Cheyenne Clark, una urbanita tentada por los deportes de aventura, se pierde en un desolado bosque del Círculo Polar Ártico. Sin mapa ni provisiones, emprende un camino a pie en busca de algún rastro de civilización, pero no hay otro ser humano en un radio de 8000 kilómetros. Sin embargo, no está sola.
Después de sufrir el ataque de un agresivo hombre lobo, descubrirá que morir de frío lejos de casa no es lo peor que le podría pasar.
David Wellington
Balas de plata
Una historia de hombres lobo
ePUB v1.0
GONZALEZ03.12.11
Título original:
Frostbite
Editorial Timun Mas
Serie: Hombre lobo Nº1
Traducción de Joan Josep Mussarra
Fecha de publicación: 7 septiembre 2010
ISBN: 9788448040277
El Bosque Borracho
Con manos temblorosas, buscó entre los restos de la mochila. Tenía que haber quedado algo. Tal vez los objetos más pesados aún estuvieran dentro. Y, sí: encontró un par de cosas. La base del hornillo Coleman pesaba demasiado para que las aguas lo arrastraran, pero no le serviría para nada, porque había perdido el combustible y los potes. El teléfono móvil aún estaba dentro de su correspondiente bolsillo. Rezumaba agua, pero, aun así, gorjeó con alegría cuando Chey lo encendió.
Se le ocurrió que podía hacer una llamada para pedir ayuda. Quizá su situación lo justificara.
No. Apagó el teléfono para ahorrar batería. Aún no.
Si pedía ayuda, tal vez se la mandaran. Tal vez la llevarían por aire hasta un lugar seguro, hasta la civilización. Pero entonces no le permitirían regresar e intentarlo de nuevo. No conseguiría lo que había ido a buscar. Se guardó el teléfono en el bolsillo. Lo necesitaría más adelante, si sobrevivía el tiempo suficiente.
El mapa que le había dado el piloto del helicóptero también seguía allí, pero el agua había corrido la tinta y le costaba mucho leerlo. Todo lo demás había desaparecido. Había perdido la tienda. Había perdido la ropa seca. Tampoco encontró el arma.
Mientras duró la luz del día, recorrió de arriba abajo el empinado margen del nuevo torrente en busca de lo que pudiera encontrar. Era posible, pero tan sólo posible, que hubiera quedado algo en la orilla. Al salir la luna, distinguió un destello plateado que parpadeaba sobre un leño medio sumergido, y volvió a meterse en el agua para ir a buscarlo. Al tiempo que rezaba por que fuera lo que ella pensaba que sería, lo agarró con ambas manos y se lo acercó a los ojos. Era el paquete repleto de barritas energéticas. Las provisiones. Se echó a llorar, pero tenía tanta hambre que desgarró el envoltorio y empezó a comer.
Pasó la noche oculta bajo un montón de pinaza y de hojas muertas y podridas.
El suelo empezó a temblar y la pinaza de los árboles circundantes se derramó como lluvia verde. Chey se agarró a una raíz que sobresalía del suelo y alzó la vista: un muro de agua descendía rugiendo hacia ella por el desfiladero.
Apenas si tuvo tiempo de verlo antes de que la golpeara. Habría podido compararse a la trémula superficie de una piscina puesta de lado. Era blanca y rugía, y cuando alcanzó a Chey, le golpeó la cara y las manos', y el golpe le dolió como si se hubiera caído sobre una acera de cemento. Se le metió por la nariz un agua fría como el hielo, y tuvo que abrir la boca. Entonces el agua le inundó la boca y empezó a ahogarla, un agua que arrastraba hojas y piñas que herían como balas la piel que no estaba cubierta por la ropa, un agua llena de piedras y de guijarros menudos, y que apestaba a légamos recientes. Su mano se soltó de la raíz, sus pies dejaron de tocar el suelo y voló, dio tumbos, incapaz de controlar sus propias extremidades. Se le retorcía dolorosamente la espalda conforme el agua la agarraba y la arrojaba de nuevo contra el suelo, la volvía a agarrar y la dejaba caer con violencia. Chey sintió que se golpeaba el pie contra una roca que no llegó a ver. No veía nada, ni oía nada, salvo la voz del agua. Luchó con desesperación para mantener, por lo menos, la cabeza fuera del agua, a pesar de los remolinos y corrientes que tiraban de ella y trataban de hundirla. Tenía la sensación de avanzar a una velocidad increíble, como si la hubieran lanzado desfiladero abajo como una bolita en un tablero del juego del millón. En un momento de horror y repulsión comprendió que si se golpeaba la cabeza contra una roca, moriría. Estaba sola y nadie acudiría en su ayuda...
