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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (43 page)

BOOK: Azteca
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Dejé mi lanza y mi sobremanto tirado allí y sólo tomé mi
maquáhuitl
. Arrastrándome lo más pegado a la tierra como lo haría una serpiente, me moví directamente hacia el tronco de uno de los árboles que se alzaban a través de la lluvia. Los dos
mízquitin
se levantaban en medio de una alta maleza y bajos arbustos, si bien una casi imperceptible vereda de venado estaba claramente marcada. Supuse que el fugitivo texcaltécatl estaba siguiendo esa senda. No escuchando ninguna señal de aviso por parte de Cózcatl, pensé que estaba en una posición desapercibida para el enemigo y me puse en cuclillas en la base de un árbol, conservando ésta entre su posición y la mía. Sosteniendo mi
maquáhuitl
con los dos puños, la llevé hacia atrás y abajo de mi hombro, paralela a la tierra, sosteniéndola equilibradamente. A través del ruido de la llovizna, sólo oí el débil rozamiento de hierbas y ramas. Luego el chapotear de unas sandalias fangosas, el suave rasguñar de las garras del jaguar que se escuchaban en la tierra directamente enfrente del lugar en donde yo estaba escondido. Un momento después, un pie y luego otro estuvo junto a éste. El hombre se puso al amparo entre los árboles, debió de haber corrido el riesgo de levantarse totalmente y mirar alrededor para ver cuál era su posición.

Balanceé la hoja alada de mi espada como ya una vez la había balanceado sobre el tronco del
nopali
, y el campeón, como el cacto, pareció estar suspendido y vacilante en el aire un momento antes de que se estrellara completamente sobre la tierra. Sus pies dentro de sus sandalias se quedaron sosteniéndose en el lugar en donde él había estado, cortados abajo de los tobillos. En un momento estuve sobre él, pateando lejos su
maquáhuitl
que él todavía empuñaba y extendiendo la parte no afilada de mi espada contra su garganta, mientras jadeaba diciendo las palabras rituales de un captor a su cautivo. En mi tiempo, nosotros no decíamos ninguna cosa tan cruda como: «Usted es mi prisionero». Siempre decíamos cortésmente, como yo le dije en aquellos momentos al campeón caído: «Usted es mi hijo muy amado».

Él gruño con encono: «¡Entonces se testigo de que maldigo a todos los dioses y todo lo que ellos han conseguido!».

Sin embargo, su explosión era fácilmente comprensible. Después de todo, él era un
tlamahuichíhuani
de la selecta orden del Jaguar y había sido cortado por los pies, en su único momento de descuido, por un joven guerrero obviamente bruto y no adiestrado, un
yaoquizqui
, el rango más inferior. Yo sabía eso. Si nos hubiéramos encontrado cara a cara, él hubiera podido desmenuzarme a su placer, parte por parte. Él también lo sabía y su cara estaba púrpura y rechinaba los dientes. Pero al fin su afrenta y humillación decrecieron hacia la resignación y contestó las palabras tradicionales del que se rendía: «Usted es mi reverendo padre».

Quité mi arma de su cuello y él se sentó, mirando pétreamente la sangre que manaba de sus muñones y a sus dos pies que todavía se sostenían pacientemente, casi sin sangrar uno al lado del otro sobre la vereda de venado, enfrente de él. Su traje de campeón Jaguar, si bien mojado por la lluvia y manchado por el fango, era todavía una cosa digna de verse. La piel moteada que colgaba del yelmo, que era la cabeza del animal, estaba confeccionada de tal manera que las piernas y patas fronteras del animal servían de mangas, bajando por los brazos del hombre en donde las garras sonaban sobre sus muñecas. Al caer no se había roto la correa que sostenía sobre su antebrazo izquierdo el escudo redondo de brillantes plumas. Hubo otro sonido en la hierba y Cózcatl se nos unió, diciendo suavemente, pero con orgullo: «Mi amo acaba de tomar su primer prisionero de guerra, sin ninguna ayuda».

