B de Bella (17 page)

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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

BOOK: B de Bella
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Mientras me mostraba las cadenas, las esposas y los trajes de hule que guardaba cuidadosamente organizados en sus armarios, yo cerré los ojos y di gracias a Dios. Sí, es cierto que este hombre era guapísimo, del tipo que podría usarme como quisiera, cuando quisiera y cuanto quisiera; pero gracias al
tour
que me dio por su calabozo, se me fueron quitando las ganas de estar con él. Quizá esto me ayudaría a ejercitar ese autocontrol que me había exigido la Madame.

—Pueeees… me voy a quitar la rooopaaa para que no se maaancheee —anunció con una inocencia tan falsa que daba risa.

Con movimientos lentos y calculados se desvistió frente a mí, mirándome de reojo con su sonrisita de medio lado cada vez que se quitaba una prenda. He de confesar que tenía un cuerpo espectacular: a ese hombre no le faltaba absolutamente nada, ni por delante, ni por detrás. Cuando me mostró su firme trasero casi me da un vahído.

—¿Qué opinas? —preguntó con un guiño mientras posaba luciendo únicamente una sonrisa.

—Muy bonito —dije, tratando de no aullar como una loba.

Él se ató un delantal de látex, se puso un par de botas de hule, un gorro de natación y una máscara de buceo.

Cuando terminó de arreglarse parecía el científico loco de una película porno de ciencia ficción.

—Y ahoooraaa te toca a tiii —dijo—. Puedes taparte con esta toalla si quieres, pero tarde o temprano te la voy a quitaaar…

Yo me quité la ropa rápidamente y mirando a la pared. Luego me cubrí con la toalla y me acosté boca arriba en la camilla con una mezcla de vergüenza y excitación nerviosa. Estaba preparada para llamar a Alberto a la primera señal de peligro, pero ¿dónde podía guardar el teléfono si estaba como Dios me trajo al mundo? Tomé una bocanada de aire para calmarme mientras Richard se ponía unos guantes de látex.

—¡Oooh! Qué pendientes tan delicados —dijo refiriéndose a mis bolitas de visón—. Vamos a quitártelos para que no se manchen.

«¿Para que no se manchen con qué?», pensé, pero no me atreví a articular palabra.

—A veeer… ¿te gusta el chocolaaateee?

—Me encanta.

—Perfeeecto —contestó.

Se situó junto a la camilla un momento, respiró profundamente, me arrancó la toalla y yo me estremecí. De la nada sacó una botella de plástico llena de una pasta tibia de chocolate, y empezó a derramarla a chorros sobre mi cuerpo.

—No hay nada mejor que el chocolate para la piel, ¿verdaaad?

—Si tú lo dices… —contesté.

El tibio chocolate se sentía como una deliciosa caricia. Miré al espejo que tenía en el techo —porque, lógicamente, en una habitación como esta no podía faltar un espejo en el techo— y me vi cubierta con una gruesa capa de cremoso chocolate, mientras el musculoso cuerpo de Richard se inclinaba peligrosamente sobre mí. Estaba tan excitada que tuve que cerrar los ojos para mantener la calma, e imaginar que me estaban operando de apendicitis.

Después de cubrirme con la dulce mezcla, Richard se paró a la cabecera de la camilla y empezó a masajearme. Empezó con el cuello y los hombros, y su tacto experto hizo que me relajara. Desde esa posición se inclinó hasta que su cara quedó frente a la mía y pude oler su fresco aliento a menta.

—Ahora quiero que digas «aaaaah…».

Yo dije «aaah» y él vertió un chorrito de chocolate en mi boca, y entonces descubrí que estaba usando Nutella, mi chocolate favorito.

Mientras saboreaba la deliciosa dosis que me había dado, él me miró larga y profundamente a los ojos con tal intensidad que tuve que cerrar los párpados y girar el rostro por temor a que me hipnotizara. Noté su frustración por mi rechazo, pero en cuestión de segundos esa frustración se convirtió en una necesidad aún más desesperada por seducirme.

