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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia

BOOK: Ay, Babilonia
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Randy Bragg, es un holgazán privilegiado que vive en una casa grande y vieja en Fort Repose, en la Florida central. El jardín de Bragg «reluce con flores de fuego y buganvillas, hibiscos, camelias y gardenias y parras». Una vecina, una solterona que trabaja en la central telefónica local, cree que es un «ermitaño, y un esnob, y un amante de los negros». Un día, Randy recibe un telegrama de su hermano, oficial de inteligencia del Comando Estratégico del Aire. El telegrama contiene la frase codificada «Ay, Babilonia», que significa que los soviéticos están a punto de lanzar un ataque nuclear preventivo contra los Estados Unidos.

Pat Frank

Ay, Babilonia

ePUB v1.0

GONZALEZ
05.06.12

Título original:
Alas, Babylon

© 1959, Pat Frank

Traducción J. Moreno

Diseño portada: GONZALEZ

ePub base v2.0

P
REFACIO

Tengo un conocido, fabricante retirado, hombre práctico, que recientemente siente preocupación por las tensiones internacionales, proyectiles dirigidos intercontinentales, bombas H y tal.

Un día, conocedor de que yo había escrito unas cosas sobre asuntos militares, me preguntó:

—¿Qué cree que ocurriría si los rusos nos atacasen mientras estamos distraídos..., ya sabe, como ocurrió en Pearl Harbor?

La cuestión quedó en mi cabeza. Había regresado yo recientemente de una misión de la revista en Olfutt field, cuartel general del Comando Estratégico Aéreo, varias bases de operaciones del C.E.A. y el Centro de Pruebas de Proyectiles dirigidos en Cabo Cañaveral. Más aún, había discutido tal posibilidad con varios astutos altos jefes de Estado Mayor ingleses. Los británicos habían vivido bajo la sombra de cohetes nucleares más tiempo que nosotros. También tienen un recuerdo vivido de ciudades devastadas desde los cielos, como los alemanes y los japoneses.

Un hombre que se ha visto conmovido con una explosión de una bomba de dos toneladas tiene naturalmente un punto de referencia. Puede igualar el impacto de una bomba H con su propia experiencia, aunque la explosión de la bomba H sea un millón de veces más potente que la sacudida que él experimentó. Para cualquiera que jamás sintió una bomba, bomba es una simple palabra
La bola de fuego
de una bomba H es algo que uno ve en televisión. No es algo que te incinera hasta convertirte en cenizas en la milésima parte de un segundo. Así, pues, la bomba H queda más baja en la imaginación de todos excepto unos cuántos americanos, mientras que los ingleses, alemanes y japoneses pueden comprenderla, aunque sea vagamente. Y sólo los japoneses tienen comprensión personal del calor atómico y de la radiación.

Era una gran pregunta. Le di una opinión muy chapucera, que resultó ser conservadora comparada con algunas de las predicciones oficiales publicadas más tarde. Yo le dije: «¡Oh! Creo que mataría a cincuenta o sesenta millones de americanos..., pero me parece que ganaríamos la guerra».

Pensó en esto y me contestó:

«¡Uf! ¡Cincuenta o sesenta millones de muertos! ¡Vaya un hueco que dejarían!».

Dudo que se diera cuenta de la exacta naturaleza y de la extensión del hueco..., por eso es por lo que escribí este libro.

P
AT
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RANK

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ARTE
1
I

En Fort Repose, una ciudad fluvial de Florida Central, se decía que enviar un mensaje por la Western Union era lo mismo que radiarlo por toda la red combinada de emisoras. Eso no era del todo cierto. Es verdad que Florence Wechek, la gerenta, chismorreaba. Sin embargo, con todo juicio clasificaba el espionaje personal que fluía por debajo de sus regordetes dedos y mantenía una prudente censura sobre su lengua. Cortaba de su conversación todo lo escandaloso y embarazador. Fruslero, trivial e inofensivo es lo que trasladaba a sus amigos permitiéndose así derivar en parte el aburrimiento de su soltería. Si tu hermana se encontraba en un apuro y te enviaba un telegrama pidiendo dinero, el secreto estaba seguro con Florence Wechek. Pero si tu propia hermana daba a luz un niño ilegítimo, su sexo y peso no tardaría en saberlo toda la ciudad.