«Y no quiero que muera —dije, todavía jadeante por la excitación y no por el esfuerzo—. Está sangrando gravemente».

«Quizás los muñones puedan ser atados fuertemente», sugirió el hombre, con su pesado acento náhuatl de Texcala.

Cózcatl rápidamente se desató las correas de sus sandalias y yo las ligué fuertemente alrededor de cada una de las piernas del prisionero, por abajo de sus rodillas. El sangrado disminuyó a un goteo. Me levanté entre los árboles y miré y escuché como el campeón lo había hecho. Quedé algo sorprendido de lo que oí, lo cual no era mucho. El griterío de la batalla, hacia el sur, había disminuido ahora a no más de un murmullo como el de una multitud en la plaza de un mercado, entremezclado con algunos gritos de mando. Obviamente, durante mi pequeña escaramuza, la batalla principal había concluido. Le dije al triste guerrero, a modo de condolencia: «Usted no es el único que ha sido hecho prisionero, mi amado hijo, parece que todo su ejército ha sido derrotado. —Él solamente gruñó—. Bueno, lo llevaré para que sus heridas sean atendidas. Creo que puedo cargarlo».

«Sí, ya peso menos», dijo él sardónicamente.

Me agaché de espaldas a él y tomé sus piernas cortadas en mis brazos. Él dejó caer sus brazos alrededor de mi cuello y su escudo blasonado cubrió mi pecho como si éste fuera mío. Me levanté y me tambaleé ligeramente. Cózcatl ya había traído mi manto y mi lanza y en esos momentos estaba recogiendo mi escudo de mimbre y mi
maquáhuitt
cubierta de sangre. Tomando todas esas cosas bajo sus brazos, él recogió los pies amputados llevando cada uno en una mano y me siguió, mientras yo me bamboleaba a través de la lluvia. Caminé afanosamente hacia el sur, hacia los murmurantes sonidos, en donde la batalla finalmente había terminado y en donde se suponía que nuestro ejército estaría poniendo en orden la confusión resultante, haciendo que sus unidades se volvieran a formar, juntando a los cautivos texcalteca, ajustando las contingencias de ambos lados, disponiendo de los muertos y en general disponiéndose para regresar en desfile triunfal. A medio camino de ahí, encontré a varios miembros de mi compañía, ya que Glotón de Sangre los había estado llamando, haciéndoles salir de los lugares en donde habían estado en la noche, para marchar atrás del cuerpo principal del ejército.

«¡Perdido en Niebla! —me gritó el
quáchic
—. ¿Cómo te atreviste a desertar de tu puesto? ¿En dónde has…? —Entonces sus rugidos se callaron, pero su boca permaneció abierta tanto como sus ojos—. ¡Que sea condenado a Mictlan! ¡Mirad lo que el tesoro de mi estudiante ha traído! ¡Debo informar al comandante Xococ!».

Y dando la vuelta se fue. Los otros guerreros, mis compañeros me miraban a mí y a mi trofeo con pasmo y envidia. Uno de ellos me dijo: «Te ayudaré a cargarlo, Perdido en Niebla».

«¡No!», jadeé y fue la única palabra que pude decir. Nadie reclamaría compartir el crédito de mi captura.

Y así, yo, llevando al taciturno campeón Jaguar, seguido por el jubiloso Cózcatl, escoltado por Xococ y Glotón de Sangre, orgullosamente dando grandes zancadas uno a cada lado de mí, llegué finalmente al cuerpo principal de los dos ejércitos, al lugar en donde la batalla había concluido. De un palo alto estaba colgando la bandera de rendición de los texcalteca: un cuadrado ancho de malla de oro, que parecía una pieza de red dorada para coger peces.