Sus caricias se volvieron más y más intensas: masajeó mi torso con firmeza y dulzura, como si estuviera creando una escultura. Luego caminó alrededor de la camilla paseando su mano delicadamente desde mi cuello hasta mis pies.

—Qué cueeerpoooo… —dijo.

Yo respiré profundamente para tratar de no temblar.

Él se colocó al pie de la camilla y empezó a frotar mis piernas de arriba abajo una y otra vez… una y otra vez… Yo empecé a jadear.

—¡Aaay! ¡Diooos! —susurró apretando los dientes.

Yo no dije nada porque temía que cualquier cosa que saliera de mi boca podía ser usada en mi contra. Ese hombre era irresistible, pero yo no pensaba decirselo. Cualquier argumento que oyera de mis labios podía llevar esta situación a un nivel al que no debía llegar.

Continué respirando profundamente mientras él gemía como un perrito.

—¡¡¡Aaaaaaay, Dioooooooos!!! —repetía él como si estuviera poseído.

Traté de evitarlo, pero mi respiración se volvió más y más pesada. Este tipo tenía las manos enormes y sabía exactamente cómo usarlas. ¿Cómo podía defenderme de sus poderes de seducción?

Traté de revivir los recuerdos más desagradables que fui capaz de evocar: pensé en la peste de la vieja fumadora que me encontraba en el ascensor de la oficina, pensé en Dan Callahan vomitando sobre mi alfombra, pensé en Bonnie y en todas las noches y fines de semana que había pasado en la oficina para demostrarle que merecía un ascenso, pensé en mi patética actitud servil, como un cachorro sobre dos patas, suplicando que me tirara un hueso. Pensé en esa conversación que escuché en el baño: su desdén, su odio, su desprecio por mi cuerpo… ese mismo cuerpo que ahora estaba siendo venerado por Richard Weber, uno de los hombres más atractivos de la ciudad.

Creo que Richard se dio cuenta de que mi mente divagaba más allá de su control, de modo que cambió el patrón de sus movimientos. Sus manos se aceleraban primero y súbitamente se detenían abandonándome al umbral del éxtasis. Respetuosa o intencionadamente, evitó tocar mis partes más íntimas. Yo lo bendije y lo maldije a la vez.

—Dobla el brazo, por favor —pidió.

Le obedecí y, con un rápido e inesperado movimiento, me dio la vuelta para ponerme boca abajo. Su fortaleza me hizo sentir indefensa. Luego empezó a trabajar en mi espalda, en mis muslos y mis glúteos. Creo que mis nalgas le gustaron más de la cuenta, porque le escuché soltar un largo y angustioso suspiro:

—¡Aaaaaaay, Diooooos…!

Sin previo aviso, tomó un bocado de chocolate de mi pantorrilla izquierda. Yo di un respingo, pero eso no lo detuvo.

—Beeeeeeeeee… —susurró, estirando la única sílaba de mi nombre como si fuera un corderito llamando a su madre—. ¡Esas pieeeeeernaaaaas…! ¡Ese cuuuuuulooooo…!

A mí las vulgaridades en la cama nunca me han dado morbo, y en otras circunstancias me habría reído en su cara, pero entre la pericia de sus manos y la sensualidad de su cuerpo, yo estaba a punto de derretirme.

Inesperadamente, noté que lamía el chocolate de mi nalga derecha, y yo comencé a temblar. Él gemía y jadeaba, y yo empecé a jadear también. De pronto aquello parecía un concurso de a ver quién jadeaba más fuerte. Descubrí que hacerlo me ayudaba a controlarme: cuanto más fuerte jadeaba yo, más capaz me sentía de ganarle la batalla.

