Cuando terminaron las guerras, el fuerte fue desmilitarizado y el teniente Peyton destinado al servicio en el mar. Cuatro años más tarde regresó a Fort Repose con una esposa, una hija, y un título del gobierno abarcando cien acres. Había escogido aquel preciso lugar para su hacienda porque era el campo más alto de la zona, con una brusca pendiente hacia el río, ideal para plantar los naranjeros importados de España y del Lejano Oriente. La casa original de Peyton se incendió. El edificio actual había sido construido por su yerno, el primer Marcus Bragg, nativo de Filadelfia, y abogado enviado eventualmente al Senado. La atalaya o terraza fue añadida por el viejo teniente Peyton, de modo que con sus catalejos de latón pudiese observar lo que ocurría en la confluencia de los ríos.
Ahora las pertenencias de los Bragg habían disminuido hasta treinta y seis acres, pero treinta quedaban aún con cítricos primitivos... naranjas, mandarinas, valencias y temples... todos cuidados y vendidos en la temporada por la cooperativa del condado. Cada año Randy recibía cheques totalizando de ocho a diez mil dólares de la cooperativa. La mitad pasaba a su hermano mayor, Mark, el de la Fuerza Aérea, de la j que era coronel destinado en Offutt Field, cuartel general de la fuerza del Comando Aéreo Estratégico, cerca de Omaha. Con su parte, más los dividendos de una fundación establecida por su padre y sus honorarios ocasionales como abogado, Randy vivía cómodamente. Puesto que conducía un coche nuevo y pagaba sus facturas sin retraso, el comercio de Fort Repose le consideraba bien acomodado. Los ricos recién llegados le clasificaban como un pobre gentilhombre.
Randy oyó música abajo y supo que Missouri había puesto en marcha su tocadiscos y que, por tanto, estaba fregando el piso. El método de Missouri era extender la cera, quitarse los zapatos, envolver sus pies en trapos y luego pulirla bailando. Esto era probablemente tan eficiente, y con certeza más divertido, que utilizar la enceradora eléctrica.
Se dejó caer en una hamaca y enfocó sus binoculares el acre, mucho antes de la primera inflación, condenado pájaro entre los pinos, palmas y hojas y ramas de robles. Los Henri habían vivido allí tanto como los| Bragg porque el primer Henri vino como esclavo y sirviente del teniente Peyton. Ahora los Henri poseían cuatro acres enclavados en el límite de levante de los bosques Bragg. El padre del predicador Henri lo compró del abuelo de Randolph a cien dólares sobre la casa del predicador Henri, buscando su cuando la tierra se valoraba sólo por lo que producía. El predicador estaba enganchando su mula, Balaam —la última mula del condado de Timucuan— a la carretela. En este mes el predicador cuidaba su maíz y centeno, mientras que su esposa, Jane, recogía y vendía tomates y efectuaba la labor de fabricar, conservas. Tenía que bajar y hablar al predicador sobre aquel condenado pájaro, pensó Randy. Si alguien era adecuado para observar y reconocer un periquito de Carolina volando por allí era el predicador, porque conocía a «todos los pájaros, sus costumbres y sus cantos. Enfocó con los anteojos el extremo del muelle desvencijado de Henri. Tu Tone tenia cinco cañas de bambú extendidas. El propio Tu Tone estaba reclinado de costado, la cabeza apoyada en la mano, para poder vigilar los corchos, sin esfuerzo. El hijo menor del predicador, Malachai, que era portero de Randy y tan de confianza como Tu Tone, no estaba por allí.
Randy oyó cómo sonaba el teléfono de su despacho. La música se detuvo y comprendió que Missouri estaba contestando. Al poco ella le llamó desde la terraza inferior.
—Señor Randy, es para usted. Es Wertern Union.