La escena no era de celebración, ni siquiera de tranquilo regocijo por la victoria. Aquellos guerreros, de ambos ejércitos, que no habían sido heridos o que estaban ligeramente heridos, yacían alrededor en posturas de extrema extenuación. Otros, tanto acolhua como texcalteca, no estaban acostados sino retorciéndose y contorsionándose y de ellos salía un coro desigual de gritos y lamentos de «
Yya, yyaha, yya ayya ouiya
», mientras los físicos se movían alrededor de ellos con sus medicinas y ungüentos, y mientras que los sacerdotes murmuraban sus oraciones. Unos cuantos hombres capaces estaban asistiendo a los físicos, mientras otros recogían por los alrededores las armas esparcidas, los cuerpos de los muertos y pedazos de partes de los cuerpos:, manos, brazos, piernas y aun cabezas. Hubiera sido muy difícil para una persona ajena a esa batalla decir quiénes, allí, en aquella tierra de despojos y carnicería, eran los vencedores y quiénes los vencidos. Todo eso adornado con el olor mezclado de la sangre, el sudor, la fetidez de los cuerpos, los orines y las heces. Cargado como iba, miraba con cuidado alrededor buscando a alguien con la suficiente autoridad a quien poder entregar mi cautivo. Sin embargo la noticia había llegado antes que yo y de repente me encontré frente a frente del jefe supremo, Nezahualpili. Estaba vestido como debía estarlo un Uey-Tlatoani, con un inmenso penacho de plumas en abanico y una larga capa de plumas multicolores, pero debajo de todo eso él llevaba la coraza acolchada y emplumada del campeón Águila y ésta estaba salpicada con manchas de sangre. Él no había estado solamente dirigiendo la batalla, sino que se había unido a ella para pelear. Xococ y Glotón de Sangre respetuosamente se quedaron a unos pasos detrás de mí, cuando Nezahualpili me saludó con una mano en alto.

Con gran alivio deposité a mi cautivo en tierra e hice un gesto cansado de presentación diciendo con lo último que me quedaba de aliento: «Mi señor, éste… éste es mi… muy amado hijo».

«Y éste —dijo el campeón Jaguar con ironía, inclinando su cabeza hacia mí—, éste es mi reverendo padre.
Mixpantzinco
, Señor Orador».

«Bien hecho, Mixtli —dijo Nezahualpili—.
Ximopanolti
, campeón Jaguar Tlaui-Cólotl».

«Yo te saludo, viejo enemigo —dijo mi prisionero a mi señor—. Ésta es la primera vez que nosotros no nos encontramos con la obsidiana relampagueando entre nosotros en la batalla».

«Y la última vez, según parece —dijo el Uey-Tlatoani, arrodillándose junto a él compasivamente—. Es una lástima. Te extrañaré. ¡Ah, qué duelos tan portentosos tuvimos tú y yo! En verdad no puedo recordar alguno que no haya terminado en empate o interrumpido por alguno de nuestros inferiores. —Suspiró—. A veces es tan triste perder a un buen adversario, que ha llegado a ser un héroe, tanto como perder a un buen amigo».

Yo escuchaba esta conversación con Cierto asombro. No se me había ocurrido antes notar la divisa de plumas trabajadas en el escudo de mi prisionero: Tlaui-Cólotl. Su nombre, que quería decir Escorpión-Armado, no significaba nada para mí, pero obviamente era famoso en el mundo profesional de los guerreros. Tlaui-Cólotl era uno de esos campeones de los que ya he hablado: un hombre cuyo renombre era tanto que lo traspasaba al hombre que finalmente lo vencía.

Escorpión-Armado le dijo a Nezahualpili: «Maté a cuatro de tus campeones, viejo enemigo, peleando abiertamente en tu fatal emboscada. Dos Águilas, un Jaguar y un Flecha, pero si hubiera sabido lo que mi
íonali
me tenía reservado… —y me dirigió una mirada de marcado desdén— me hubiera dejado capturar por uno de ellos».

«Podrás pelear con otros campeones antes de morir —le dijo el Venerado Orador, tratando de consolarlo—. Yo me encargaré de eso. Atenderemos inmediatamente tus heridas».

Él se volvió y gritó a un físico que estaba atendiendo a un hombre cerca de ahí.

