periodista científica freelance, volando por el globo escribiendo artículos para revistas y guiones para programas de televisión, sobre los puntos ecológicamente problemáticos más recientes. Para ser sinceros, yo tenía serias dudas de que su eco-jerga predigerida le hiciese algún bien al planeta, pero ciertamente la hacía feliz. Le envidiaba eso. Yo no podría haber vivido su vida —en ningún sentido era ella la mujer que yo "podría haber sido"— pero aun así me dolía, en ocasiones, ver en sus ojos toda esa emoción que yo misma no había sentido en décadas.

La cabeza se me fue mientras hablaba. De pronto, decía:

—¿Karen? ¿Vas a decirme qué pasa?

Vacilé. Originalmente había planeado no decírselo a nadie, ni siquiera a ella, y ahora mi razón para llamarla parecía absurda,
ella
no podía tener leucemia, era impensable. Luego, sin ni siquiera darme cuenta de que había tomado la decisión, me encontré relatándole todo con un tono de voz plano y monótono. Observé con una extraña sensación de distanciamiento el cambio en la expresión de su cara; conmoción, piedad, y luego un ataque de miedo al comprender —mucho antes de lo que lo había hecho yo— lo que mi situación implicaba exactamente para ella.

Lo que vino a continuación fue incluso más incómodo y doloroso de lo que podía haber imaginado. Su preocupación por mí era sincera, pero no habría sido humana si la incertidumbre sobre su propia posición no hubiese comenzado a roerla de inmediato, y saberlo hacia que todas sus preocupaciones sonasen a inventadas y falsas.

—¿Tienes un buen médico? ¿Alguien en quien puedas confiar?

Asentí.

—¿Tienes a alguien que cuide de ti? ¿Quieres que vaya a casa?

Agité la cabeza, irritada.

—No, Estoy bien. Me cuidan, me están
tratando.
Pero tienes que hacerte la prueba lo antes posible —la miré con furia, exasperada. Ya no creía que ella pudiese tener el virus, pero quería recalcar el hecho de que la había llamado para advertirla, no para buscar conmiseración... y de alguna forma ese mensaje llegó a su destino. Dijo en voz baja:

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