Axiomático (15 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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—Hoy me haré la prueba. Iré directamente a la ciudad. ¿Vale?

Asentí. Me sentía agotada, pero aliviada; durante un momento, toda la incomodidad que había entre nosotras se evaporó.

—¿Me harás saber el resultado?

Hizo un gesto de exasperación.

—Claro que sí.

Volví a asentir.

—Vale.

—Karen. Ten cuidado. Cuídate.

—Lo haré. Tú también —le di a la tecla SALIR.

Media hora más tarde, tomé la primera de las cápsulas y me fui a la cama. Unos minutos más tarde, un sabor amargo me subió por la garganta.

Decírselo a Paula era esencial. Decírselo a Martin fue una locura. Sólo le conocía desde hacía seis meses, pero debería haber supuesto cómo se lo iba a tomar.

—Múdate conmigo. Te cuidaré.

—No
necesito
que me cuiden.

Vaciló, pero sólo un poco.

—Cásate conmigo.

—¿
Casarme
contigo? ¿Por qué? ¿Crees que siento la necesidad desesperada de casarme antes de morir?

Frunció el ceño.

—No hables así. Te
quiero
. ¿No lo comprendes?

Reí.

—No me
importa
que sientan pena por mí... la gente siempre dice que es degradante, pero a mí me parece una respuesta perfectamente normal... pero no quiero tener que vivir con la pena veinticuatro horas al día —le besé, pero siguió frunciendo el ceño. Al menos, había esperado a después del sexo para darle la noticia; si no, probablemente me hubiese tratado como porcelana.

Se volvió para mirarme.

—¿Por qué eres tan dura contigo misma? ¿Qué intentas demostrar? ¿Que eres superhumana? ¿Que no necesitas a nadie?


Escucha.
Sabías desde el principio que necesitaba independencia e intimidad. ¿Qué queréis que diga? ¿Que estoy aterrorizada? Vale. Lo estoy. Pero sigo siendo la misma persona. Todavía preciso las mismas cosas —le pasé una mano por el pecho, y dije con toda la amabilidad que pude—. Por tanto, gracias por la oferta, pero no gracias.

—Para ti no significo mucho, ¿cierto?

Gruñí y me puse una almohada sobre la cara. Pensé
:
despiértame cuando estés dispuesto a follarme de nuevo.
¿
Responde eso a tu pregunta
? Pero no lo dije en voz alta.

Una semana más tarde, Paula me llamó. Tenía el virus. El número de glóbulos blancos había aumentado, el de glóbulos rojos descendido: las cifras que me indicó parecían las mías del mes pasado. Incluso le habían recetado lo mismo. No era sorprendente, pero me provocó una sensación desagradable y claustrofóbica, al pensar en lo que significaba:

Las dos viviremos o las dos moriremos.

En los días siguientes esa idea comenzó a obsesionarme. Era como el vudú, como una maldición salida de un cuento de hadas, o el desenlace de las palabras que pronunció la noche en que nos convertimos en "hermanas de sangre". Nunca habíamos soñado los mismos sueños, ciertamente jamás habíamos amado a los mismos hombres, pero ahora... era como si nos castigasen, por no haber respetado las fuerzas que nos unían.

Una parte de mí
sabía
que eso eran chorradas. ¡Fuerzas
que nos unen
! Era estática mental, el producto del estrés, nada más. Pero la verdad era igualmente opresora: la maquinaria biomédica emitía su veredicto idéntico en nosotras dos, a pesar de los miles de kilómetros que nos separaban, a pesar de habernos forjados vidas separadas desafiando nuestra unidad genética.

Intenté ocultarme en el trabajo. En cierto grado, tuve éxito, si es que el estupor gris causado por dieciocho horas al día frente a un terminal puede considerarse éxito.

Empecé a evitar a Martin; su preocupación de cachorrillo era demasiado para mí. Quizá tuviese buena intención, pero yo no poseía la energía para justificarle, una y otra vez. Perversamente, al mismo tiempo, echaba mucho de menos nuestras discusiones; resistirme a sus hábitos maternales excesivos al menos me había hecho sentir fuerte, aunque sólo fuese en contraste a la indefensión que él parecía esperar de mí.

Al principio llamé a Paula todas las semanas, pero luego gradualmente cada vez con menos frecuencia. Deberíamos haber sido confidentes ideales; de hecho, nada podría haber sido menos cierto. Nuestras conversaciones eran redundantes; una sabía demasiado bien lo que la otra pensaba. No había sensación de descargarse, sino la simple sensación sofocante y monótona de reconocerse. Intentamos superarnos la una a la otra en nuestra capacidad para fingir una capa de optimismo, pero se trataba de un esfuerzo deprimentemente transparente. Con el tiempo pensé: cuando —si ocurre— reciba buenas noticias, la llamaré; hasta entonces, ¿qué sentido tiene? Aparentemente, ella llegó a la misma conclusión.