«Sólo un momento, mi señor», dijo el físico quien agachado sobre un guerrero acolhua trataba de acomodarle nuevamente la nariz que le había sido cortada, y afortunadamente recuperada, aunque un poco machacada y sucia por haber sido pisoteada. El cirujano la había cosido en el hoyo que había quedado en la cara del guerrero, usando una espina de maguey como aguja y uno de sus largos cabellos como hilo, pero la restitución se veía más espantosa que la herida infligida. Entonces el físico, lanzando apresuradamente y con descuido una pasta de miel y sal sobre la nariz recién cosida, llegó rápidamente donde estaba mi prisionero.

«Desata esas correas de sus piernas», dijo al guerrero que le estaba ayudando, y a otro: «Saca del fuego del brasero que está allá, unas brasas calientes». Los muñones de Escorpión Armado empezaron a sangrar lentamente otra vez, después a chorrear y luego a sangrar copiosamente cuando el ayudante regresó cargando un comal ancho y bajo lleno de brasas calientes al rojo vivo, sobre las cuales las llamas parpadeaban.

«Mi señor físico —dijo Cózcatl tratando de ayudar—. Aquí están sus pies».

El físico resopló con exasperación: «Llévatelos lejos. Los pies no pueden ser pegados otra vez como las narices. —Al hombre herido le preguntó—: ¿Uno cada vez o los dos al mismo tiempo?».

«Como usted quiera», dijo con indiferencia Tlaui-Cólotl. Él jamás había gritado o gemido de dolor y tampoco lo hizo entonces, cuando el físico tomó cada uno de los muñones en cada una de sus manos y los metió al mismo tiempo dentro del comal de ardientes brasas. Cózcatl se volvió para no ver. La sangre siseó y formó una nube rojiza de vapor maloliente. La carne crepitó al quemarse y formó un humo azul que fue menos maloliente. Escorpión-Armado no emitió ningún sonido y miró todo el proceso con la misma calma con que lo hizo el físico, quien quitó de las brasas los muñones chamuscados y ennegrecidos. La quemadura cerró las heridas y cauterizó las venas cercenadas dejando totalmente de sangrar. El físico aplicó a los muñones bastante ungüento cicatrizante hecho de cera de abeja mezclada con yemas de huevos de pájaros, jugo de corteza de aliso y raíz de barbasco. Entonces se levantó y dijo: «El hombre no está en peligro de morir, mi señor, pero pasarán algunos días antes de que pueda recuperarse de la debilidad por haber perdido tanta sangre».

Nezahualpili dijo: «Preparen una silla de manos para él. El eminente Tlaui-Cólotl encabezará la columna de prisioneros». Luego se volvió a Xococ, lo miró fríamente y dijo:

«Nosotros los acolhua hemos perdido muchos hombres hoy y muchos más morirán antes de llegar a nuestra tierra. El ejército de Texcala perdió tantos como nosotros, pero los prisioneros supervivientes llegan a miles. Su Venerado Orador Auítzotl deberá estar muy contento del trabajo que los acolhua hemos realizado en lugar de él y por su dios. Si él y Chimalpópoca de Tlacopan hubiesen enviado verdaderos ejércitos, habríamos podido conquistar y anexionar toda la tierra completa de Quautexcálan. —Él se encogió de hombros—. Ah, bien. ¿Cuántos prisioneros capturaron ustedes los mexica?».

El campeón Xococ arrastró sus pies, carraspeó y apuntando a Tlaui-Cólotl murmuró: «Mi señor, usted está viendo el único. Quizá los tecpaneca agarraron unos pocos extranjeros más, pero todavía no lo sé. Pero de los mexica —y él me apuntó con un dedo—, sólo este
yaoquizqui
…».

«Pues como usted sabe bien, ya no es más un
yaoquizqui
—dijo Nezahualpili mordazmente—. Su primera captura lo ha convertido en un
iyac
en rango. Así es que este único cautivo, el que ustedes oyeron decir por sí mismo que mató a cuatro campeones acolhua; pues permítanme decirles esto: Escorpión-Armado jamás se tomó la molestia de contar sus víctimas a menos que se trataran de campeones. Sin embargo, en su existencia es probable que pueda contar cientos de acolhua, mexica y tecpaneca».

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