Entonces se detuvo, tan bruscamente que los huesos le crujieron y se le desencajaron bajo la piel. El agua le cubrió la cabeza y todo el cuerpo, oyó un desagradable borboteo y quedó bajo el agua, incapaz de respirar. Algo la tenía sujeta bajo el agua y se ahogaba. Con todas las fuerzas que le quedaban, se dio un impulso hacia arriba, arqueó la espalda, luchó contra aquello que la retenía. Luchó por sacar la cabeza fuera del agua. Logró asomarse a la superficie y trató de tomar aire, pero la garganta se le llenó de agua. Su cuerpo se movió espasmódicamente y volvió a sentirse arrastrada, se sumergió de nuevo. Pero de alguna manera logró ascender una vez más.
Las aguas blancas se agitaban y se convertían en espuma en torno al rostro de Chey. Le resultaba muy difícil mantener la boca fuera del gélido torrente. Movía las manos detrás de la espalda, en un desesperado intento por descubrir qué era lo que la sujetaba, y al mismo tiempo las aguas subían y Chey oía cómo las burbujitas estallaban junto a sus oídos. El frío le quemaba la piel, y comprendió que le quedaban tan sólo unos segundos de vida. Que había fracasado.
No estaba preparada para aquello. Creía que las inundaciones repentinas eran propias del desierto, no de la región del Ártico canadiense conocida como los Territorios del Noroeste. Sin embargo, el verano había llegado al norte, y al volverse más intenso el calor del sol, billones de toneladas de nieve se habían empezado a fundir. La nieve derretida tenía que ir a alguna parte. Chey había caminado por el estrecho desfiladero, en un intento por subir hasta una cresta para ver dónde se encontraba. Había bajado al fondo del angosto cañón para escapar del viento, que cortaba como un cuchillo. Había sido muy difícil, ya que había tenido que agarrarse con manos y pies, pero había logrado avanzar. Luego se había detenido, porque le había parecido oír algo. Era un débil murmullo, como una manada de renos que galopara entre los árboles. Pensó que podía tratarse de un terremoto.
En aquellos momentos, atrapada, incapaz de liberarse, intentó mirar a su alrededor. La corriente la había llevado de vuelta por el mismo camino por el que había venido, la había arrastrado por rocas aristadas que le habían desgarrado el anorak, le había lastimado el rostro con arenilla. Chey no veía nada, salvo plata, burbujas de plata, la superficie plateada de las aguas que la cubrían.
Tenía las manos entumecidas y los dedos se le retorcían de frío mientras trataban de encontrar algo a sus espaldas. Chey les rogó y les suplicó que no se rindieran, que se movieran de nuevo. Encontró nylon, una correa de nylon. Allí. La mochila se le había quedado enganchada a un saliente rocoso. Tanteando con las manos, maldiciéndose a sí misma, logró que la correa de nylon se soltara. Al momento, el torrente la atrapó de nuevo y tiró de ella hacia abajo, desfiladero abajo. Chey se agarró a la primera sombra que logró encontrar, que resultó ser un sauce. Se sujetó con fuerza, tosió y escupió el agua, y volvió a llenarse los pulmones de aire.