Florence despertó a las seis y media, como siempre, en un viernes a primero de septiembre. Pesada, rígida y sin gracia, salió de la cama y caminó en chancletas por la sala de estar entrando en la cocina. Se asomó al porche posterior, abrió en la puerta persiana una rendija y palpó en busca del cartón de leche sito en el umbral. Hasta que no se enderezó sus ojos azul china no comenzaron a discernir movimiento en el mundo aterciopelado y gris que la rodeaba. Una nerviosa ardilla saltó de la rama más larga de un árbol. Sir Percy, su enorme gato amarillo, se levantó del acolchado diván que constituía su pequeño dormitorio preparado por su ama cerca del calentador de agua, arqueó el lomo, sé desperezó y frotó los hombros con el extremo de la bata de franela de la mujer. Los tórtolos africanos oscilaron rítmicamente con las cabezas juntas en el columpio de su jaula. Ella les habló:

—Buenos días, Anthony; buenos días, Cleo.

Sus ojillos, espectacularmente anillados en blanco, como si estuviesen embutidos en salvavidas, la miraron parpadeantes. Anthony sacudió su plumaje verde y amarillo y carraspeó un saludo. Pero no dijo nada. Anthony era aventurero; Cleo, tímida. En ocasiones Anthony se ponía furioso e irascible. Florence lo soltaba a la ilimitada libertad exterior. Pero siempre, al anochecer, Anthony aguardaba en lo alto del escobillón, o encima del frangipani, ansioso de volar hasta su casa. Así como Cleo prefería la comodidad y la cómoda reclusión, Anthony sería un loro domesticado. Por eso le dijeron, cuando compró los pájaros en Miami un mes antes, que no tuviese cuidado de que el macho escapara. Aparentemente eso era verdad.

Florence entró la jaula en la cocina y puso semillas frescas de girasol en el comedero. Llenó de leche la vasija de Sir Percy y desmenuzó un poquito de barquillo para los peces de colores de la pecera del trinchante. Regresó a la sala de estar y dio de comer s los diversos pececillos del acuario. Advirtió que ¿os dos peces gato en miniatura, de ordinario tranquilos, mostraban actividad. Revisaba la temperatura del tanque, su filtro eléctrico y calentador, cuando la cafetera silbó su llamada al desayuno. A las siete, exactamente, Florence conectó la televisión, sintonizando el canal 8. Tampa, y se sentó ante su jugo de naranja y sus huevos. Su rutina mañanera era invariable y eficiente. Lo único malo de ella lo constituía el cocinar para una sola y comer también a solas. Sin embargo, el desayuno no era su comida más solitaria, con Anthony parloteando y cantando, los seis pececitos dorados bailoteando un ensoñador ballet oriental con sus transparentes aletas. Sir Percy frotándose contra sus piernas por debajo de la mesa, y sus animosos amigos del espectáculo matinal, contratados, con grandes gastos, para informarla y entretenerla.

En cuanto veía el rostro de Dave, Florence podía notar si las noticias iban a ser buenas o malas. Esta mañana Dave parecía turbado y con toda seguridad, cuando empezó a dar las noticias resultaron malas. Los rusos habían lanzado otro Sputnik, el número 23, y algo siniestro ocurrió en Oriente Medio. El Sputnik 23 era el mayor, aún, según el Instituto Smitsoniano y emitía continuas y elaboradas señales en clave.

—Hay motivos para creer —decía Frank— que los Sputnik de ese tamaño están equipados para observar la superficie terrestre inferior.

Florence se subió hasta el cuello su bata de franela rosada. Alzó la vista, aprensiva, por la ventana de la cocina. Todo lo que vio eran las hojas goteantes de humedad de la niebla matutina y un gris firmamento más allá. No tenían derecho a colocar Sputniks para espiar a la gente. Como si también lo pensara así, Frank continuó:

—El senador Holler, del Comité de Servicios de la Armada, se unió ayer con otros en un blocao de Mir Buets para ver cómo la Fuerza Aérea derribaría a todos los Sputnik capaces de espionaje militar si violaban el espacio aéreo de los Estados Unidos. "El Kremlin ya tenía algo preparado que decir sobre esto". Según el Kremlin, cualquier acción de esta clase sería considerada como un ataque a un navio o avión soviético.
Kremlin señaló que los Estados Unidos tradicionalmente defendieron la doctrina de la libertad de los mares. Esta misma libertad
, dice la declaración soviética,
se aplica al espacio exterior
.