—Dígale que bajo en seguida —contestó Randy, saltando de la hamaca y bajando por la escalera, preguntándose quien le enviaba un telegrama. No era su cumpleaños. Si ocurría algo importante, la gente telefoneaba. A menos..., se acordó, que la Fuerza Aérea enviaba telegramas cuando un hombre resultaba herido o moría. Pero no podía ser Mark, porque dos años llevaba su hermano sin volar, tras un escritorio. Sin embargo, Mark hacía prácticas de vuelo cada mes, a ser posible, tratando de cobrar una paga extra.
Tomó el teléfono de manos de Missouri y la apartó a un lado.
—¿Diga? —preguntó.
—Tengo un telegrama, Randy... en realidad es un cable... de San Juan, Puerto Rico. Está firmado por Mark. Es realmente muy raro.
Randy respiró, aliviado. Si Mark había enviado el mensaje, entonces Mark estaba bien.
El hombre no podía elegir a sus parientes, sólo a sus amigos, péro Mark había sido siempre amigo de Randy, además de hermano.
—¿Qué dice el mensaje?
—Bueno, se lo leeré —contestó Florence—, y luego usted me lo vuelve a leer para confirmarlo. Dice: —«Urgente que te reúnas conmigo en Base Ops McCoy a mediodía de hoy. Gerad y los chicos vuelan hacia Orlando esta noche. Ay, Babilonia». —Florence hizo una pausa—. Eso es lo que dice «Ay, Babilonia». ¿Quiere que se lo repita todo, Randy?
—No, gracias.
—¿Qué es lo que significa «Ay, Babilonia»? ¿No está sacado de la Biblia?
—No lo sé. Me lo imagino. —Conocía muy bien lo que significaba. Sintió náuseas.
—Hay otra cosa más, Randy.
—¿Sí?
—Oh, no es nada. Se lo diré la próxima vez que nos veamos. Y espero que no vista usted esos llamativos pijamas. Adiós, Randy. ¿Seguro de que se enteró del mensaje?
—Seguro —contestó él y colgó, dejándose caer en una mecedora. Ay, Babilonia, era una señal particular de la familia. Cuando eran chicos, Marck y él solían deslizarse de la iglesia bautista del Primer Reposo Africano las noches del sábado para oír al predicador Henri evocar el fuego del infierno y la condenación sobre los pecadores de las grandes ciudades. El predicador Henri siempre sacaba su texto de la revelación de San Juan. Parecía ser que terminara cada verso con «¡Ay, Babilonia!», en una voz tan resonante que podía notársela si uno colocaba las yemas de los dedos en los tableros de pino de la iglesia. Randy y Mark se agazapaban bajo la ventana posterior detrás del público, fascinados y con los ojos muy abiertos, mientras el predicador Henri describía las aberraciones babilonianas, incluyendo la fornicación. Algunas veces el predicador Henri hacía que Babilonia pareciese Miami y otras veces Tampa, porque no sólo condenaba la fornicación —leyó la palabra sacándola de la Biblia— sino las carreras de caballos y las de perros. Randy casi podía oírle aún. «Y os digo ahora, todos los engañadores de esposas, los bebedores de whisky y los pervertidos lo conseguirán. Todos los que salen de esos palacios del pecado, de la playa, que llaman hoteles o moteles, cuando mujeres vestidas con abrigos de visón y joyas y no mucha más ropa, recibirán su castigo. Y los que viajan raudos en Cadillac y en llamativos vehículos, recibirán su castigo. Como se dice aquí en el Buen Libro, que la Gran Ciudad estaba forrada de fino lino y de púrpura y de escarlata cubierta de piedras preciosas y de perlas, esa Gran Ciudad fue borrada por el fuego, de la superficie de la tierra, en una hora. ¡Sólo en una hora! ¡Ay, Babilonia!