Por fin logró reunir fuerzas para trepar y salir del agua. Ya le llegaba tan sólo hasta la cintura. Si se esforzaba, lograría vadearla. Al apaciguarse el ímpetu de la primera acometida, las aguas habían perdido casi toda su fuerza, y Chey pudo atravesar a pie el torrente recién nacido sin que la sumergiera de nuevo. Al llegar a la otra orilla, subió arrastrándose sobre un barro frío, sujetándose a las raíces de los árboles que sobresalían, y se quedó allí, temblorosa, durante un buen rato. Sabía que tenía que secarse. Tenía que entrar en calor. Llevaba ropa limpia y un mechero en la mochila. No le costaría nada encontrar yesca y leña para hacer fuego.
Lenta, dolorosamente, logró darse la vuelta. Aún estaba empapada y se moría de frío. Se sentía la piel como goma pegajosa. Sabía muy bien que, cuando entrara en calor, le empezaría a doler. Tendría que sufrir incontables moretones y tal vez algún hueso roto. Pero más valía eso que morirse de frío. Se sacó la mochila y trató de abrirla. Sus manos encontraron desacostumbrados jirones de tela.
La solapa se había desgarrado por en medio. La mochila entera estaba hecha jirones. Debían de haberla rasgado las rocas mientras el torrente la arrastraba. La mochila había impedido que fuera la espalda de Chey la que sufriera aquel destino, pero, por eso mismo, se había abierto y todo lo que había dentro se había perdido por el camino. Chey volvió bruscamente la cabeza para contemplar el torrente. El equipo, la ropa seca, la linterna, la comida, debían de haberse esparcido por la mitad de los Territorios, arrastrados en todas direcciones por el agua.
Por la mañana, aún tenía todo el cuerpo irritado y húmedo, y se notaba la piel como si se la hubieran frotado con un cepillo de alambre, pero sabía que el tormento de verdad empezaría en el instante en el que tratara de salir del montículo de pinaza.
Y estaba en lo cierto. Cuando por fin movió los brazos y las piernas, y se sentó con el tronco erguido, Chey sintió como si todos los músculos de su cuerpo se le hubiesen vuelto de piedra durante la noche y se le empezaran a agrietar. La rigidez le dolía, le dolía de verdad, y Chey se dio cuenta de lo raro que era sentir dolor de verdad cuando se vivía en un lugar civilizado. Uno siempre se puede golpear el dedo gordo del pie con una mesa o pillarse la mano al cerrar la puerta de un coche, pero no llega a experimentar la sensación de que un río te agarre y te golpee contra rocas angulosas hasta que se cansa de ti.
Pasó un buen rato sentada, rodeando las rodillas con los brazos, sin hacer nada, salvo respirar.
Al fin consiguió ponerse de pie. Tenía que tomar una decisión. Hacia el norte o hacia el sur. Caminar hacia el sur equivaldría a rendirse. Darle la espalda a lo que había ido a buscar.
Consultó la brújula y se puso en marcha hacia el norte.
Llevaba una hora de camino cuando su cuerpo empezó a perder la rigidez. En su lugar, empezó un dolor lacerante que se repetía con cada paso que daban sus botas repletas de agua, pero Chey se contentaba con hacer muecas de sufrimiento.
Anduvo por entre los árboles hasta que sintió que iba a desplomarse por el agotamiento. El sol aún refulgía en su cénit sobre las ramas verdes y amarillas, pero Chey no pudo dar ni un paso más, así que se sentó en el suelo. Sintió el deseo de pasarse un rato llorando, pero llegó a la conclusión de que no le quedaban fuerzas ni para eso. Así que desenvolvió una de las barritas energéticas y se la comió. En cuanto hubo terminado, se puso de nuevo en pie y volvió a caminar, porque no podía hacer otra cosa. No había nada que pudiera aliviar su situación.
El tiempo no tenía mucho sentido entre los árboles, porque todo parecía igual, y cada uno de los pasos que daba Chey parecía totalmente idéntico al anterior. Sin embargo, al fin oscureció.
Siguió caminando.
Hasta que tuvo la impresión de haber oído algo. Una pisada sobre la nieve, quizás. O tal vez fuera el sonido de una criatura que respiraba. Una criatura no humana.