Axiomático (20 page)

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Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
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Oculté mi inquietud ante mis padres, pero estaba harto de rechazar mis recuerdos como simples mentiras; intenté comentarlos con otros niños, que respondieron con ridículo y hostilidad. Después de un periodo de peleas y berrinches, me convertí en un introvertido. Mis padres decían cosas como "Hoy estás muy callado", día tras día, demostrándome totalmente lo estúpidos que eran.

Es un milagro que aprendiese algo. Incluso ahora, no estoy seguro en qué medida mi capacidad para leer me pertenece, y qué parte es de los anfitriones. Estoy seguro de que mi vocabulario viaja conmigo, pero el asunto a bajo nivel de examinar la página, de reconocer letras y palabras, no parece ser el mismo un día tras otro. (Algo similar pasa con la conducción; casi todos mis anfitriones tienen carné, pero yo jamás he tenido ni una lección. Conozco el reglamento de tráfico, sé lo de las marchas y los pedales, pero jamás he intentado salir a la carretera en un cuerpo que no lo haya hecho antes; sería un buen experimento, pero no es habitual que esos cuerpos tengan coche).

Aprendí a leer. En poco tiempo aprendí a hacerlo con rapidez: si no acababa el libro el día que lo empezaba, sabía que podrían pasar semanas o meses antes de poder tenerlo otra vez entre manos. Leí cientos de historias de aventuras, repletas de héroes y heroínas con amigos, hermanos y hermanas, incluso animales domésticos, que seguían con ellos un día tras otro. Cada libro dolía un poco más, pero no podía dejar de leer, no podía abandonar la esperanza de que el siguiente libro que abriese empezase con estas palabras: "Una mañana soleada, un muchacho despertó, y se preguntó cuál sería su nombre".

Un día vi a mi padre consultar un callejero y, a pesar de mi timidez, le pregunté qué era. En la escuela había visto globos y mapas del país, pero nunca nada como aquello. Señaló nuestra casa, mi escuela, y su lugar de trabajo, tanto en el detallado mapa de calles como en el mapa clave de toda la ciudad que había en el interior de la portada.

En esa época, una marca de callejeros poseía un monopolio virtual. Toda familia tenía uno, y cada día durante semanas, intimidaba a mi padre o madre para que me mostrase cosas en el mapa general. Pude memorizar gran parte (en una ocasión intenté hacer marcas con lápiz, pensando que de alguna forma heredarían la permanencia mágica del callejero en sí, pero resultaron ser tan transitorias como todo lo que escribía y dibujaba en la escuela). Sabía que había dado con algo profundo, pero la idea de mi propio movimiento, de un lugar a otro en una ciudad que no cambiaba, todavía no había logrado cristalizar.

No mucho después, cuando mi nombre era Danny Fosler (hoy en día, proyeccionista de cine, con una hermosa esposa llamada Kate con la que perdí mi virginidad, aunque probablemente no la de Danny), fui al octavo cumpleaños de un amigo. No comprendía en absoluto los cumpleaños; algunos años no tenía, otros años cumplía dos o tres veces. El chico del cumpleaños, Charlie McBride, no era amigo mío por lo que yo sabía, pero mis padres me compraron un regalo para que se lo diese, una ametralladora de plástico, y me llevaron a su casa; yo no podía decidir. Cuando llegué a casa, di la lata a papá para que me mostrase, en el mapa de calles, dónde había estado exactamente, y la ruta seguida por el coche.

Una semana más tarde, me desperté con la cara de Charlie McBride, más una casa, padres, hermanito, hermana mayor y juguetes idénticos a lo que había visto en la fiesta. Me negué a comer el desayuno hasta que mi madre no me mostró nuestra casa en el mapa de calles, pero yo ya sabía dónde señalaría.

Fingí salir para la escuela. Mi hermano era demasiado pequeño para ir al colegio, y mi hermana demasiado mayor como para querer que la viesen conmigo; en esas circunstancias, normalmente seguía el flujo de otros niños por entre las calles, pero ese día no lo hice.

Todavía recordaba algunos puntos de referencia del viaje a la fiesta. Me perdí algunas veces, pero continuamente daba con calles que había visto antes; docenas de fragmentos de mi mundo empezaban a conectarse. Era simultáneamente estimulante y aterrador; creía estar poniendo al descubierto una vasta conspiración, creía que todo el mundo había estado ocultando a propósito los secretos de la existencia, y al fin me encontraba a punto de superarlos a todos.

Pero cuando llegué a la casa de Danny, no me sentí triunfante, simplemente me sentí solo, engañado y confundido. Con revelación o sin revelación, seguía siendo un niño. Me senté en la escalera delantera y lloré. La señora Foster salió, agitada, llamándome Charlie, preguntándome dónde estaba mi madre, cómo había llegado hasta allí, por qué no estaba en el colegio. Grité insultos a esa sucia
mentirosa
, que había fingido, como lo habían hecho todas, ser mi madre. Se hicieron llamadas telefónicas, y me llevaron a casa gritando, para pasar el día en mi dormitorio, negándome a comer, negándome a hablar, negándome a explicar mi imperdonable comportamiento.