—Beeeeeee, nunca he tocado a una mujer como tú… Nuuuuncaaaa… No puedo contenermeee, no puedo contenermeeee… ¡Déjameee! ¡Déjameee, por favooor!

—No —musité, contrayendo los músculos y sintiéndolo retorcerse en un intenso espasmo. Él se recuperó y comenzó a reírse. «¿Qué le pasará a esta gordita que no está de rodillas suplicando que le haga el amor?», debía de pensar. Lo que él no sabía es que yo me aferraba a las instrucciones de la Madame como un náufrago a un salvavidas: «Si te lo pide veinte veces, veinte veces tienes que decirle que no».

—¡Tengo que poseerteeee! —exclamó.

—Noooo —supliqué.

Frustrado por mi autocontrol, Richard me puso boca arriba de nuevo. Primero me dobló las piernas y luego me masajeó la parte interna de los muslos con movimientos circulares que empezaban en la rodilla y bajaban al portal mismo de mi sexo. Su tacto se volvía cada vez más intenso y su cuerpo entero se arqueaba de placer en cada acometida. Mordió un bocado de chocolate de una de mis rodillas y aulló suavemente. Su cara perseguía sus manos, y empezó a zambullirse entre mis piernas dejando que sus orejas me rozaran los muslos.

En ese momento susurré suavemente:

—¡Noooo!

—Sííí… —respondió con lascivia.

Yo volví a decir que no, él volvió a decir que sí, y empezamos una batalla verbal
—que sí, que no, que sí, que no
— que fue aumentando en intensidad y volumen hasta que finalmente grité:

—¡No! ¡Se acabó! ¡Basta de chocolate!

En cuanto me oyó decir eso, Richard, que ya llevaba unos cinco minutos al borde de
algo
, se detuvo, tensó los músculos en éxtasis, arqueó la espalda, y se aferró a la camilla como si estuviera a punto de desplomarse.

Yo permanecí tumbada durante un minuto, sintiéndome excitada, asqueada y confusa. Richard se rio aliviado mientras se recuperaba.

—¡Guaaau! —aulló—. ¡Guaau, guaau, guuuuau!

Entendí que debía interpretar sus ladridos como un cumplido, pero preferí quedarme callada.

—¿Me puedo duchar? —pregunté, tratando de levantarme de la camilla untada de chocolate.

—Por supueeeestooo —dijo, y me ayudó a incorporarme mientras señalaba una ducha que estaba oculta detrás de una de las paredes.

—Estas toallas están limpias. Tómate tu tiempo. Te veo arriba cuando termines.

Me besó la mano, mirándome fijamente a los ojos, y soltó un último aullido antes de abandonar la habitación.

Yo me duché lo más rápido que pude, mientras mis pensamientos cabalgaban a toda velocidad. Nunca había estado en una situación como esta, con un hombre como este. Todo me parecía profundamente perturbador y excitante a un tiempo. Una parte de mí quería agarrar a Richard por los hombros y preguntarle: «¿Realmente te parezco tan atractiva? ¿Cómo es posible que un hombre que podría estar en la portada de
Playgirl
se sienta atraído por una mujer que jamás estaría en la portada de
Playboy
?». Pero pensé que este tipo de comentario podría violar las reglas que había establecido la Madame, así que decidí quedarme callada.

Me vestí y subí las escaleras. Él se había cambiado de ropa y me esperaba descalzo, con unos vaqueros y una camiseta. Aun con este modesto atuendo parecía un modelo de revista.

—Hola otra veeeez —dijo con una sonrisa.

Yo sonreí brevemente y me encaminé hacia la salida. Él me persiguió hasta la puerta y me detuvo antes de salir.

—B, yo quería… yo quería decirte que eres un ser muuuuuy especiaaaaal, yo nunca,
nuuuncaaa
, he sentido algo así por nadie.

—Gracias —contesté, preguntándome si estaba soñando.