Durante la infancia, nos obligaban a estar juntas. Nos queríamos, supongo, pero... siempre estábamos en la misma clase, llevábamos la misma ropa, recibíamos los mismos regalos de Navidad y cumpleaños, y siempre enfermábamos a la vez, de lo mismo, por la misma razón. Cuando ella se fue de casa, yo sentí envidia, y también durante un tiempo me sentí horriblemente sola, pero luego sentí alegría,
liberación
, porque sabía que no tenía ningún deseo de seguirla, y sabía que a partir de ese punto, nuestras vidas no harían más que diverger.

Ahora daba la impresión de que todo había sido una ilusión. Viviríamos o moriríamos juntas, y todos nuestros esfuerzos por romper los vínculos habrían sido en vano.

Como cuatro meses después del comienzo del tratamiento, mi recuento sanguíneo comenzó a cambiar. Me aterrorizaba más que nunca que mis esperanzas se frustrasen, y pasaba todo el tiempo luchando para evitar entregarme a un optimismo prematuro. No me atrevía a llamar a Paula; no se me ocurría nada peor que hacerle creer que nos habíamos curado, para que luego resultase ser un error. Incluso cuando la doctora Packard —cautelosa, casi a regañadientes— admitió que las cosas tenían buen aspecto, me dije que podría ser que se hubiese arrepentido de su política de sinceridad total y hubiese decidido ofrecerme algunas mentiras paliativas.

Una mañana desperté, todavía no convencida de que estaba curada, pero harta de sentir que debían hundirme en la depresión por temor a sentirme decepcionada. Si deseaba certidumbres absolutas, lo pasaría fatal durante toda mi vida; siempre sería posible sufrir una recaída, o podría aparecer un
virus totalmente nuevo.

Era una mañana oscura y fría, con mucha lluvia, pero mientras salía estremeciéndome de la cama, me sentí más alegre que en cualquier momento desde el comienzo de todo.

Había un mensaje, marcado como CONFIDENCIAL, en el buzón de correo de la estación de trabajo. Me llevó treinta segundos recordar la palabra clave que precisaba, y durante el proceso mi estremecimiento aumentó,

El mensaje venía del administrador jefe del Hospital Popular de Libreville, ofreciendo sus condolencias por la muerte de mi hermana y solicitando instrucciones sobre el destino del cadáver.

No sé qué sentí al principio. Incredulidad. Culpa, Confusión. Miedo. ¿Cómo podía haber muerto ella cuando yo estaba tan cerca de la recuperación? ¿Cómo podía haber muerto sin decirme nada? ¿
Cómo pude dejarla morir sola
? Me alejé del terminal y me apoyé en la fría pared de ladrillo.

Lo peor fue que de pronto
comprendí
por qué había mantenido silencio. Debió pensar que yo también me moría, y eso era lo que la dos más temíamos: morir juntas. A pesar de todo, morir juntas, como si fuésemos una.

¿Cómo era posible que la medicación hubiese fallado en su caso y funcionado en el mío? ¿
Había funcionado en mi caso
? Durante un momento de paranoia absoluta, me pregunté si el hospital habría estado falsificando los resultados de mis pruebas, si no estaría yo al borde de la muerte. Pero era ridículo.

Entonces, ¿por qué había muerto Paula? Sólo había una respuesta posible. Debería haber vuelto a casa, debería
haberla
obligado a volver a casa. ¿Cómo puede dejarla allí, en un país tropical del tercer mundo, con su sistema inmunológico debilitado, viviendo en una choza de fibra de vidrio, sin un sistema sanitario adecuado, probablemente malnutrida? Debería haberle enviado dinero, debería haberle enviado el billete, debería haber ido en persona y traerla a rastras.

En su lugar, había mantenido la distancia. Temiendo que fuésemos a morir juntas, temiendo la maldición de nuestra igualdad, le dejé morir sola.

Intenté llorar, pero algo me detuvo. Me quedé sentada en la cocina, sollozando sin lágrimas. Era inútil. La había matado con mi superstición y mi cobardía. No tenía derecho a estar con vida.

Pasé la siguiente quincena enfrentándome a las complejidades legales y administrativas de la muerte en un país extranjero. El testamento de Paula pedía la cremación, pero no decía dónde debía realizarse, así que dispuse que trajesen a casa el cuerpo y sus efectos personales. El servicio estaba prácticamente desierto; nuestros padres habían muerto una década antes, en un accidente de tráfico, y aunque Paula había tenido amigos por todo el mundo, muy pocos podían realizar el viaje.

Pero Martin vino. Cuando me pasó el brazo por encima, me volví y le susurré con furia:

—Ni siquiera la conocías. ¿Qué coño haces aquí?

Me miró dolido y confundido, luego se alejó sin decir nada.

No puedo fingir que no me sentía agradecida cuando Packard anunció que estaba curada, pero incluso a ella debió sorprenderle que no me alegrase demasiado. Podría haberle contado lo de Paula, pero no querían que me administrasen viejos clichés sobre lo irracional que era el que me sintiese culpable por sobrevivir.