El periodista se detuvo, alzó la vista y medio sonrió divertido ante esta complejidad. Volvió la página del papel que tenía delante.

«—Hay una media crisis en Oriente Medio. Un informe de Beirut, vía El Cairo, dice que tanques sirios del modelo ruso más moderno han cruzado la frontera jordana. Esto es una amenaza indudable a Israel. Al mismo tiempo Damasco acusa que las tropas turcas se están movilizando...»
.

Florence cambió al canal 6, Orlando, y buscó música campestre. No comprendía, no podía interesarse en la política del Oriente Medio. Los Sputnik le parecían una amenaza más próxima y personal. Su mejor amiga, Alice Cooksey, la bibliotecaria, pretendía haber visto, una noche, un Sputnik durante el crepúsculo. Si uno podía verlo, entonces desde el aparato podían verte a ti, también Volvió a mirar por la ventana. Ningún Sputnik. Agrupó los platos y regresó a su dormitorio.

Mientras luchaba con sus enaguas, los pensamientos de Florence se volvieron hacia el comportamiento igualmente inquisitivo de Randy Bragg. Ajustó las persianas venecianas hasta que le permitieron mirar fuera. ¡Allí volvía a estar!

Se le veía descarado y modesto a la vez, con un pijama a cuadros rojos y negros, sentado en los escalones delanteros, las rodillas dobladas y unos binoculares apretados contra los ojos. Aunque quizás estaba a 75 metros de distancia, ella parecía segura de que la miraba directamente y que le podía ver a través de la persiana baja. Retrocedió apoyándose contra la pared del dormitorio, con las manos tapándose los senos.

Casi cada tarde durante las pasadas tres semanas, y buen número de mañanas, ella le había pillado. Al gunas veces él estaba en el vestíbulo, como ahora, otras en una ventana del segundo piso, y en ocasiones, muy alto, en la terraza. Solía barrerlo todo con sus anteojos, pretendiendo interesarse en alguna otra parte, pero más a menudo enfocaba a su casita. ¡Randolph Rowzee Bragg un fisgón! ¡Era sorprendente!

Mucho antes que la madre de Florence se trasladase al sur y construyese la casita, los Bragg vivían ya en la casa grande, fea y monolítica, con altas ventanas victorianas y panzudas chimeneas de ladrillo. Una vez estuvo aquel edificio considerado como el más impresionante de River Road. Ahora, aparecía cochambroso y pasado de moda comparado con las bajas, largas y antisépticas ciudadelas de cristal, metal y ladrillo de color construidas por los ricos norteños qua durante los pasados quince años habían descubierto el río Timucuan. Sin embargo, la casa Bragg estaba chapada con ciprés del país y con un suelo de planchas de pino, duro como el hierro, que podría durar otros cien años. Su seto, en esta época como una capa llena de verde rebordeada de oro, recorría todo el patio trasero hasta la orilla del río, unos cuatrocientos metros. Y ella tenía que reconocerle ésto a Randy: sus jardines tan bien cuidados, brillantes de flores de todas clases, camelias, gardenias y enredaderas. Florence había conocido bien a la madre de Randolph, Rowzee Bragg, y de igual manera al juez Bragg. Vio cómo Randolph se graduaba, iba desde la bicicleta hasta el coche de segunda mano, desaparecía cierto número de años en una universidad donde estudiaba leyes, reaparecía con un descapotable, volvía a desaparecer durante la guerra de Corea y por último volvía a casa para siempre cuando el juez Bragg y la señora Bragg fueron enterrados el mismo año. Ahora que este Randy, uno de los jóvenes mejor conocidos del condado de Timucuan, aun cuando había salido con chicas de Pistolville y vivía demasiado, era un... buen partido, como lo llamaría cualquier francesa. Era una pena. La gente no podría imaginarse las cosas que ocurrían en las pequeñas ciudades. Florence se enfrentó al espejo del tocador, preguntándose hasta qué punto abría visto el joven de su desnudez.

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