O bien el predicador Henri era demasiado viejo: o la congregación de Reposo Africano estaba cansada de sus calcinantes profecías, porque solamente predicaba aquellos domingos en que llegaba el nuevo ministro, un graduado de la universidad, de piel clara, que en aquellas fechas se dirigía a la ciudad. Randy y Mark nunca olvidaron la atronadora predicación de Henri y de ella sacaron su sinónimo privado de desastre verdadero, cósmico, pasado, o pasado a futuro. Si uno se caía del muelle, o perdía su dinero jugando al póker o llegaba tarde a una cita prometedora con alguna buena pieza de Pistolville, o anunciaba que un huracán o una helada se aproximaba, el otro se quejaba con un «¡Ay, Babilonia!».
Pero en este telegrama había un significado muy especial, exacto. Mark tuvo un permiso por Navidades y bajó con Gerad y los dos niños, Ben Franklin y Peyton para pasarse en la casa una semana. Durante su última noche en Fort Repose, después de que los demás estuviesen en la cama, Mark y Randy estuvieron sentados allí, en este despacho, mirando a la botella de whisky y con profunda ansiedad en sus corazones, tratando de adivinar el futuro. Las Navidades habían sido una época de tribulaciones, un tiempo de confusiones en casa y de tensiones en el extranjero, pero de toda su vida, Randy no podía recordar otra clase de épocas. Siempre hubo depresión, o guerra, o amenaza de conflicto bélico.
Mark estaba en el servicio de inteligencia de CAS, había recorrido el anticuado planeta tres veces por completo desde su casa en la bahía, de modo que lo conoció perfectamente. Ahora miraba el globo terráqueo, comprado por su abuelo, el diplomático, antes de la primera gran guerra, de modo que los países, algunos con nombres infamiliares, parecían singularmente garrapateados. Los continentes y mares eran los mismos, que es lo que importaba. Mientras Mark hablaba, su rostro se puso serio, casi fantasmal, y su dedo índice trazó grandes rutas circulares a través de la agrietada superficie... trayectorias de proyectiles dirigidos y de bombarderos. Luego trazó un tosco mapa, con dos lineas que se cortaban, la línea que continuaba hacia arriba después del cruce pertenecía a la Unión Soviética y el momento de intersección era el adecuado, entonces.
—¿Cómo sucedió? —había preguntado Rancy—. ¿Dónde cometimos el resbalón?
—No fue falta de dinero —había sido la respuesta de Mark—. Fue un estado mental. Las mentalidades Chevrolet buscando alejarse de un mundo espacionave. Las naciones son como las personas. Cuando se hacen ricas y gordas se convierten en conservadoras. Gastan su energía tratando de conservar las cosas tal y como están... y eso va contra la naturaleza. O, los servicios también tuvieron la culpa. Quizás incluso C.A.S. Nosotros diseñamos los bombarderos más hermosos del mundo y los construimos a millares. Hemos mejorado y perfeccionado cada año estos aparatos, como a los nuevos modelos de coches. No podemos soportar la idea de que los bombarderos a reacción por sí mismos puedan quedar pasados de moda. Ahora estamos en la posición de la Marina Federal, eon sus fragatas de vapor y de madera, contra los buques blindados confederados. Es un estado mental que el dinero a solas no curará.
—¿Y quién lo hará? —preguntó Randy.
—Hombres. Hombres como John Ericsson para inventar un
«Monitor»
que se enfrente a un
«Merrimac»
. Hombres valientes, osados, tenaces. Hombres impacientes y singulares como Rickover, aporreando escritorios, pidiendo su submarino atómico. Hombres implacables que disparan las cabezas de muerte de proyectiles incendiarios. Hombres rudos que guían a los poco imaginativos, a los indiferentes, a los hijos de perra que saltan sobre un ganso, al galope. Jóvenes, porque necesitamos volver a ser un país joven. Si conseguimos esa clase de hombres quizá lo logremos... Mientras el otro bando nos dé tiempo.
—¿Lo darán?
Mark había repasado la esfera terráquea y se encogió de hombros.
—No lo sé. Creo que el globo está a punto de subir y yo voy a enviar a Helen y a los chicos a esta casa. Cuando un hombre muere y su mujer y sus hijos mueren con él, entonces ha muerto por entero, sin dejar nada atrás.