Esa noche, oí a mis "padres" hablar sobre mí, acordando lo que ahora creo era una visita a un psicólogo infantil.

Nunca llegué a esa cita.

Desde hace once años, he estado pasando mis días en el lugar de trabajo del anfitrión. Ciertamente, no lo hago por los anfitriones; es mucho más probable que consiga que los despidan si hago un mal trabajo que por una ausencia de un día cada tres años. Es, bien, es lo que hago, es quién soy hoy en día. Todos debemos definirnos de alguna forma; yo soy imitador profesional. El sueldo y las condiciones de trabajo son variables, pero es una vocación que no puedo negar.

He intentado construir una vida independiente para mí, pero no he conseguido que funcione. Cuando era mucho más joven, y en general soltero, me asigné temas a estudiar. Fue entonces cuando contraté por primera vez la caja de seguridad, para guardar notas. Estudié matemáticas, química y física, en la biblioteca central de la ciudad, pero cuando un tema empezaba a volverse complejo, era difícil encontrar la disciplina para avanzar. ¿Qué sentido tenía? Sabía que jamás podría ser un científico en activo. Y en cuanto a descubrir la naturaleza de mi situación, estaba claro que la respuesta no la iba a encontrar en un libro de biblioteca sobre neurobiología. En las tranquilas y frías salas de lectura, sin nada que escuchar excepto el zumbido soporífero del aire acondicionado, me hundía en fantasías tan pronto como las ecuaciones o las palabras que tenía delante dejaban de tener sentido.

En una ocasión seguí un curso por correspondencia de física básica; contraté un apartado de correos y guardé la llave en mi caja de seguridad. Completé el curso, y lo hice bastante bien, pero no tenía a nadie a quien contarle mi éxito.

Poco después conseguí una amiga por correspondencia en Suiza. Estudiaba música, violinista, y yo le conté que estudiaba física en la universidad local. Ella me mandó una foto, y, con el tiempo, yo hice lo mismo, tras esperar a uno de mis anfitriones más guapos. Intercambiamos cartas regularmente, todas las semanas durante más de un año. Un día me escribió, diciéndome que venía a visitarme, preguntándome detalles sobre cómo encontrarnos. Creo que jamás me he sentido más solo como en ese momento. Si no hubiese mandado esa foto, al menos podría haberla visto durante un día. Podría haber pasado toda una tarde, hablando cara a cara con mi única amiga de verdad, la única persona en el mundo que realmente me conocía a

, y no a uno de mis anfitriones. Dejé de escribir de inmediato, y abandoné el apartado de correos.

En ocasiones he considerado el suicidio, pero el hecho de que sería asesinado, y que quizá no lograse más que lanzarme a otro anfitrión, han sido fuerzas disuasorias muy eficientes.

Tras dejar atrás todas las confusiones y amarguras de la infancia, en general he intentado ser razonable con mis anfitriones. Algunos días he perdido el control y he hecho cosas que debieron causarle problemas o avergonzarles (y en el caso de aquellos que se lo pueden permitir sin problemas, cojo un poco de dinero para mi caja de seguridad), pero jamás he hecho daño intencionadamente a nadie. En ocasiones casi siento que saben de mí y me desean lo mejor, aunque todas las pruebas indirectas, preguntado a las esposas y amigos cuando he tenido visitas con muy poca separación, sugieren que los días faltantes se cubren por una amnesia sin fisuras, mis anfitriones no saben que han estado fuera, y aún menos tienen la oportunidad de intentar averiguar por qué. En lo que se refiere a
mi
conociéndolos a
ellos
, bien, en ocasiones veo amor y respeto en los ojos de sus familiares y colegas, en ocasiones veo pruebas físicas de logros que puedo admirar —un anfitrión ha escrito una novela, una comedia negra sobre sus experiencias en Vietnam, que he leído y disfrutado; uno es aficionado a fabricar telescopios, con un hermoso y exquisito reflector newtoniano de trece centímetros con el que contemplé el cometa Halley, pero son
demasiados
. Cuando muera, habré entrevisto la vida de cada uno durante veinte o treinta días esparcidos al azar.

Conduzco alrededor del perímetro del Instituto Pearlman, viendo qué ventanas están iluminadas, qué puertas están abiertas, qué actividad es visible. Hay varias entradas, desde una que es claramente para el público, con un vestíbulo enmoquetado y una recepción de caoba, hasta una puerta de metal oxidada que se abre a un espacio sombrío y cubierto de asfalto entre dos edificios. Aparco en la calle, en lugar de arriesgarme a ocupar un sitio al que no tenga derecho.

Estoy nervioso, y me aproximo a la que espero que sea la puerta correcta; todavía siento dolor en las tripas durante esos horribles segundos antes de que un colega me vea por primera vez, y se haga, de pronto, cien veces más difícil retroceder, y viéndolo por el lado positivo, también mucho más fácil continuar.