Estaba muerta. Yo cada día estaba más fuerte; a menudo enferma de culpa y depresión, pero a menudo simplemente entumecida. Fácilmente podría haber acabado ahí.

Siguiendo las instrucciones de su testamento, envié casi todo lo que tenía —cuadernos de notas, discos, cintas de audio y vídeo— a su agente, para que lo enviase a los editores y productores correspondientes, que quizá pudiesen darle uso. Lo que quedaba era ropa, una diminuta cantidad de joyas y cosméticos, y un puñado de otras cosas. Incluyendo un pequeño vial de vidrio con cápsulas rojas y negras.

No sé qué me impulsó a tomar una de las cápsulas. A mí todavía me quedaba una docena, y Packard se había encogido de hombros cuando le pregunté si debería terminármelas y me dijo que daño no podían hacerme.

No había resabio.
Cada vez que tragaba una de las mías, a los pocos minutos tenía un resabio amargo.

Rompí una segunda cápsula y me coloqué el polvo blanco en la lengua. Carecía por completo de sabor. Corrí y agarré mi propio suministro, probé una de la misma forma; sabía tan mal que los ojos se me llenaron de lágrimas.

Intenté, con todas mis fuerzas, no hacer cábalas. Sabía muy bien que los productos farmacéuticos a menudo se mezclaban con sustancias inertes, y quizá no fuese necesariamente la misma en todas las ocasiones, pero ¿por qué usar algo
amargo
para esa función? El sabor debía ser de la medicina en sí. Los dos viales llevaban el mismo logotipo y nombre de fabricante. La misma marca. El mismo nombre genérico. El mismo nombre formal para el ingrediente activo. El mismo código de producto, hasta el último dígito. Sólo diferían los números de lote.

La primera explicación que venía a la mente era corrupción. Aunque no podía recordar los detalles, estaba segura de haber leído algo sobre docenas de casos en funcionarios sanitarios en países en desarrollo que desviaban productos farmacéuticos para revenderlos en el mercado negro. ¿Qué mejor forma de cubrir un robo que sustituir la sustancia robada con otra.,, una barata, inofensiva, y totalmente inútil? Las cápsulas de gelatina en sí no llevaban más que el logotipo del fabricante, y dado que la compañía probablemente fabricaba al menos un millar de medicamentos diferentes, no habría sido difícil encontrar algo más barato, con el mismo tamaño y coloración.

No tenía ni idea de qué hacer con esa hipótesis. Anónimos burócratas en un país lejano habían matado a mi hermana, pero las posibilidades de descubrir quiénes habían sido, y menos aún llevarlos antes la justicia, eran infinitamente pequeñas. Incluso de tener pruebas reales y sólidas, ¿qué era lo más que podía esperar? Una protesta vaga de un diplomático a otro.

Hice que analizasen una de las cápsulas de Paula. Me costó una fortuna, pero ya debía tanto dinero que ni siquiera me importó,

Estaba llena de una mezcla de compuestos inorgánicos solubles, No había ni rastro de la sustancia descrita en la etiqueta, ni de nada más que tuviese la más mínima actividad biológica. No era una droga sustituía barata, escogida al azar.

Era un placebo.

Permanecí con el informe en la mano durante varios minutos, intentando aceptar lo que significaba. Hubiese podido comprender la simple avaricia, pero en este caso había una inhumanidad total, completamente fría, que no podía obligarme a aceptar. Alguien debía haber cometido un error normal.
Nadie
podría ser tan cruel.

Entonces recordé las palabras de Packard. "Simplemente cuide de sí misma como lo hace normalmente. No haga
nada
que se salga de lo habitual".

Oh no,
doctora.
Claro que no,
doctora.
No estaría bien deteriorar el experimento con factores adicionales, externos e incontrolables.

Me puse en contacto con una periodista de investigación, una de las mejores del país. Quedé con ella en un pequeño café en las afueras de la ciudad.

Conduje hasta allí —aterrada, furiosa, triunfante— pensando que tenía la exclusiva de la década, pensando que tenía dinamita, creyendo ser Meryl Streep interpretando a Karen Silkwood. Me sentía mareada con los pensamientos de venganza. Iban a rodar cabezas.

Nadie intentó echarme de la carretera. El café estaba desierto, y el camarero apenas prestó atención a lo que pedimos, y menos aún a nuestra conversación.

La periodista fue muy amable. Con tranquilidad me explicó las verdades de la vida.

Tras el desastre de Monte Carlo, se habían aprobado muchas leyes para ayudaba a lidiar con la emergencia, y se habían derogado muchas leyes, Como cuestión urgente, era preciso desarrollar y valorar nuevas medicinas para tratar las nuevas enfermedades, y la mejor forma de garantizarlo era eliminar las engorrosas regulaciones que hacían que los ensayos clínicos fuesen tan difíciles y caros.

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