—¿Crees que estarán aquí más seguros que en Omaha? Después de todo tenemos aquí el complejo Jax Naval Air al norte nuestro, y Homestead y Miami al sur y Eglin al noroeste y Machill y Tampa al suroeste y el Centro de pruebas de proyectiles dirigidos en Cabo Cañaveral al este y McCoy y Orlando casi a la puerta de la calle, a sólo sesenta y cinco kilómetros. ¿Te parece buen lugar?
—No hay ningún sitio que pueda considerarse absolutamente a salvo. Con las explosiones y la radiación, habrá suerte...según sea el tamaño y la configuración de las armas, la altitud de la bola de fuego, la dirección del viento. Pero conozco a Helen y los chicos y sé que no tendrán mucha posibilidad en Omaha. Los cuarteles generales del C.A.S. tienen que ser el blanco número uno para el enemigo. Apuesto a que tienen programada una bomba de cinco megatones para Offutt y puesto que nuestra casa queda a ocho millas de la base ninguna clase de Fuerte le salvaría... —Mark sacudió los dedos—. No es que crea que eso haría mucho b.ien al enemigo... Bastaría dar automáticamente órdenes a otros centros de control y todas nuestras tripulaciones conocerían sus blancos. Pero ellos atacarán el cuartel general del C.E.S., esperando una parálisis temporal. Todo cuanto necesitan es un poco de retraso. Tendré que estar allí, en Offutt, en el agujero, pero por lo menos lo que se le permite hacer a un hombre es dar una oportunidad a sus hijos para que crezcan y creo que la tendrán mejor aquí en Fort Repose que en Omaha. Así que, ya veo lo que viene y éste es el momento, pero cuando el instante esté más próximo enviaré a Helen y a los chicos hasta esta casa. Y trataré de avisarte, para que puedas estar preparado.
Mark quiso saber:
—¿Cómo?
Mark sonrió.
—No te llamaré y te diré «Eh, Randy, los rusos están a punto de atacarnos». Los teléfonos no son seguros y no creo que mis jefes ni el Estado Mayor de la Isla lo aprobarían. Pero si tú oyes «Ay, Babilonia», sabrás que es el aviso.
Randy no había olvidado nada de esta conversación. Aproximadamente una semana más tarde, pensando en las palabras de Mark, Randy decidió meterse en política. Empezaría por una legislatura del estado y en pocos años estaría preparado para acudir al Congreso. Sería la clase de jefe que Mark quería.
No resultó así. Ni siquiera pudo vencer a Porky Logan, un tipo gordo cuyo voto podía ser comprado por cincuenta dólares, que fanfarroneó de no haber pasado del séptimo grado, pero que podía conseguir más carreteras nuevas y dinero estatal para el condado de Timucuan que cualquier radical medio crudo, indudablemente madurado por los cabezas huecas del N.A.C.P., y ni siquiera sabían que el Tribunal Supremo estaba controlado por Moscú. Así que el chasco de Randy fue inspirado por aquella noche y ahora podía dar luz a algo peor.
Se preguntó qué es lo que estaba haciendo Mark en Puerto Rico y por qué ese aviso había venido de allí. Debió proceder de Washington, Londres, Omaha, o Colorado Springs, más que de San Juan. Era verdad que el C.E.S. tenía una gran base, en Puerto Rico, pero... Era inútil deducir; lo sabría al mediodía. De una cosa estaba seguro, si Mark esperaba que se produjera, probablemente se produciría. Su hermano no era alarmista. Randy, a veces, se permitía que las emociones distorsionasen la lógica; Mark, jamás. Mark era capaz de calcular las probabilidades, en la guerra o en el poker, hasta la fracción decimal última, que por lo que había.sido era un Jefe Delegado del Servicio de Inteligencia en el C.E.S. y pronto tendría su estrella.