—Buenos días, Johnny.

—Buenas.

La enfermera sigue caminando incluso mientras se produce ese breve intercambio. Tengo la esperanza de descubrir donde se supone que debo estar por medio de una especie de fuerza de unión social; la gente con la que suelo pasar más tiempo debería recibirme con algo más que un asentimiento y dos palabras. Vago un poco por un pasillo, intentando acostumbrarme al sonido de mis suelas de goma sobre el linóleo. De pronto, una voz áspera me grita:

—¡O'Leary! —y me vuelvo para ver a un joven vestido con un uniforme igual al mío, recorriendo a zancadas el pasillo hacia mí, con el ceño fruncido, los brazos extendidos en un gesto nada natural y el rostro estremeciéndose—. ¡Por ahí de paseo! ¡Perdiendo el tiempo! ¡
Otra vez
! —el comportamiento es tan estrafalario que, durante una fracción de segundo, estoy convencido de que es uno de los pacientes; algún psicótico que siente rencor hacia mí, ha matado a otro celador, le ha robado el uniforme y está a punto de sacar un hacha manchada de sangre. Luego el tipo hincha los mofletes y se queda ahí mirándome con furia, y de pronto lo comprendo; no está loco, simplemente está parodiando a un superior obeso y agresivo. Con un dedo le pincho la cara hinchada, como si hiciese estallar un globo, lo que me da la oportunidad de acercarme y leer su identificación: Ralph Dopita.

—¡Has saltado hasta el techo! ¡No podía creerlo! ¡Al fin he acertado con la voz!

—Y también la cara. Pero tienes suerte, naciste feo.

Se encoge de hombros.

—No es lo que pensaba tu mujer anoche.

—Estabas borracho; no era mi esposa, era tu madre.

—¿No repito continuamente que para mí eres como un padre?

El pasillo, después de muchos giros aparentemente gratuitos, lleva hasta una cocina, todo acero inoxidable y vapor, donde hay dos celadores, y tres cocineros que preparan el desayuno. Con el agua caliente que cae continuamente a un fregadero, el entrechocar de las bandejas y los utensilios, el silbido de la grasa y el sonido torturado del ventilador que está a punto de fallar, es casi imposible oír a nadie hablar. Uno de los celadores imita a un pollo y luego hace un gesto, agitando una mano sobre la cabeza, señalando hacia arriba, como indicando todo el edificio.

—Huevos suficientes para comer... —grita, y los otros ríen, así que yo también me río.

Más tarde, les sigo hasta una sala almacén junto a la cocina, donde cada uno de nosotros coge un carrito. Fijadas a una tablilla, cubiertas de plástico transparente, hay cuatro listas de pacientes, una para cada pabellón, ordenadas por número de habitación. Junto a cada nombre hay un pequeño círculo adhesivo de color, verde, rojo o azul. Me demoro hasta que sólo queda una.

Se preparan tres tipos de comida: bacon y huevos con tostadas, cereales y un puré pastoso y amarillo que se parece a la comida para bebés, en orden descendente de popularidad. En mi lista hay más pegatinas rojas que verdes, y sólo una azul, pero estoy razonablemente seguro de que en total había más verdes que rojas cuando vi las cuatro listas juntas. Mientras cargo el carrito siguiendo ese criterio, consigo dar otro vistazo a la lista de Ralph, que es principalmente verde, y el contenido de su carrito confirma que he deducido correctamente el código.

Nunca antes he estado en un hospital psiquiátrico, ya fuese como paciente o como miembro del personal. Hace como cinco años pasé un día en prisión, donde conseguí evitar por los pelos que aplastasen el cráneo de mi anfitrión; nunca supe qué había hecho, o de cuánto era su condena, pero la verdad es que espero que esté fuera para cuando yo regrese a él.

Mi idea vaga de que este lugar sería similar resulta estar agradablemente equivocada. Las celdas de la prisión estaban personalizadas hasta cierto punto, con láminas en las paredes y otras posesiones idiosincrásicas, pero seguían pareciendo celdas. Aquí las habitaciones están mucho menos atestadas con ese tipo de cosas, pero su carácter subyacente es mil veces menos duro. No hay barrotes en las ventanas y las puertas de mi pabellón no tienen cerradura. Casi todos los pacientes están ya despiertos, sentados en la cama, recibiéndome con un "buenos días" apagado; algunos se llevan la bandeja a la sala común, donde hay un televisor dando las noticias. Quizá el nivel de calma no sea natural, sino producto exclusivo de la medicación; quizá la paz que siento hace que mi trabajo no sea traumático, atrofie y oprima a los pacientes. Quizá no. Quizá algún día lo descubra.

Mi último paciente, el último adhesivo azul, está apuntado como Klein, F.C. un hombre delgado de mediana edad con pelo revuelto y barba de algunos días. Está tendido tan recto que espero ver correas sujetándole, pero no las hay. Los ojos están abiertos pero no me siguen, y no recibo respuesta al saludarle.

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