Entonces él sujetó mi mano entre las suyas y, acercando mi cuerpo al suyo con un suave tirón, me dijo con un adulador tono de desesperación:

—Y… ¿cuándo puedo verte de nuevooo?

—No sé… Tengo que pensarlo —dije confusa.

Él miró al suelo, se mordió el labio inferior y me lanzó una última mirada de deseo mientras yo salía a la calle. Alberto abrió la puerta del coche, yo me subí, e inmediatamente nos marchamos de allí.

—¿Todo bien? —preguntó Alberto.

—Sí, estoy bien, pero… espera un momento —dije, mientras sacaba mi teléfono rojo para llamar a la Madame.

—Madame, soy B. ¿Podemos hablar un minuto?

—Sí, pero solo un minuto porque estoy ocupada.

¿Cuándo no estaba ella ocupada? Aun así me lancé a hacerle una docena de preguntas:

—¿Por qué Richard Weber es tan atractivo y repulsivo a la vez? ¿Por qué este hombre tan guapo, que podría llevarse a la cama a quien quisiera, contrata a una mujer como yo? ¿Por qué le excita tanto que le diga que
no
?


Querrida
, no tengo tiempo para tantas preguntas. Elige una y esa es la que te voy a contestar.

Me quedé pensando un instante y finalmente planteé mi incógnita:

—¿Qué habría pasado si le hubiera dicho que sí?

—Que te habría dejado —sentenció ella.

—Pero ¿por qué? ¿Le gusto o no le gusto?

Podría jurar que

a la Madame poniendo los ojos en blanco.


Querrida
, ¿no ves que es un seductor compulsivo? Quiere perseguir, pero no quiere atrapar. El mundo está lleno de hombres como él: te amasan como si fueras una pizza y cuando estás lista para entrar en el horno, a ellos se les quita el apetito.

—Pero ¿le gusto o no le gusto? —insistí con avidez.

—¿Que si le gustas? ¿Pero no te das cuenta de que ni siquiera puede verte? Él ve un cuerpo que le gusta, pero no eres más que un objeto para él. Y, por lo que me dices, parece que él también es un objeto para ti.

—¡Él no es un objeto para mí! —protesté.

—Si realmente pudieras ver la persona que está detrás de ese físico, encontrarías un hombre que jamás será capaz de tener una relación íntima con otro ser humano. Si realmente lo vieras como es, no lo desearías: sentirías lástima por él.

Antes de que yo pudiera comentar su diagnóstico, la Madame decidió poner punto final a la conversación.

—Tengo que dejarte. Hablaremos mañana. —Y, sin más, me colgó el teléfono, dejándome abandonada a mis pensamientos.

¿Sería verdad que yo miraba a Richard como un objeto? Es cierto que era un hombre guapísimo, pero también es cierto que la idea de un hombre que te persigue sin intenciones de atraparte era bastante perturbadora.

¿Se imaginan pasar la vida buscando algo que ni siquiera quieres?

En la antigua Grecia había un personaje llamado Tántalo. Tántalo fue castigado por los dioses, y su condena fue morir de sed mientras estaba sumergido en agua hasta el cuello. Cada vez que Tántalo acercaba la boca al agua, el líquido bajaba de nivel, manteniéndolo sediento durante toda la eternidad. El problema de Richard era parecido: estaba rodeado de mujeres que podía poseer pero una vez que las seducía, perdía el interés por ellas. Nada ni nadie podía saciar su sed.

A partir de ese momento no pude pensar en Richard como el irresistible galán del cuerpo perfecto: lo vi simplemente como un hombre que debía de sentirse terriblemente solo. En cuanto comencé a sentir compasión por él, la atracción sexual desapareció. Richard era un hombre muy atractivo, pero no por eso dejaba de tener los mismos problemas que los demás.

Las mujeres siempre nos quejamos de que los hombres nos miran como objetos, pero esa noche me di cuenta de que yo había hecho eso mismo con Richard, y quién sabe con cuántos hombres más.

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